viernes, 29 de abril de 2011

Ciudades prefabricadas (II)

Vuelvo de memoria a la Cidade da Cultura para cerrar esta serie que abrí hace unos días. Fraga Iribarne, dice que gran amante da súa terriña, se levantó un día con el afán infantil de dibujar sobre un monte el perímetro exacto de la capital de Galicia y llenarlo de contenidos culturales para que el personal se recorriera unos cuantos kilómetros y ver así ballenas varadas en lo alto de un monte. Poner una guinda sin fecha de caducidad a su dilatada y zigzagueante carrera política no era sólo una manera de conseguir la inmortalidad pétrea que dan las arquitecturas fastuosas, sino, visto lo visto, una forma diferente de arquitectura funeraria: un cementerio para la cultura.

Quien se pasee por la parcialmente inaugurada Cidade da Cultura encontrará torsión vacua, frialdad estetizante, salas vacías de contenidos y sentido, completadas por bibliotecas de lance compradas a algunas personalidades por un precio desorbitado. En cada uno de estos volúmenes pagados a precio de oro figurará la palabra donación. Estos mendaces donativos sirven para dos envidiables actividades que a los que vivimos en pisos de 70 m2 nos darían la vida: salir de libros sobrantes y ganar unas pelas con lo que ya no nos pone. Así están haciendo caja unos cuantos intelectuales gallegos y alguna que otra pizpireta y nobelera viuda. La Cidade da Cultura podría estar en cualquier sitio. No tiene, a pesar del video de Peter Eisenman en una de las salas explicando el despilfarro de cuerpo entero y con una estela de subtítulos en pantallas bursátiles, ninguna filiación con la tierra que ocupa.

Por el gran descampado cojea una procesión de ancianos capitaneados por una guía entusiasta que no se cansa de advertirles que “no se confíen y miren los escaloncitos, que son muy traicioneros”. Al fondo veloces hormigoneras rompen el silencio con la premura de acabar lo inacabable. Si tienen algún interés por ver metáforas de la desolación en el mundo sublunar, suban el Monte Gaiás antes de que las mascotas de goma nos hagan la vida más edulcoradamente aguantable.

miércoles, 27 de abril de 2011

Atmósfera cero o cómo desmantelar un periódico


La atmósfera se va vaciando. El rumor de voces, alguna que otra sobresaltada, un silbido, el intermitente e inextinguible golpe de las teclas, notas cruzadas, un receso y un teléfono. Desmantelar la redacción de un periódico necesita de poco, de casi nada: ese simple teléfono. Desde él están llamando a los compañeros de El Correo de Andalucía para comunicarles su despido. Los estrategas de las remociones trabajan siniestramente ayudados por el oscilante vaivén de las ceremonias del despido a bocajarro. Olvidan que en tiempos de hambruna también los perros son devorados.

Al final sólo quedará el ring-ring de ese teléfono que iguala la hierba con la cadencia de la guadaña, que siempre nos siega verdes. Suerte a los mejores. A los otros, que se les seque la garganta con el polvo amarillo de las hemerotecas.

lunes, 25 de abril de 2011

Ciudades prefabricadas (I)

 Subí al Monte Gaiás a ver la Cidade da Cultura en Compostela. Faltaría más. El plop seco que se produce al destapar un bote de tomate Fruco es lo que he sentido pisando por primera vez este derroche de mármol colorido, piedra brasileña y dinero en forma de curva trivial. Giandomenico Amendola coloca estos logros de la arquitectura de nuestra era dentro del epígrafe “el código virtual” en su libro (nunca me cansaré de recomendarlo) La ciudad posmoderna. Si Robert Venturi en su citadísimo Learning from Las Vegas ponía a la ciudad americana como modelo para todo el pastiche que vendría luego en las merindades del tiempo en que vivimos, yo, por mi parte, me aventuro a desgranar aquí una serie de pseudo-teorías y aportaciones menores para la historiografía no venal de la arquitectura posmoderna aprovechando el plop:


