viernes, 30 de septiembre de 2011

Ja sóc aquí

Huyendo de la calima septembrina, ayer tomé un avión y me vine a Barcelona. De nuevo el low cost me salva del desnutrido ambiente de los días laborables. En la cola me topo con fugados como yo y con habitantes del mundo de la empresa y de los congresos de fin de semana.  Una mujer de 45 años, con unas mechas puestas muy probablemente por su cuñada, comparte una animada conversación con dos tipos de más o menos su misma edad. El más elegantemente vestido (camisa a rayas, vaqueros desfondados y zapatos en punta con hebilla) afirma que lo más interesante del congreso será la ponencia “Dermatología de pequeños animales. Nuevas alternativas”. El otro le dice tajantemente: “estoy harto de las cobayas”. Los tres miran al suelo reflexivamente y dejan de hablar durante unos segundos. La fila se mueve.

Dentro de la cabina el piloto se presenta como el Capitán Víctor Hugo. Cuando repite la retahíla en el inglés normativo, le suma un “da Silva” al nombre del insigne escritor. Pienso en el orgullo herido de los posibles súbditos de la Reina de Inglaterra que pudieran estar en el pasaje. Un autor francés, negrero literario, que controla los mandos de la nave, bien podría tratarse de una burla de mal gusto, de ahí la inclusión del apellido. La gran literatura siempre fue cosa de los otros. Duermo. Tomamos tierra y un tipo llama a Anita: “Anita, ja sóc aquí”. Anita lo esperará a la salida y, además,  ya sabe que está aquí antes de que él la telefonee. El móvil inútil de los aviones. La nueva terminal del Prat no tiene la constitución ósea de cetáceo que presenta la T4 madrileña, sino que presenta un aire entre pabellón de deportes estadounidense y planta de cosméticos de unos grandes almacenes.  El suelo color azabache brilla con ostentación. Sigo a un calvo que venía conmigo en el avión y me lleva hasta la salida. Un bus (5.30 €) me lleva hasta Plaça de la Universitat. Los manifestantes contra el estadista-lingüista Artur Mas no llegan a paralizar la circulación esta tarde. Al fin en la Ciutat.

Me tomo unas cervezas Moritz en una cafetería moderna (ya saben de qué les hablo) de nombre Lletraferits, que sin complejos pone un disco entero de Sabina. Pienso en que en nuestra City no habría ningún local de la zona moderna (ahora también saben de qué les hablo) que tuviera el arrojo de poner la misma música. Estos tipos tararean a Joaquín y te cobran en catalán sin complejos. La noche se expande entre paquis y garitos de mojitos y chaise longue. Adoro Cataluña. Mañana más.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Publicidad rural

Mi frutera se llama Ana. Combina un cuerpo descomunalmente gordo con una delicada voz y un afectuoso trato. A su negocio acude un variopinto elenco de señoras del pueblo. Las conversaciones se alternan, se pisan, se relevan. No existe el silencio entre la muda podredumbre del tiempo que se posa de forma casi imperceptible en los tomates y en los que allí acudimos. Esta mañana anduvo por allí Toñi, una mujer con la que he compartido mostrador alguna vez. Toñi es una madre amantísima que siempre se demora en algún detalle familiar. Dudo que conozca la diferencia entre el ámbito público y el privado, entre el registro informal y el formal. Su expresividad está llevada hasta sus últimas consecuencias: “La Toñi chica, hijaputa, ya es la 5ª vez que presenta al práctico del coche. 'Mamá, es que me pongo nerviosa con er tío a mi lao', dice. Como no me lo saque esta vez le meto un estacazo (sic) que la esnuco”. Se dirige a la frutera, pero busca mi complicidad por el rabillo del ojo. Intento no mirar al basilisco por una mera cuestión de libertad civil: congraciarme con ella podría llevarme a sufrir situaciones engorrosas de aquí en adelante. Me concentro en el verde radioactivo de las mandarinas –ASAJA ha recomendado hoy a los naranjeros que se dejen de tonterías y permitan madurar en los árboles a los cítricos–. “Niña, estas mandarinas están para tirarse de los pelos der pecho”. Ya está, no cabe mayor exactitud en tan pocas palabras. La imagen tiene expresividad, plasticidad y creatividad. Me la imagino trabajando con Don Draper en Sterling, Cooper, Draper & Pryce, dejando a la pobre Peggy para ir a por hielo. Este monstruo de la publicidad rural se va. Me deja a solas con la gigante y dulce Ana. Me cuenta que este fin de semana se irá a la playa. Le gusta que no haya nadie. No puedo dejar de imaginármela desnuda, trotando desbocada, jadeante y risueña hacia el mar gris del otoño. Ana se merece todo el mar. Ella no lo sabe aún. Espero que pronto alguien se lo diga al oído.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Correr con la memoria del verano a cuestas.

