miércoles, 22 de junio de 2011

La lírica de las urgencias.


Interior de la sala de urgencias de traumatología. Un hombre de unos 60 años acompaña a una mujer en una silla de ruedas que se duele continuamente. El hombre lee Mientras el aire es nuestro, una antología poética de Jorge Guillén. La visión me produce un estado de conmoción celebratoria, un filón lírico que me hace olvidar por momentos el dolor racheado del hombro. Pensé que se trataba de un hombre sensible, dedicado en cuerpo y corazón a cuidar de su amada convaleciente, la cual no paraba de suspirar, ya de dolor, ya de amor. “¡Cállate ya, hostias!”. No doy crédito; el tipo se revuelve en su asiento, mete el libro en una bolsa y saca otro: Luz del mundo entrevista a Benedicto XVI. Intento conectar el exabrupto con el cambio radical de género literario y contenido del volumen. Creo que la Iglesia sigue siendo un elemento perturbador en las relaciones humanas o, al menos, este hecho es la constatación de que, a pesar de las desafortunadas clausuras del Infierno y del Purgatorio, el mal sigue entre nosotros con ropajes de cordero lector de poesía. El tipo me parece ahora un ser despreciable.

Miro hacia el lado contrario. Una joven de treinta y pocos bronquea a un hombre de su misma edad, circunspecto y con barba de dos días. No la mira, sólo llora y escudriña el frente (suena un andante mozartiano mientras sus lágrimas recorren los valles y las atalayas de su gesto). “Si es que eres mu melón, Chini, de baja en el trabajo y dando volteretas en la playa. Po tómate por culo”. Se para la música. Me apena observar que los gestos de amor se desvanecen a golpe de palabra. Mi último intento de encontrar la humanidad que necesito se va al traste cuando un tipo en babuchas (venía de su casa) y con el brazo escayolado se sienta a mi vera. Huele mal, muy mal. Un hedor entre orín equino y sudor embalsamado. El pelo, abundante y efervescente, es una plasta similar a la peluca de quita y pon de un airagmboy. Huyo en busca de un oasis de paz. Una voz femenina sale del techo pronunciando mi nombre: “Sr. Fritanga, consulta nº 2). Me interno en busca de una mano amiga. Me recibe la doctora Santos León, una amazona escultural con gafas de pasta. Esconde en su mirada el secreto de Hipócrates y la sabiduría de un MIR acabado de aprobar. Más en próximas entregas.

POST SCRIPTUM: Todo lo contado hasta ahora es cierto hasta en las comas.

martes, 21 de junio de 2011

La luz que nos queda

  Reconstruir una ciudad asolada por el paso del tiempo es tan difícil como reconstruir un accidente. La ficción en general, ya sea literaria o fílmica, nos ha hecho creer que la recomposición de un crimen, con unos detalles engarzados por un detective o un protodetective audaz, puede hacer que la luz aflore donde sólo había sombra y duda. Mentira vil (recomiendo la lectura de El caso del perro de los Baskerville de Pierre Bayard para desmitificar estas cuestiones).
Tras el susto de ayer, he intentado unir golpe, caída, gritos, magulladuras y dolores para así confeccionar un esquema veraz del accidente, pero no lo logro. Sólo puedo decir que el semáforo estaba en verde para el carril bici, que vi a un tipo parado con su vehículo y al lado una señora que, al oír la sirena de una ambulancia (aún no era la mía), se ponía nerviosa, arrancaba y me llevaba por delante. A partir de ahí lo que hubo: mi grito de advertencia, el golpe seco sobre el capó, la caída sobre la bicicleta y unos metros de erosión epidérmica por acción de la inercia. Luego, una mujer entrada en carnes, de unos 50 años (tengo problemas para acertar con el tiempo en la 2ª edad), con unas gafas de pasta negra, un vestido de Laura Ingalls en La casa de la pradera y un calzado chancletero abominable salía del coche con la cara desencajada y gritando: “Ay, ay, ay, Dios mío, qué he hecho. ¿Estás bien? Ay, ayyyyyyyyyyy”. Yo ya estaba de pie saltando de dolor como un gato al que atropellan en una autopista y da cuatro saltos antes de quedarse tieso para la eternidad. Una joven acompañante salió con la cara descompuesta, lo cual me hizo pensar que mi aspecto era de noche de los muertos vivientes. Un motero intrépido y servicial se ofreció para llamar a la ambulancia y la policía local. Llegaron primero los servicios sanitarios y luego los policiales. “Mueve el brazo. Abre y cierra la mano. ¿Te duele? Te tomaremos la tensión...” Con la tensión por los suelos, sudando cual brócoli plastificado olvidado en el maletero, la visión de las cosas comenzó a blanqueárseme. “Tranquilo, todo está bien. Te vamos a llevar a urgencias para que te hagan una placa y ya está”. He de decir que los locales estuvieron también muy atentos. La maniquea visión del mundo de las parejas profesionales (ya saben: el bueno y el malo, el listo y el tonto, el serio y el simpático...) se daba aquí en su más ceñida calidad. El poli simpático me dijo que si me iba a ir en bicicleta; el otro poli me miró buscando la complicidad del individuo que está hasta los huevos de compartir las 8 horas de servicio con un aluvión de broma de ese cariz.