1. Sospecho que los tiempos del tótem único, emergiendo de un plano ganado al mar, al viento o a alguna zona deprimida –reactivada especulativamente mediante museos, comisarias de policía, barrios acomodados o cubos comerciales–, ha llegado a su fin. Se impone ahora la ciudad con su correspondiente genitivo al lado (Ciudad de las Artes y las Ciencias, Ciudad de la Cultura, Ciudad de la Justicia, etc.). Atrás queda la orfandad de la monoestructura rompiendo la línea del horizonte, jugando al babélico entretenimiento de escudriñar el cielo de cerca. Los políticos han denostado la construcción icono por simplista y arriesgadamente efímera (siempre habrá quien escale el cielo más alto); en cambio, han descubierto el valor del concepto de la urbe prefabricada para algún uso preciso. Con esto no me estoy manifestando en contra de ellas, aunque leyendo a Llàtzer Moix y su Arquitectura milagrosa uno puede comprobar cuánto cuestan estas lindezas y la megalomanía compartida entre el gobierno local y el arquitecto de turno (los azulejitos que le gustan a Calatrava no se compran en el polvero Tato), llegando a la conclusión de que quizás tendrán que ejecutarse con la lupa de algún Organismo (no me pregunten cuál) encima.

2. Mi otra sospecha reposa sobre la idea de que el arquitecto estelar que gana concursos y sale en los suplementos dominicales junto a mascotas de eventos multitudinarios tiene lo que he dado en llamar el síndrome de Jonás. Allá donde el dromomaníaco contemporáneo posa su sandalia Quechua (ver las antiguas e interesantes fritangas “Sherezade en Túnez” y “El mundo como supermercado”) se alza un monstruo con apariencia de ballena varada al estilo Cidade da Cultura o a la manera de la T4, versión interior del mismo fenómeno desde donde el viajero puede ver el armazón óseo del monstruo animado por el colorido ascendente o descendente, según se mire. Estos cetáceos también habrían de ser vigilados por algún investigador de las profundidades.

Hasta aquí mis reflexiones de salida. Mañana continuaré falando da cousa, me llaman las sirenas de la siesta. Besos.

miércoles, 20 de abril de 2011

Rutilantes escenas citadinas

Hoy tendría que estar New Jersey con Manu. Quedamos en ello mientras libábamos cerveza en los desposorios de T. y L. Buen conocedor del low cost transoceánico,  Manu animó el cotarro escribiendo a pie de página la posible e irrisoria cuantía de la aventura: 500 pavos con tasas incluidas. No fuimos, evidentemente, pero llegamos a enviarnos mensajes post-cogorza que pudieran grabar en nuestras memorias que todo aquello era realizable. Hoy, en lugar de tomar el metro hacia Manhattan, observo desde las ventanas de la fabulosa bibliteca Anxel Casal el Monte Pedroso en Compostela, a la que he llegado gracias al low cost  nacional.

Estos abaratamientos del tránsito áereo aportan a las ciudades una estupendísimo museo de estampas sobre los desajustes de personalidad que sufren los seres humanos en este siglo sin dientes. Observo con desazón que en cada rincón superpoblado de la urbe asoman estampas dantescas. Hace apenas unos minutos, he visto a una señora gorda, con un tinte de supermercado desvaído por el paso de los días y del gusto, vestida con unas mallas negras (leggins para la última hornada de cursis post-ochenteros), sentada en un escaloncito junto a un perro ataviado con las ropas de peregrino a Santiago. El dueño del can -repetidamente denunciado a ADDA (Asociación para la Defensa de los Derechos del Animal)- se gana la vida explotando al animal desde hace años. La foto junto a  la mascota vale un euro, precio irrisorio por inmortalizarse al lado de una de las atracciones más rutilantes del casco histórico, sin contar la propia gorda. Ésta, mientras su amado esposo se colocaba frente a la pareja y frente al desalmado y explotador dueño de la bestia, sufrió un grave ataque de risa que pronto se tornaría en uno de tos. Desacostumbrado como estaba el perro peregrino a estas convulsiones humanas, intentó morder a la dama que se llevaba la mano al pubis mientras le gritaba al marido entre toses algo sobre la inminente pérdida de orina. Hui despavorido.

