lunes, 28 de noviembre de 2011

El infierno son los otros (o casi)

Vengo de una de las sucursales del Infierno que hay en mi barrio: el Día de la esquina. Acabo de presenciar una bronca entre una joven embarazada y una pija anoréxica. Al parecer, la primera ha intentado colarse y la otra no la ha dejado. A partir de ese momento todo ha desembocado en un cruce de insultos cada vez más surrealistas. La embarazada (gafas de pasta lila y blanca): “no tienes vergüenza, eres una pija y vienes al Día a comprar”. Pija (tipo compuesto por todos los adminículos que se le supone al personaje –bolsón, botas de caña de montar, jersey de caja con bufanda a cuadros, etc.– pero todo de procedencia oriental): “¡A mí no me miras de arriba a abajo, gilipollas! ¡Qué te laves el pelo, soguarra! ¡Yo soy una señora y tú eres una gilipollas! ¡Perroflauta!”. Unas niñas pequeñas uniformadas de colegio concertado miraban desde detrás de la caja la escena con gesto de interés. Su madre no ha celebrado de igual manera este entremés de verduleras. Observo las caras de los que aguardan pasar por el pitido del lector de barras. No muestran ninguna consternación, sólo desencanto y tristeza, extenuados como están por los rigores de la economía abisal. El Día es el supermercado de las ojeras, los glúteos estriados y el desencanto. Otros establecimientos de este tipo, el de los parvenu, el de los evadidos de su estamento con ínfulas de pertenecer a una estirpe a caballo entre la alta alcurnia y la clase media. Al fin y al cabo un estrato social híbrido y bicéfalo, tierra de nadie en los manuales de antropología contemporánea, que el satírico, escritor y suicida Maurice Joly (1829-1878) ya había analizado para el mundo en un libro esencial para nuestro tiempo, El arte de medrar. Manual del trepador (Galaxia Gutemberg, 2002). Aquí se retrata a la perfección, siglo y medio antes, el espécimen humano que poblaría las playas y las ciudades de vacaciones de principios de siglo XXI.

A esto, mal que nos pese, estamos abocados si no nos afanamos en ser otra cosa. Esta tarde estuve a punto de sumarme a la feminomaquia. Opté mejor por parapetarme detrás de las inocentes niñas de escuela concertada que se decían la una a la otra: “Es verdad, tiene el pelo asqueroso”. 

martes, 22 de noviembre de 2011

La vida de folletín

Esta mañana me desayuné con naranjas pasadas, esas que muestran una corona blanquecina que tiende en su centro hacia el azul místico. Corté la parte dañada y me la comí. Está claro que no logré extirpar del todo el sabor agrio que se había colado hacia el corazón de algún gajo sano. Un leve retortijón de barriga y al baño, pero con la extraña sensación de haberme montado en una nube de intoxicación cítrica que me hacía ver el mundo de otra forma. Puro espejismo. Salí hacia la empresa y vi que una bandera de dimensiones exaltadamente patrióticas ondeaba en un mástil de 20 metros en medio de una rotonda. Como Constantino y el colosalismo de su estatuaria o como el bizantinismo de la Alhambra y su estuco posticero, lo desmesurado sólo esconde la decadencia. Con esta lucidez de medio pelo me encajé en la granja de pollos para trabajar. Hoy me contó una colega que sus curritos no soportan que en el taller se pronuncie la palabra folletín –risas, aspavientos desmedidos y gritos excitados de la primera banca a la última– , por lo que la explicación sobre la novela decimonónica y Galdós se ve mermada de información para que estos seres alcancen la 2ª fase de algún concurso cultural de televisión.

Me voy a la casa familiar a comer porque por la tarde tengo cita con algunos representantes legales de mis trabajadores. En la comida, me entero que mi madre llevará una prótesis en la rótula en cuanto acceda a operarse, mientras mi padre, accidental presidente de mesa electoral (la presidenta titular sintió una indisposición la noche antes, según su marido, que le provocaba una actividad intestinal digna de una auténtica rucha vieja) me narra que el PP ganó en unas urnas en las que el voto obrero era mayoritario y que un curioso saboteador había colado una foto de Arnaldo Otegi con el puño en alto en el sobre blanco del Parlamento.