Lo demás fue rápido. Atestado. Teléfonos. Datos. Disculpas. Dentro de la ambulancia le pregunté, recordando el horror que sentí al ver el documental Sicko de Michael Moore, donde se cuenta cómo funciona el sistema médico estadounidense, si este servicio lo cubría mi seguro. Al tipo le pareció una broma. “Esto lo pagamos todos, amigo”. Uf. Llegamos a urgencias y me introdujeron en la sala de espera. He aquí un lugar donde mirar al mundo. Nuestras vidas estancas en la impermeabilidad de un estatus social fijo (por ahora) no nos permiten ver detrás del telón ni dentro de los hogares que habitan gentes de estamentos distintos al nuestro. Como descubrió Renoir paseando por los Jardines de las Tullerías, la vida verdadera, la que él quería pintar saltándose a piola los preceptos de la Académie, estaba en la calle y no en los estudios ni en los talleres. Lo que vi me pareció lleno de fuerza vital y humana en todos sus aspectos. Para mañana una sutil pintura de lo visto. Sigo recuperándome.

lunes, 20 de junio de 2011

Los estragos del tiempo y de la mañana.

 Una vez, cuando la masa democrática autóctona aún no se había engolosinado por los cruceros, he de reconocer que estuve en uno de ellos. El Adventure of the seas (por aquel entonces el barco más grande del mundo en su especie) partía del Viejo San Juan de Puerto Rico y recorría durante una semana algunas migajas del archipiélago de las Antillas Menores. Para otra fritanga dejo la suculenta narración del viaje. Lo que me interesa ahora es relatar cómo unos de los recuerdos que obtuve de aquel periplo, al cabo de los diez años, me ha procurado un día medianamente aciago.


Uno de mis acompañantes dentro del Adventure, conocido en las islas por ser el único comerciante de gomas de borrar en todo el territorio, lucía una noche una hermosa guayabera con unos bordados finísimos y unas pinzas a la espalda de pura etiqueta tropical. Viendo el amable señor que un ibérico celebraba con tanto halago la prenda, cuando llegamos a Saint Thomas, bajó del crucero y buscó en su habitual proveedor de guayaberas una para moi. Corrían buenos tiempos para el busto estilizado en mi persona y, aun siendo algo ajustada, pude vestirla durante algunas temporadas.

Los estragos de la edad, la afición a libar cervezas y la profusión de barbacoas pre-veraniegas llevan años sin permitirme exhibir tan querido regalo, apreciado por los recuerdos que me trae y porque tengo a la isla entre uno esos lugares míticos a fuer de detalle íntimo: Saint Thomas es uno de mis temas preferidos del saxofonista Sonny Rollins. Con ganas de enmendarme y volver al silfidismo veraniego, he optado por salir en bicicleta a recorrer los parques de las banlieues y alejarme así del sofocante calor citadino. Con estas incursiones he descubierto el bello parque vecino a la banlieu de Saint-Jérôme (Parque del Alamillo junto a San Jerónimo para mis courbanitas). La mañana de hoy era fresca. Al internarme en la floresta boscosa, sorprendí (eran las 8 de la mañana y no había nadie por allí) un grupo de conejos agazapados en la hierba que cuando vieron doblar la curva al túnido en velocípedo echaron a correr. Me sentí, con la luz dorada del amanecer, como Robert Redford y Meryl Streep sobrevolando manadas de antílopes en Kenia. Luego enfilé una larga avenida para recorrer una tarima flotante que han colocado a ras del río y que siempre me trae a la mente Brighton. Matices de esmeralda y de glauco, con el sol rielando sobre la superficie ondulante de un río desperezándose con la ayuda de remeros madrugadores. La mañana era perfecta. Los álamos ribereños acompañaban mis pedaleos hasta casa, cuando en un paso de cebra una señora con su coche me ha llevado por delante de manera aparatosa. Para mañana dejo la relación impagable de los hechos que se sucedieron desde ese momento. Estoy bien. Magullado, pero vivo.