Todo ello me lleva a reflexionar acerca de la búsqueda de la belleza en ciudades convertidas en parques de atracciones para la masa democrática. ¿Queda la belleza arrinconada en las escorados límites de estas urbes? ¿Se puede uno topar con la hermosura momentánea entre las densas trasminaciones de sudor turístico, trasegado en autobuses de El Torero? ¿Habrá que caminar hacia los barrios del extrarradio para, como decía Chesterton, encontrar la belleza purpúrea del atardecer?

Mañana subiré a la Ciudad de la Cultura de Peter Eisenman. Ya les contaré.

jueves, 14 de abril de 2011

Sífilis y molletes

Aunque no les resulte familiar, el egipcio Khalil-Bey (1831-1879) tiene su importancia en la historia de la pintura del siglo XIX. Tras una formación parisina, su trabajo como diplomático lo llevó por las ciudades europeas más importantes de la época. Atenas, Viena y San Petersburgo sirvieron como telón de fondo para sus embajadas pero también para sus perdularias aficiones como habitual de los mejores burdeles del lugar. Donde años más tarde vería sus primeras luces monsier Nabokov, una joven caucásica le dejó marcado para siempre con el caprichoso y portátil regalo de un sifiloma. El gálico y su amistad con pintores como Courbet y Ingres le salvaron del spleen del sifilítico. Ambos contribuyeron a decorar el gabinete del erotómano: uno con su lúbrico Origen del mundo; otro con su cárnico Baño turco.


Hace ya demasiados años, mi amigo Lan y yo viajamos al Musée d'Orsay en busca cada uno de lo nuestro. Cuando le dije que para mí era fundamental ver el lienzo de Fantin-Latour Un rincón de mesa porque en él aparecían mis panas Verlaine y Rimbaud, me manifestó que no sólo consideraba el cuadro falto de interés, sino que además lo que él quería ver era un magnífico (atiendan a que aquí el adjetivo está usado en su justa medida, pues habrán notado ustedes que cualquier mona pseudo-letrada de hoy día abusa de él por culpa de la decanonización general de todo) coño pintado por Courbet. He de admitir que ante la visión de tal tela Paul y Artur me parecieron unas viles monas.

Con el tiempo he sabido que El origen del mundo no sólo provocó el malestar entre cierta burguesía parisina; además produjo la enemistad entre Courbet y el también pintor Whistler, a la sazón  estadounidense y novio de la modelo Joanna Hifferman, dueña del prodigioso torso. El norteamericano no le afeó nunca que la tomara como modelo –también aparece en El sueño en actitud claramente lésbica–, simplemente le pareció inadmisible que para llegar a tal realismo mirara tan de cerca los genitales de la dulce Joanna.

Como bien saben, mis queridos fritangas, gusto de adornar la anécdota real de todo este aparato de citas y vana erudición antes de llegar a la ruda y sabrosa realidad. En mis años de juventud, el azar me dio la oportunidad de oír las quejas de una desconsolada madre que contaba a pie de barra las cuitas capilares de su hija de apenas seis años. Por un trastorno hormonal, la cría exhibía a tan tierna edad unos bracitos más propios del hombre lobo que de una ninfette. La culminación de la historia aún hoy creo que no ha perdido su valor como muestra de la capacidad del pueblo para crear metáforas insuperables. La desesperada madre, ante el intento de su interlocutora en quitarle peso al asunto, le dijo a ésta: "Chiquilla, es que la niña con seis años na má ya tiene to er mollete vestío". Que Santa Joanna Hifferman la acoja en su seno.