En el tórrido verano del midi galo me acerqué hasta Avignon, una ciudad bulliciosa en su centro, como huevo cuya yema refulgiera frente a la blancura de la clara; quiero decir que, quitado los vestigios papales que concitaban a la multitud, la vida transcurría y se recogía a las afueras con una serenidad puramente europea que obligaba a los escocidos turistas a refugiarse en los bidés (si es que los hubiera) y en la crema refrescante para los muslos interiores maltratados por las caminatas diurnas. Me tomé tres botellas de Perrier en una terraza siguiendo los avances hipnóticos de un grupo bastante nutrido de cristianos croatas que bailaban una especie de sardana febril y eterna reunidos en torno a la plaza. El cantante local se me sentó al lado. Soltó una parrafada vocinglera de la que pude rescatar alguna alusión inflamada contra Benoît XVI y algo sobre sus derechos como artista callejero, la France y el laicismo de Estado. Me miró buscando complicidades de última hora. Mi francés es tan bueno que sólo me da para sonreír discretamente. Dijo algo sobre el turismo de masas y se fue con la mecha encendida y la pólvora mojada.

Dentro del Palais des Papes (sin refrigeración ni alivios pétreos posibles para el calor sofocante de agosto), aprecié los hermosos frescos de la Cámara de los ciervos, el gabinete de trabajo del Papa Clemente VI. Por allí anduvo Petrarca, que casi le debe lo mejor de su producción al mecenazgo del pontífice y al hecho fortuito de cruzarse con la joven Laura en la Avignon de la época: Trovommi Amor del tutto disarmato/
et aperta la via per gli occhi al core,/ che di lagrime son fatti uscio et varco (Hallome Amor del todo desarmado,/
y viendo abierta al corazón la vía,/ por los ojos entró con desenfado). 

De vuelta al hotel, el Ródano, con su verde añorando el azul nizardo, resplandeciendo con la última luz de la tarde y atrapando entre sus ondas el éter celeste que huía hacia el índigo, me dejó en el sosiego letárgico que me guió hasta la cama. Pienso hoy en todo ello tras acompañar el silencio cenagoso del río de la City con mi respiración entrecortada. Mi preocupante y paulatina pérdida de cintura me ha arrojado a las pistas de running urbano. No he podido dejar de recordar al gran filósofo de la postmodernidad, Enmanuel du Rose, que en su Breve tratado de la carrera anotaba que un día, principiando la actividad deportiva, notó que un hombre corría a unos docientos metros de él. Con afán de superarse a sí mismo, aumentó la velocidad para darle alcance. Durante unos segundos soñó que aquel ímpetu lograba otorgarle a su cuerpo una velocidad prodigiosa, pues se iba aproximando a la presa con una rapidez digna de un héroe clásico. Al cabo de unos cuantos segundos más, la presa pasó a su lado. Según dejó recogido en su famoso breviario, se paró en seco, analizó la situación y dedujo que, además de unas cuantas carreras más, le hacía falta una urgente revisión de la vista. Molido, pero con la memoria de Laura entre las hebras del verano, me acuesto, pensando que lo mismo también el pobre Petrarca  hubo de trotar por las calles de la ciudad papal tras la coronación  de Clemente VI. En los festejos, entre otras muchas cosas, se deglutieron 119 bueyes y 40.000 huevos y, ya se sabe, los poetas áulicos tienen muy buen saque. Salud.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Directores generales visitando a los curritos

La Directora General de nuestra empresa nos ha honrado hoy con su presencia inaugurando un nuevo edificio que coloca a la factoría en las más altas cimas de la excelencia productiva. Los directivos locales han sabido disponer al milímetro detalles de distinción que cualquier mente preclara habría sabido apreciar: de la noche a la mañana han surgido agradables macetones de naturaleza interior comprados en los viveros de la hipermodernidad (Ikea?), se ha dispuesto un historiado atril a los pies de las tres banderas que, como trabajadores obedientes y abnegados, nos han de hacer vibrar de orgullo fabril, y se ha colocado una lucida placa que esculpe en el mármol blanco de la inmortalidad tan mágico momento (metraquilato obsceno, con letras de verde corporativo, atornillado a la pared).