miércoles, 15 de junio de 2011

Tórrida tarde inmobiliaria con eclipse lunar al fondo


Como seres paleolíticos a punto de dar el salto definitivo al neolítico incipiente, en pos de abandonar la vida trashumante y encontrar así el hogar definitivo, hemos dedicado la caldeada tarde del miércoles a la visita inmobiliaria. La espectral voz de la agencia nos cita en un lugar sombreado donde habría un grado menos que en el infierno. Con una gran avenida de la City flanqueando nuestro lugar de espera, vemos llegar a dos seres desparejados por su edad, sus modos y su indumentaria. Él es un hombre de 50 años, acabado de levantar de la siesta (la cara dejaba patente la presencia de una congestión pos-cabezada), con una camisa de rayas azules y moradas desabotonada hasta el tercer ojal (discreta medalla rociera) , un pantalón gris cuya cintura se sitúa justo debajo del pecho y muy por encima del ombligo, y la consabida y sobada agenda sobaquera. Ella es una princesa ataviada con una especie de saco de tela azul índigo. No tiene forma. Parece un trozo de encina embutido en un vestido de fiesta. Por pura coquetería, se ha colocado alrededor de la cintura (?) un leve cordón que circunda su anatomía de estibador. Luce pernil a partir del muslo, dejando ver unas fornidas piernas extrañamente decoradas por eccemas y picaduras de mosquitos curadas a base de uña. Un último apunte de coquetería remata el tipo: en unos zapatos con moña y dedo al aire, un desmañado pulgar se bate violentamente con el segundo artejo que pugna por salir a tomar el aire. “Rafael, Rafael, Rafael, ¿usted es Rafael?”, me pregunta el tipo dirigiéndose hacia mí para estrecharme la mano mientras un camión de bomberos con la sirena puesta cruza la avenida. Con alguna dificultad para discernir qué estaba pasando, pienso que ambos vienen juntos pero que cada uno ha quedado con un primo diferente. “Entonces... ¿tú eres Libertad?, pregunta la princesa”. Después de darle solución al enredo, el tipo se dirige a la joven con indisimulada desfachatez: “Niña, vete por la calle de atrás para que no se encuentren los tuyos con el mío”.

Seguimos a Lucía hacia la cueva. Sus pisadas de estirpe paquidérmica se entremezclan con la verborrea trivial de todos los agentes inmobiliarios: ¿qué queréis: comprar o alquilar?; mucho calor ya, ¿eh?; no sois de Sevilla, ¿no?; ¿habéis visto ya muchas cositas?, etc. Avanzamos. Me pregunto en qué día estas inteligencias comenzaron a poblar el planeta sin que nos diéramos cuenta, y por qué nosotros, criaturas menores, hemos de merecer el trato infame de tales individuos. 

Llegamos a la puerta del edificio. Como es costumbre, empieza ahora el empacho de obvio descriptivismo con algún apunte que Lucía se ha trabajado con denuedo: No tiene ascensor, pero las escaleras se suben muy bien (hasta un tercero). Hay cuatro vecinos por planta (una niña de 3 años aproximadamente, jugando en las escaleras en bragas, nos ve, sale pitando hacia arriba y cierra nuestra breve relación con un portazo volcánico). Ésta es la cocina. Los espacios son muy útiles (?). Aquí vivía antes un matrimonio con muchos libros (cara de asombro mezclada con algo de asco). Dejan el aire acondicionado (nadie se lleva un split más amarillo que los ojos de un tipo con ictericia). La terraza da para poner dos sillitas y una mesita (el diminutivo no es usado aquí frívolamente). La pared de la habitación está insonorizada... Me parece apasionante la capacidad para construir un mundo verbal sobre el evidente mundo de la materia. Se trata de un ejercicio filosófico de gran calado intelectual. Su desigual muestra de palabrería culmina con la ejecución de unos pretendidos pasos de ballet para hacernos notar que en la habitación más grande cabe una cama de dos metros: con dos zancadas nos indica que ello es posible y que, además, habría espacio suficiente para no tener que reptar por la pared para cruzar hacia el otro lado del tálamo. Rápidamente calculé que esos toscos pasos podrían recorrer tan sólo metro y medio, ya que el ángulo que formaban sus dos piernas extendidas y abiertas todo lo posible, bajo el influjo del vestido ceñido y el peso de esta ninfa inmobiliaria, sería de 45º.