miércoles, 13 de abril de 2011

La mitad de la vida

R. se sincera en el café. Ha colocado sus Ray Ban frente a él, un espejo doble en el que se reparten dos historias paralelas. Desde el rompeolas de la cuarentena, R. contempla el adensamiento de la vida con la nostalgia del amor y el deseo juveniles. La relación sentimental con su pareja presenta el rítmico y monótono sonido de una fábrica de montaje, sin parones, a veces incluso propiciando huelgas a la japonesa (viajes, cenas, cines, spas, botellas de vino y casas rurales). R. ha soñado esta noche bajo los efectos de los inoportunos calores de abril y el recuerdo de la joven S., con quien comparte jornada laboral. En la escena ambos atraviesan la consabida puerta freudiana para yacer en un tálamo de amor iluminados por la luz blanca que dribla a los visillos: lúbricos primeros planos, una conversación susurrada al oído y la exploración táctil de una piel que lleva la mitad que R. recibiendo los beneficios salinos de veinte veranos.

La vigilia abisma los cuerpos de esta historia. R. apura el café. Me mira un tanto avergonzado después de estas confidencias. "No volveré a ser joven", me recita el rapsoda que surfea sobre mi corriente de pensamiento. La carne es contestataria y mezquina a la vez cuando se arroja a los brazos de cuerpos más jovenes. Me quedo con tres versos de John Donne: "Ve y coge una estrella fugaz; fecunda a la raíz de mandrágora; dime dónde está el pasado". Pues eso.

miércoles, 6 de abril de 2011

La puerta trasera del Paraíso

Creo que no engaño a nadie si digo que el mundo contemporáneo es un paraíso con demasiados expulsados. Individuos que por diferentes causas tienes que acabar dejando este supuesto locus amoenus y cerrar la verja con un malhumorado golpe de despedida. Pero, una vez fuera, lo que se ve al otro lado de la reja es tan subyugante, que al final uno siempre hace lo que puede para volver a esta fête mobile, de inimaginables proporciones, donde se dan cita todas las mendaces formas de vida que pautan los días del hombre y de la mujer de la multitud.

El bisturí es una buena forma de volver a llevar una brizna de hierba paradisíaca entre inmaculados y alineados dientes, mientras se exhiben atributos moldeados al calor de la lámpara del quirófano. Eso está bien, pero ¿qué me dicen del síndrome Sarkozy? Esa inaceptable condición del bajito que sufren algunos políticos a los que les ha tocado vivir el tiempo de las alfombras rojas y las fotos de gabinete ministerial a pie de escalera, sin la posibilidad de disimular la estatura a lomos de un corcel alado, lleva a más tipos de los que yo creía a recurrir a la tecnología Bertulli para añadir la magia de los siete centímetros más a sus zapatos.

En mi barrio un topo de olfato envidiable acaba de abrir una tienda en la que los escaparates tienen cristales glaseados. A estos a su vez se les ha dejado dos discretas bandas para que desde su interior sea posible ver la calle sin ser visto desde fuera. En un ambiente de cuidada intimidad, el cliente puede caminar, probarse y dudar sobre su calzado ante la mirada comprensiva de unos seres que, no sé si por requerimiento de la marca, son incluso más bajos que el comprador. Estos desterrados sólo han de pagar del orden de 120 pavos para dejarse ver de nuevo por las avenidas de la autocomplacencia.