Debido al escaso espacio del que se dispone en el lugar de tan magnas honras, los directivos locales han considerado peligroso que el grueso de los operarios y de los jefes de sección anduviéramos sufriendo tales estrecheces y han visto oportuno que, en lugar de presenciar el vuelo grácil al caer de la seda que ocultaba la placa, nos quedáramos atendiendo el trabajo de los obreros en nuestros respectivos talleres, imaginando de lejos discursos complacientes y bienintencionados de unos y de otros. Desde mi taller se oyó, apagado pero vigorosamente ejecutado, el himno de nuestra corporación (grabación oficiosa llevada a cabo por una banda de música sintetizada y algo pasada de revoluciones). Los operarios a mi cargo tuvieron un conato de rebelión, excitados al oír una música tan identificable para sus corazones. Hube de convencerles de que en el submundo de los asalariados también tendría lugar una celebración a la altura de su clase.

Se acallaron los clarines y comenzó el 2º movimiento: nuestra Directora General quiso dejar constancia de su estadía en el nuevo edificio tomando contacto con la clase trabajadora. Abrieron la puerta de un taller donde 30 individuos se entregaban con denuedo a fabricar algunos escritos. La comitiva al completo se introdujo en la estancia. Sonrisas untuosas y flaunerismo buenrollista entre las mesas de labor. La Directora General se mostró muy interesada particularmente por algo externo a la actividad habitual de nuestros curritos que, sin embargo, daba la medida de su humanidad: “Niñas, qué uñas más bonitas tenéis”. Dos de nuestras más díscolas empleadas sonrieron. El calor era sofocante en el interior del taller. Aprovechando la presencia de una figura tan relevante en nuestra empresa, algunos muchachos de al fondo, cuellicortos y sofocados por la temperatura de corral de pollos que se sentía, gritaron airados: “Quilla, ¿el aire acondicionao pa´cuando?”. Qué mujer, qué cintura dialéctica, qué intrepidez política. Sólo tuvo que sonreír y responderle que no se preocuparan, que se tiraba un muro y ya estaban en la piscina municipal. No le faltaba razón a la señora, pues el polideportivo del lugar colinda con el nuevo y caluroso edificio. Las cámaras de la televisión del Grupo empresarial recogieron todo menos estos momentos tan deliciosos. Qué pena. “Adiós, adiós. Ahora no tenéis escusa para no trabajar con este edificio, ¿eh?”. Qué bello todo, Dios mío. En fin, besos, fotos, apretones de manos, más fotos y despedida. Eché de menos que alguno de los nuestros no hubiera visto Amarcord, documento cinematográfico nutridísimo de gestos contra el poder establecido, amuletos contra la autocomplacencia desnutrida de nuestros padres de la patria. En fin, me siento en la silla desfondada de mi estudio a soñar con mundos imposibles y a escuchar Le nozze di Figaro. Sólo en el arte se esconde la verdad. Ciao.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Productos ibéricos, sexo y archivos de video

Por la mañana el sol atraviesa la ventanilla del conductor. Un comercial de productos ibéricos con 39 años surca la provincia ignota de las probabilidades de negocio con el reloj de pulsera de 2000 € espejeando en el techo del habitáculo por obra y gracia de la luz solar. Le divierte el juego. Es un hombre metálico con una visión metálica de la vida. En cuatro años ha comprado un par de esas viviendas que los parvenu (rastacueros en su acepción draénica) llaman con soflama segunda residencia. También ha adquirido tres coches de lujo y participa como principal socio en un restaurante de disseny que toma el dudoso nombre de La banderilla. Se casó con Silvia hace 4 años. Ella se ha retirado del mundo laboral por mero aburrimiento: la venta inmobiliaria, con un marido que le promete la juventud eterna a base de productos de Lancôme, gimnasios de techos cristalinos y spas exclusivos, no es más que un engorro, un obstáculo estúpido que evita el disfrute del gran mundo. A Silvia le fastidia cuidar al cachorro que ambos han puesto en circulación. El empeño fue más de él que de ella. La dieta Dukan era una vulgaridad abrazada con ansias de compradores de bulas un día antes del fin del mundo. Silvia sabía lucir palmito sin recurrir a cañonazos proteínicos como hacían las cuatro semigordas (hartas de salvado de avena) con las que desayunaba antes de ir al gym. El embarazo la mató.