Vuelta al tajo. Los representantes legales de mis curritos tienen vidas que darían para fritangas, asados, cocidos y potajes. Sus historias pueden ser las mías. Intento mantener un educado murete de contención íntima, pero a veces se viene abajo y me entero de divorcios exprés y de idilios escondidos a hijos que sospechan que hay algún elemento extraño que se ha interpuesto entre las miradas jóvenes de sus padres. Un magma literario de folletín que duele como si fuera real, pero el caso es que lo es. El otro día, en un ataque de humanidad, les pedí a los trabajadores que me escribieran tres cosas que les hicieran felices. Hubo de todo: desde lo más material a lo más espiritual. Me sorprendió uno que decía, como si de una oración se tratara, “que mis padres nunca se separen”. Mientras que muchos de nosotros rezábamos el “Jesusito de mi vida”, en USA, un país actualmente entregado a un tacto hipócrita que intenta escurrir las demandas, los niños enviaban sus plegarias a Dios con un “Si muriera antes de despertar” (título además de un prodigioso cuento de William Irish) que llenaba de dramatismo el inocente e infantil sueño. Sin “Jesusitos” ya, me cuenta el último manager de un obrero de 14 años que le ha castigado sin sacarle la licencia de armas. Me aclara que la puede tener con un adulto al lado, que puede apartarse 50 metros de ese adulto en cuanto cumpla los 16 y que a los 18 ya puede tirarse al monte solito. Esta noche, en mi camita rezaré todo lo que sepa para que mi existencia nunca se cruce con tanta literatura. Good night, my friends.

domingo, 20 de noviembre de 2011

La vida novelable




La semana pasada me fumé un cigarro a la puerta de un bar de la City con el escritor Antonio Orejudo, que venía de ser presentado por el crítico literario José Mª Moraga en uno de esos exorcismos culturales que a veces aparecen en el mapa del Polo Norte que es la vida intelectual del lugar. Orejudo hace un rato que ha dado a las mesas de novedades Un momento de descanso (Tusquets, 2011), novela que incide en las soflamas de podredumbre que ascienden desde el ámbito universitario español, con sus cicaterías, tratos de favor y colocación de efectivos que poco tienen que ver con la aristocracia de la inteligencia y mucho con las veleidades de los titiriteros titulares de muchos departamentos. El hombre, sabiendo que dedico mis mañanas a la poda intelectual de cerebros adolescentes, me dice que en ese submundo de la secundaria obligatoria se esconde una novela que nadie ha hecho en España aún. Como buen fondista, me advierte que me da un año de ventaja para acometerla; si no, lo hará él, ilustrado como está por la experiencia de su mujer en los mismos graneros de talento.

Le cuento que cuando empezaba en esto, un día oí gemidos al otro lado de la pared de mi departamento proveniente de las gargantas excitadas de un operario de Educación Plástica y Visual y una obrera de la sección de Biología. Escorzos a lo Ingres atravesados por la pasión por la anatomía humana desde dos disciplinas que –no me cupo la menor duda– habían encontrado un punto de afinidad en lo púbico; también le relaté que sabía de un colega que no quiso manchar su intachable fama de pulcro al tener que driblar la invitación a una cama redonda con dos compañeras de Griego y Francés (nada de guasa) junto a un incrédulo matemático por tener las uñas de los pies del tamaño de las garras de un águila calva; y, por último, que yo mismo había asistido al trasvase de hielos de boca a boca por un claustro casi al completo en una caseta de feria a las 5 de la tarde, ahítos de fino y de aburrimiento. Orejudo aplaudió estas postales lúbricas con el entusiasmo de un minero que encuentra una veta de oro.

Antes de apurar el cigarro me dijo que había una 2º oportunidad para los que como yo se ganaban la vida en la romanización ingrata: los profes de prisión tienen un público más dócil e interesado; sólo hay que salvar ciertos prejuicios sobre pasados delictivos y la vida fluye como si estuvieras impartiendo clase en Harvard. Me lo creí a medias. Normal.