Hace algunos años, cuando todo era una feria en la que se mezclaba el olor de la fritanga con el del primer caldo y el del solomillo, cuando la infelicidad era un estado espiritual con menos lazos de unión hacia lo tangible de lo que es ahora, mi amigo L. se montó en el primer taxi de una parada. Tras unos segundos de desconcierto, esperando que por algún lado apareciera el conductor, el vehículo inició la marcha fantasmalmente. L. se asomó para ver qué extraña criatura podía estar guiando sin asomar ni un pelo por el respaldo. El taxista era un humúnculo mal afeitado que miraba el recorrido a través de los radios del volante como un niño de seis años. Un ataque de tos del hombrecito favoreció la acumulación de flema esputante a pie de boca. El señor no tuvo más remedio que abrir la puerta del coche en marcha para deshacerse del regalito ante el peligro de no poder superar las altas cotas de la ventanilla. Dejo aquí el testimonio de aquel tiempo mágico, donde gnomos, hobbys y gigantes compartían la vida sin trucos barrocos. Salud.

martes, 5 de abril de 2011

Fritanga pseudo-otoñal

Tarde plomiza. Primavera desandada con salto sobre el invierno y de nuevo el otoño. Ojalá fuera así. Del sueño autumnal me sacan los vilanos amontonados al borde del carril bici. “Abril es el mes más cruel”. Siempre el mismo verso de Eliot. Observo que el agua del río de la City tiene la opacidad verde del jade, como si un canal veneciano viniera a desaguar hasta aquí.
Lo mejor de la jornada: enterarme de que el tipo que se casó vestido de centurión (ver "Desapariciones y prodigios japoneses") cometió el anacronismo imperdonable de no despojarse de las gafas y que llegó y salió de la ceremonia montado en una cuadriga junto a su romana esposa. Luna de miel en China. Es lo que tiene la posmodernidad. Al menos podrían haber fatigado el campo de Marte y la vía Merulana aprovechando la indumentaria de boda. El traje de guerrero de Siam se iba del presupuesto.
Acabo el día con un emparejamiento, este sí que divino: Bill Evans y Chet Baker tocando juntitos en un disco que no me canso de oír. Absténganse los amantes del jazz de ataque. Apenas 10 pavos en la FNAC. La portada es un foto-montaje poco conseguido (Chet mirando para California y Bill para North Caroline), pero el contenido es una invitación para desear que llueva toda la tarde y no salir de casa. Jazz de babucha, en el mejor sentido de la palabra.
Se acabó lo que se daba. Por cierto, la primera vez que escuché el verso del bueno de Thomas Stearns Eliot fue en una canción de Danza Invisible: “El fin del verano”. Parece mentira.

lunes, 4 de abril de 2011

Cómo ser Don Draper

El tipo de la foto, un grupo de individuos que firman el magazine británico The Chap y mi gran amigo Víctor Erwing han hecho que Fritanga haya rescatado ropa deportiva y se haya tirado a la calle a pedalear durante una hora. El invierno social ha provocado que el abdomen se expanda hacia los cuatro puntos gordinales y que la inaugurada primavera imponga la dictadura de las camisas planchadas (ya no vale sólo el cuello y los puños) y el cuerpo más o menos decente, tanto como para no tener que optar por la moda hawaiana en el vestir.

El hombre que os mira es Don Draper, director creativo de Sterling Cooper en la serie Madmen. Su elegancia me tiene plantado en el sillón desde hace tres temporadas. Sus planteamientos morales no son de lo mejor que uno se pueda echar a la cara: egoísta, engreído, tendencioso, mujeriego, pagado de sí mismo y con todas esas virtuosas inmoralidades que cualquier hombre desearía atrapar durante unos segundos alguna vez en la vida. Pero los trajes le quedan de miedo. Una mañana me sorprendí escribiendo en un papel “Cómo ser Don Draper” y colocando aleatoriamente esas palabras de vocabulario endocrinológico justo debajo: pan, cerveza, azúcar, bollería, encurtidos, fritanga, etc.


Los chaps son un regalo de la Red: propietarios de una revista y una forma de ver el mundo que dejan clara en su primer Manifesto, invitan a la vuelta a la elegancia británica de entreguerras en un sentido lato de la palabra. Dentro de unas líneas les dejaré leer este fabuloso documento (traducido por cortesía de otro gran amigo: Javier).