Nuestro hombre se llama Pedro. Pedro, mientras que su mujer agita el biberón de leche en polvo en la cocina (“dar de mamar ni loca; con los pezones no juego”), piensa en aparcar el Q7 al pie de la nave de su mejor clienta, sacar el equipo y montarlo en el reservado que la oficina de Victoria esconde detrás de una puerta de seguridad. Victoria es una empresaria de la misma edad que Pedro, torneada y bronceada por los avances de la técnica estética. Su relación comercial ha subido unos peldaños desde aquel dia en el que ella le sugirió que el morcón ibérico era su producto más ansiado. Un enigma pleno de ordinariez, espetado desde unos labios recién pintados, que Pedro no tardó en descifrar. Ahora se ven poco. La ruta del morcón se ha desviado hacía el Este de la provincia y nuestro hombre se las ingenia para que sus querencias se alivien de alguna forma. La manera de matar el gusanillo desde casa era sofisticada pero sencilla: decidieron grabar sus encuentros comerciales con una cámara y un trípode apoyados en una mesa. El objetivo abarca toda la extensión de una chaise longue de piel negra, archivando posturas y embates. Teatro filmado como en las primeras películas de Chaplin. Al principio les pareció que esas secuencia de un solo plano, habituados como estaban al porno móvil, eran un torpe remedo de las grandes escenas del cine erótico. Pensaron en llamar a la Loli, “una niña que trabaja en el almacén y a la que le gustan mucho las cámaras”. La Loli portando el aparato y recorriendo en primerísimos planos las pieles perladas de su jefa y de un cliente resultaba artísticamente interesante, pero escasamente digno. Además, luego habría que callarla con ventajosas prebendas que pondrían en peligro el buen ambiente entre los curritos. Plano fijo y a intentar dar la mejor cara en escena.

Silvia sospecha. Sospecha de que Pedro se quede hasta las tantas delante de la pantalla de su portátil; sospecha de que, cuando el niño llora, nunca acuda él, despierto como está y grite “ve tú que ahora no puedo”; sospecha de que conteste a las llamadas de su móvil en la terraza y con la mano embozando su boca. Ante la sospecha, lo mejor es actuar. Tras una rutinaria inspección de carpetas en la pantalla del portátil de su marido, una mañana descubrió archivos de video que contenían escenas grabadas en HD: una mujer desnuda se toca el pelo apoyada en escorzo en un sofá; una mano masculina mueve la cámara y la coloca enfocando a la mujer, que se lubrica la vagina con maña afectada; el hombre acude desnudo a la llamada de la fémina; ella le hace una llave, le planta la espalda en el cuero negro del ring y lo cabalga mirando de vez en cuando a la cámara, riéndose de forma estentórea con la cabeza en un tris de descolgársele; el hombre asoma también su rostro, apartando el torso desnudo de la Afrodita del morcón. Doce archivos de video con “variaciones sobre un tema erótico” protagonizados por el marido y esa mujer tan simpática con la que coincidió en la entrega de premios de “Los ibéricos del año”.

Ayer me llamó una amiga. Me contó que una colega vendía !ya¡ un ático recién reformado. Se separa por una excentricidad del marido. No pide mucho, casi nada. Pide que el eje de la Tierra se quiebre e invierta el orden de los días, las semanas y los años. En fin, de la vida misma. Me entristece observar que esos deseos tan humanos vengan animados por el coste del amor en tiempos de la Hipermodernidad. Sean buenos, my friends.


viernes, 16 de septiembre de 2011

Cocodrilos, monos y coche-cama

El martes pasado se escaparon 2000 cocodrilos de un parque turístico a las afueras de Pattaya, localidad tailandesa donde las lluvias torrenciales provocaron que el Million Years Stone Park se quedara sin esta considerable población de reptiles. Hasta la fecha, sólo se han logrado capturar 28 ejemplares. El gerente del parque hizo notar su preocupación ante los medios de comunicación por la posibilidad de que se procuraran alimentos entre la población local, acostumbrados como están a recibir la comida en cautividad directamente de la mano del cuidador a sus fauces. La semana pasada, en el mismo país, un hombre fue devorado por nueve perros tras volver de vacaciones. Al parecer, se olvidó de dejar encendido el dosificador de pienso para las mascotas. 