Lucía nos besa y se despide. Nos aclara que el precio de la vivienda, “a pesar de lo que dice la gente”, no va a bajar. “Si encuentro algo que se ajuste a vosotros, os llamo”. Bajo el sol de la tarde volvemos a casa con un único afán: ver el eclipse de luna que nos hará olvidar por un rato que somos un breve rasguño en la tela asfáltica del tiempo. Good night, my friends.

miércoles, 8 de junio de 2011

Un verano sin islas

En 1897, Somerset Maugham dejó su carrera médica en Inglaterra y anduvo por España. De su primera visita a Sevilla escribió: "Me dejé crecer el bigote, fumé cigarros filipinos, aprendí a tocar la guitarra, compré un sombrero de ala ancha con la copa plana y me paseé muy orondo por la calle Sierpes con el anhelo de adquirir una capa con vueltas de terciopelo rojo y verde". El escritor no pudo darse el lujo de colocarse la capa, pues aquellos años de juventud fueron, según sus propias palabras, "una constante lucha con la pobreza". Más tarde, el éxito teatral de Lady Frederick le traería la fama instantánea.

Me entero de esta anécdota por casualidad. Esta mañana, cuando me he acercado a la biblioteca del barrio a devolver algunos libros, a la salida me he topado con un montón de volúmenes amarilleados por el polvo del tiempo sobre una mesa pequeña y con un cartel manuscrito descuidadamente: "Libros gratis". Se trataba del expurgo al que las bibliotecas recurren para aliviar sus estantes. En este caso supongo que se trata del alivio provocado por lo poco valioso de las ediciones y su evidente estado de deterioro. La anécdota de Somerset Maugham está extraída del breve prólogo que abre Diecisiete narraciones perdidas (Plaza & Janés, 1972), una colección de cuentos primerizos del autor. Curiosamente esto me ocurre el mismo día en que me llega la noticia de que la Biblioteca Pública Infanta Elena de Sevilla, a partir del 16 de junio, sólo abrirá cinco horas por la mañana y ninguna por la tarde, es decir, un verano de servicio de 25 horas a la semana.

Para los que tengan la suerte de surcar el azul del cielo a la búsqueda de otros paisajes, o los que puedan agarrarse al afortunado salvavidas de unas vacaciones fuera de su espacio habitual, esta estricta reducción de las horas de apertura del edificio les resultará algo sin importancia, como parece que les resulta a los responsables directos de esta decisión. Recuerdo que en los veranos de mi niñez no pasaba nada, ni siquiera el tiempo. No había piscinas municipales en mi pueblo, las gaviotas eran seres lejanos y fantásticos que alguno vio en contadas ocasiones, la tregua al calor te la daba la noche (no todas) y los muslitos infantiles apoyados sobre las baldosas frescas del zaguán. Un libro se convertía en la única isla a la que poder escapar. Pepe Travé, padre de mi amigo José Gabriel, me salvó la vida un verano completo. Leí con frenesí todo lo que podía apañar de su biblioteca: Cervantes, Dostoievski, Unamuno, Cela, Ana Mª Matute, etc. Completaba esta nómina de autores con los que descansaban en las baldas de la biblioteca local. Así fueron unos pocos veranos que no sólo me rescataron del spleen estival, sino que me regalaron además las luces de otras épocas y otras geografías.

Las bibliotecas se han convertido en meros lugares para estudiar, en los que los lectores-lectores sólo pueden tomar su libro y volverse a casa para encontrar un asiento donde desentrañar el contenido. Tal vez el verano sea la mejor época para retomar la relación con estos centros, desalojados hasta septiembre de un gran porcentaje de estudiantes, y para aliviarse del calor y la pobreza en estos tiempos difíciles para muchos. La cultura libresca gratuita es un puerto delicioso al que acudir tras dejar el proceloso mar de las limitaciones que se plantean en estos momentos. Mientras que se siguen cerrando interesantes propuestas públicas culturales  y antilocalistas (el Espacio Iniciarte, en la antigua Iglesia de Santa Lucía, ha pasado a ser por arte del birlibirloque institucional un edificio de la superpatrocinada Agencia Andaluza del Flamenco), la rueda sigue girando. En marzo, muchos británicos cabreados por los recortes culturales de Cameron, que iba a perjudicar estupidamente la envidiable red de bibliotecas del país con su reestructuraciones, se echaron a la calle a protestar. A ver qué hacemos por acá.

Si el joven Somerset Maugham pasara el verano de andalucismo tópico –guitarra, sombrero de ala ancha y capa española (esto último con cuidadito)–, compartiendo su "constante lucha con la pobreza" con sus iguales en el agosto sevillano, tendría que leerse el nombre de las calles nada más. Un verano sin islas es un verano sin sueños.

Para terminar, amigos fritangas, les dejo un enlace que da la medida exacta de para qué sirve una biblioteca hoy día: http://es.noticias.yahoo.com/video/nacional-1428525/se-sube-en-una-mesa-a-bailar-en-medio-de-una-biblioteca-ante-el-asombro-de-los-asistentes-25493518.html

Sueñen frente al ventilador y, si fuera posible, abracen un libro. Hace el mismo ruido que un aire acondicionado Fujitsu, pero refresca más. Feliz verano.