Pero sigamos. Por último, os presento al más cercano y expeditivo de todos ellos: el puertorriqueño Víctor Erwing. Una noche caribeña, sentados en la barra de Hilton de El Viejo San Juan mientras escuchábamos un trío de jazz, me dijo algo certísimo: “Mijo, los goldos no compran nunca ropa: siempre piensan que van a bajal todas esas libritas que les sobran”.


Y así andamos. Evidentemente no me da el sueldo para dondrapearme ni para hacer pedidos a U.K. (vean la tienda en línea de los chaps). Cierto es que mi guardaropa lleva unas cuantas primaveras sin ver nada nuevo. Así que he ahí que pretendo dejar de lado el estilo tinaja en camiseta y acercarme a un decente puesto en el ranking de los señores aceptablemente vestidos. Me quedan aún 10 kilos.

Bueno, fritangas, lo prometido es deuda. Os dejo el alucinante Manifesto de esos muchachos escapados de una novela de Evelyn Waugh. Que lo disfruten:

La sociedad ha caído enferma, algún terrible mal aqueja su alma. Nos hemos convertido en juguetes de las multinacionales que intentan convertir nuestro mundo en un recinto de consumo pantagruélico. La amabilidad y los buenos modales están pasando a ser denostados como elementos efímeros de una época que se va, una era en la que los hombres se quitaban el sombrero ante las damas y se podía contar con los niños para que cuidaran nuestro Jack Russell mientra tomábamos una suave y amarga cerveza tostada en el bar del pueblo.
En estos días vivimos en un mundo donde los chicos son enormes criaturas con capucha, que merodean en la oscuridad. El bar del pueblo lo ha adquirido una cadena comercial cuya especialidad es la cerveza lager, que no tiene otra función que irritar nuestro sistema nervioso. Ni que decir tiene, el Jack Russell ya no estaría allí cuando volviéramos.
El Chap propone tomar partido contra esta oleada de vulgaridad. Debemos enseñar a nuestros chicos que las cosas por las que merece la pena luchar no son las últimas zapatillas deportivas de plástico sino un un buen par de brillantes brogues. Tenemos que alejarlos de los cubatas de garrafón y enseñarles a preparar un buen Martini. Que nuestros jóvenes no se avergüencen de sus panzas fofas, esas que intentan ocultar bajo un chándal de nylon; les demostraremos que un buen traje a medida puede disimular el más vergonzante de los cuerpos. Finalmente, aprovechemos la inclinación de los jóvenes hacia la jerga malsonante y cambiemos sus inglés macarrónico de ghetto por agudas e ingeniosas palabras.
Ya es hora de que los Chaps y las Chapettes de todo pelaje se levanten y se hagan notar. Pero no temáis, lánguidos y ociosos: nuestra revolución no se basa en levantarse temprano y en hacer grandes esfuerzos, sino en un mero levantar la ceja por encima del monóculo, pedir una copa de Oporto en el All Bar One, en llevar una elegante chaqueta de punto en nuestra visita al corredor de apuestas. En otras palabras, una revolución de señorío. Asombraremos a las masas con la raya de nuestro pantalón, con la que se podría cortar una hoja de papel; con sombreros con la caída justa como para parar el tráfico; y rechazando esas sustancias acuosas que se nos endosan por parte de cadenas de bares sin rostro. Pondremos de rodillas al poder, que nos implorará un consejo sobre el bien vestir y un sorbito de nuestra petaca.




domingo, 3 de abril de 2011

Desapariciones y prodigios japoneses (sábado 2 de abril)

Hoy bajé a la City temprano. Las librerías estaban bostezando aún cuando el empleado de unos grandes almacenes comerciales me entregaba el acta de defunción de la editorial Quinteto (corran los amantes de Sándor Márai a comprar a precios de siglo XX sus títulos). Andaba buscando Los perros ladran de Truman Capote, que alguno de mis colegas habrá tomado prestado sin dejar prenda ni paradero del volumen que ahora me hace falta. “Se oyen las musas”, un largo reportaje que Capote le dedicó a la compañía de ópera Everyman en el año 55 para dar testimonio del paso por la URSS de un elenco de artistas negros que ponía en escena el Porgy and Bess de Gershwin es lo que necesito ahora. Si alguno de mis lectores se reconoce como beneficiario de la obra, que me la haga llegar amistosamente a pie de barra y no se hable más.