El mundo tiene sus peligros, que duda cabe. Mi amiga Fatima le dedicó unos días del bello verano al Reino de Siam. Tuvo que salir pitando del Templo de los monos, al norte de Bangkok, cuando comenzó a acariciar a uno y el resto de la población decidió que la joven exploradora iba ser objeto de sus deseos simiescos. Ella y Joaquín huyeron encima de la bici que habían alquilado, dejando atrás una estela peluda e histérica de monos despechados. Eso sin contar las estafas de taxistas de pega, vendedores de falsificaciones occidentales y “policías turísticos”, invención local con la que los más espabilados invierten la balanza a favor del tercer mundo para sacarse unos thai bats en plan simpático al primero.

Mi amigo Rubén me reconoció que cuando llegó a la India con su amada estuvo durante las tres semanas que duró el viaje recitando mentalmente, como una oración posibilista, este extraño mantra: Ma-ta-las-ca-ñas. Once horas en coche-cama, compartiendo el catre con hindúes amigables por mera conveniencia en cuanto echaba la chapa de los párpados, bastaron para desear la costa de Huelva por encima de cualquiera cielo naranja al atardecer sirviendo de fondo a palacios de ensueño.

La masa democrática tiene estas excentricidades. La dromomanía sigue haciendo estragos en las almas fieles a los suplementos dominicales y al Lonely Planet. La fuga, siempre la fuga. Hoy mismo, una compañera de trabajo me daba sabias lecciones sobre lo innecesario que puede llegar a ser un viaje de más de quince horas. En Puebla del Río, a treinta minutos de la City, cruzas el telón gomoso del tiempo y te encajas frente al espectáculo de ver pasar los cargueros remontando el río, en la tarde, a la vez que una inmensa luna traspasa de lirismo la escena. Me lo narra con un entusiasmo impropio del lugar. Añade que ha encontrado en el pueblo una taberna de toda la vida donde sirven tapas de carne de caballo. Qué fácil y qué barato.

Pienso en los 1972 cocodrilos que reptan aún en la noche tailandesa en busca de un bocado. Oigo el grito enloquecido de monos cleptómanos que se juegan a los dados la mata de pelo que le robaron a la dulce Fátima. Huelo el agrio sudor de los eventuales compañeros de cama de Rubén en el coche-cama. Nos vemos en la Puebla, my friends.

martes, 13 de septiembre de 2011

El Minotauro y las ninfas

Las narraciones ajenas a veces le confieren a la realidad una extraña luz que, mal que nos pese, muestran ante nuestros ojos la bola de cristal en la que el pueblo alemán al fondo, con la nieve en el mismo momento en que esta se asienta tras la sacudida de muñeca del turista en la tienda de recuerdos, finge ser verdad. Me cuenta un compañero que en su centro de trabajo ha habitado hasta el pasado curso un Minotauro, un animal fabuloso de complexión majestuosa, que había decidido por su cuenta y riesgo montar oficina en el recóndito aseo de la última planta del edificio. Durante la media hora del descanso del personal, su servicio resultaba plenamente satisfactorio para quien pudiera sortear el aguerrido celo de los guardianes de pasillo. Esta divinidad fue –hasta que duró el garito– un semental olímpico, una boca de riego seminal que apagaba el fuego de las púberes que se beneficiaban de este servicio gratuito. Condiciones del contrato: cita previa, máxima discreción, puntualidad y nada de gritos. Se aconsejaba también una indumentaria sencilla y alguna prenda que sirviera de mordaza por si las moscas.

Pero, claro, cuando el polen dorado del cielo se espolvorea sobre las flores de un jardín, el de al lado acaba por oír el rumor, ese susurro creciente que se convierte en una vaharada capaz de incendiar un bosque en la noche. Una joven se permitió el desliz de emitir un trino celeste que desquebrajó las jaulas cristalinas donde habitan los secretos. Los vigilantes no tardaron en llegar a las inmediaciones del habitáculo del placer. El dios salvaje de 18 añitos atenazaba entre sus fornidos brazos a una ninfa natural del pueblo vecino, la cual enredaba a su vez sus cuatro extremidades en torno al robusto tronco del muchacho.