Seguí caminando de vuelta a casa. Constaté que las VIII Jornadas de Rol y Estrategia inundarían la Alameda de Hércules de los predecibles muchachos feblemente amostachados. Más tarde  he llegado a saber (gracias a la información de una amazónica joven aficionada a la cultura japonesa) que  también hoy  se estaría desarrollando el Salón del Manga (IV edición) en el Casino de la Exposición. A ello he de sumar la desasosegante noticia de que en un pueblo de Córdoba unos treintañeros se unirán en matrimonio próximamente acompañados de unos asistentes disfrazados (esa es la condición) de personajes Star War. Cuando un colega de trabajo hace unas semanas me dijo que se casaría vestido de romano, pensaba que el mundo estaba llegando a su fin. Ante tal afirmación, esperé que algún músculo de su rostro se moviera para dar  testimonio de la broma. Impasible el ademán. Es más, me dijo que, gracias a la crisis, una productora de peplums estaba saldando sus fondos y que podría casarse con el rango de centurión.

De vuelta de paseo, con el mal sabor de boca por no poder leer a Capote, saber que la ciudad se transformaría hoy en un sucedáneo de carnaval y barruntando de qué demonios iría vestida la contrayente del centurión, me paré a comprar en el mercado. Un periodista de RNE me advirtió de que el pescado de la plaza de abastos era malo, que tendría que andar unas cuantas manzanas para poder comprar el atún que degluten los padres del Manga. Tan cerca y tan lejos. Es más fácil disfrazarse de Doraemon que comer atún de la tierra. En fin, corto y cierro. Aún me da tiempo de rescatar mis puños de Mazinger (50 tapas de Danone y 20 pavos, años 80) para desfilar en una sección que yo mismo inauguraré: el Manga vintage. Nos estamos viendo, güein.

Mudanza

La mayoría de ustedes con el paso de los años ha constatado que la vida es pura mudanza. No hay duda. Para mí, sinceramente, al voluble y caprichoso cambio de la existencia he de sumarle el concepto de la vida como Pura fritanga: bocados -a veces deliciosos, a veces no tanto- fritos con aceite reutilizado miles de veces en las cocinas de los días y las noches. En esas bandejas que todos portamos encontramos pijotas enroscadas,  gambas coladas de rondón, huevas desparejadas, chocos renegridos por su triplemente repetido viaje por la sartén, etc. Cada una de estas frituras son el emblema de un momento de nuestra vida. Que cada uno saque sus conclusiones.  

Pura fritanga es el nuevo parto de los montes. También es heredera de aquellas Fritangas que vine cocinando desde marzo del 2006 para deleite de los gourmets que se acercaron a ellas por el mero gusto de consumir frito variado. Allá quedan para aquellos que quieran volver a saborearlas. Advierto que las frituras frías caen mal en el estómago. El aceite será el mismo, tal vez algo menos puro y virgen que el de aquellos años, pero el móvil de encender el perol será de nuevo el de salvar entre tanto rebozado el perlado brillo de la fritanga acabada de salir.

Una última advertencia. Rebatiendo posturas especulares y alter-egoístas, aclararé que pura fritanga, mal que le pese a Flaubert, no soy yo. Lee lo mismo que yo, ve lo mismo que yo, viaja a los mismos lugares que yo unos días más tarde y compartimos  a los mismos conocidos.  Le envidio su condición de diletante y su edulcorado cinismo. Aborrezco de sus pasajeras caídas en el sentimentalismo melancólico. Es lo que hay. Bueno, comenzamos: siéntense a la mesa y esperen el primer lance de adobo con mucho vinagre. Bienvenidos.