Fin de fiesta. Expediente, expulsiones y no mucha más investigación. Silencio abisal y saudade de aquellos tiempo lúbricos que no volverán. Las ninfas miran ahora en el patio, cariacontecidas al morderse las uñas, el cristalino borboteo de la fuente incesante de donde beben.

En la era del ADSL, ubicuo y celebrado por los tecnófilos, parece que la velocidad (rapidez) y la efectividad (exactitud) son los rasgos más sobresalientes de nuestro tiempo. Ya lo dejó dicho Italo Calvino en su Seis propuestas para el próximo milenio, libro que siempre recomiendo a los fervientes admiradores de la inteligencia humana (lo editó en su momento Jacobo Fitz-James Stuart en Siruela, ese que ahora anda litigando con su casadera madre por unas fincas de nada). De la misma manera, lo del Minotauro y las ninfas admite la combinación de dos sustantivos que, en este caso, se confunden mutuamente: monstruosidad y grandiosidad. Depende del humor de cada cual que tomemos uno u otro, o ambos al mismo tiempo, como cifra del asunto. Oh, el gran mundo, amigos.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Tapones de Vespino

Esta mañana, en un afamado restaurante del lugar donde trabajo, me he encontrado con el pasado adolescente. El encuentro estaba teñido de colores tragicómicos. Al principio sólo reparé en que un individuo de polo azul con banderita nacional ribeteada en el cuello del mismo y un moreno de agosto trepidante tomaba cervezas con una joven de pelo rubio-dudoso en la terraza soleada del local. Ambos observaban con inquietante interés un Porsche Carrera 911 aparcado justo delante de sus narices. La chica reía con histerismo de hiena todo lo que su acompañante le decía. Me senté al otro lado de la terraza. La risa seguía. La chica se levantó y fue hacia el coche, una especie de París Hilton después de hacer un cameo desafortunado en un episodio del Correcaminos: la caída de un yunque gigantesco sobre su cabeza la había achatado por los polos. Luce mal los pantalones pitillos y los tacones. Abre el coche con la colaboración del joven, que desde la silla acciona la cerradura para que ella extraiga del interior un paquete de tabaco, no sin antes introducirse en la boca algo así como una minipalmera azucarada que deglute con la boca abierta mientras vuelve a su asiento. El espectáculo es deplorable. Siguen riendo.

En vista de que la fama del local no da para tener camareros que atiendan la terraza, me adentro en el establecimiento y pido mi bebida. Un tipo de 60 años me perdona la vida y me sirve. Le dice a otro que permanece acodado en la barra que el colega de fuera y la gorda han quedado con el Lili para venderle el coche. Se ríen. Todo el mundo se ríe esta mañana. Yo no. Entre otras cosas porque hace un rato que he reparado en que el del Porsche es de mi pueblo; que en su tierna adolescencia cruzaba el pueblo a horcajadas de un Vespino rojo (Snoopy nacional y pegatina de Levi´s); y que su mayor afición era mangar tapones de gasolina de todo velomotor que se preciara para venderlos luego a precios asequibles a los mismos muchachos de cuyas motos salían.

Servidor no tiene querencia alguna hacia otros bienes materiales que no sean el jamón ibérico, el té chino (si este binomio es creíble) y el chocolate negro (si este trinomio también es creíble). Un coche es una máquina contaminante que sirve para transportar individuos con más o menos dignidad. Si es seguro y amplio, mejor. Un Porsche Carrera 911 no está hecho para mí. Siento desalentar a mis admiradoras. Cuento todo esto porque, de vuelta a casa, no he podido evitar pensar en lo que han ido transformándose los tapones de Vespino con el paso de los años para acabar dando el flamante artilugio. Puestos a calibrar el éxito obtenido a lo largo de la existencia de este ser, exponencialmente se trata de un hombre exitoso digno de figurar en la lista Forbes de la microeconomía. Creo que me equivoqué aquella noche cuando, montado yo de paquete en otro Vespino con mi amigo Marquito, hice caso omiso de una indicación luminosa acerca de un ciclomotor aparcado que aún mantenía intacto su tapón y que el prenda nos dejaba para iniciarnos en el mundo empresarial. “¡Ya es tuyo, chavááááááááááá!” gritaba a la vez que hacía un caballito con su moto. Qué diferente habría sido todo.