A partir de mañana haré acopio de material novelable pegando el oído a las puertas de los departamentos aledaños al mío, miraré de cerca los avances de mis colegas en lo que respecta a las entradas y salidas del baño y trasegaré alcohol en las citas conjuntas fuera de la empresa para ver si lo del hielo se queda en una mera anécdota. Si no hay nada, siempre me podré unir a las misiones trullo-pedagógidas. 

viernes, 18 de noviembre de 2011

Los felices

Las niñas de mi barrio beben Fanta de naranja y comen pitas con cordero. Sus madres toman el sol en las terrazas de los bares con una cerveza desespumada en el vaso de Duralex. Brilla la vida con el dorado de la cebada en las mesas. Perros de tamaño extralarge se husmean hocicos y culos con deleitoso nerviosismo. Apoyado en mi mesa de tabla, con una bola de humus aguardando a que la rebaje con el cuchillo por el polo norte, espero yo al señor Luque. Pienso que Alejandro es el motor secreto de todo este ambiente: nunca una muestra de debilidad, siempre feliz delante de las marejadas que insisten en cambiar el curso de las aguas. ¿Cuánto vale este tipo de gente? Siempre he celebrado la alegría que nos aportan los seres que tenemos cerca. El jueves en el Pitacasso a las 14:00 nos damos un baño de felicidad a golpe de vinos y de literatura. Conozco a tipos que matarían por fundar una tertulia sesuda en la que pontificar sobre las últimas tendencias. A nosotros nos basta con saber que el gran Jorge está en la barra, la dulce Ana en la cocina y que nuevos cuadros colgarán de las paredes del Pita en esas exposiciones que montan todos los meses. Por si algún fritanguero le apetece pasarse a ver cómo lucen las Fantas en las mesas y a qué velocidad devoran las niñas de mi barrio las pitas, aquí dejo el envoi. Larga vida a todos los felices.

martes, 15 de noviembre de 2011

Poetas

Los poetas cuando llegan a una edad provecta recitan de memoria (si aún la conservan) sus poemas de juventud. Si cantan sus versos de última creación, casi todos tienden al culturalismo o a la reflexión pre mortem (la que realmente me interesa y disfruto). Esta noche he ido a ver a Caballero Bonald y a Pere Gimferrer, artistas y hombres desiguales, pero que coinciden en avenirse bien a saraos de lectura lírica ante auditorios de profesores de más de 50 y viudas de más de 60. Algún estudiante de los que aprecian a las glorias vivas andaba también sentado por el suelo de la sala.


Caballero Bonald ha ofrecido una lectura aceptable alla maniera di Borges (finales de versos llanos con alargamiento ascendente de la penúltima sílaba). En cambio Gimferrer parecía un teleñeco con una manopla mojada en la boca. Recitó de carrerilla un poema de Arde el mar y luego introdujo alguna que otra explicación de exultante nasalidad que los asistentes intentamos descifrar a partir del movimiento de los labios. Imposible, el amigo Pere tiene menos labios que una tortuga, una raya que se abre y se cierra como la boca de un teleñeco. Me pregunto cuánto vale traer a un vate novísimo a la City si un concursante de comerse una caja de mantecados El Patriarca de 5 kilos hubiera recitado mejor que el catalán.


En fin, no salgo de mi asombro. Me dice mi amigo Aníbal y el bueno de Braulio que Tomas Tranströmer, el último Premio Nobel de Literatura, es un grande. Su hemiplejia tampoco le permitiría subir a los estrados a recitar, pero sospecho que tiene algo que decirnos más allá del culturalismo en el que se refugian algunos autores y que nos dejan soltando palabrotas en las esquinas de los versos afectados por ese mal baudelairiano que se llama aburrimiento. Lean poesía; les hará mejores personas.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Prepárate para un posible peligro

“Prepárate para un posible peligro”. En una parada de bus de la City se exhiben carteles con flecos en sus bajos. Entre cuidadoras del hogar internas con credenciales solventes, clases de recuperación y chapuzas a domicilio, triunfante y extraña, resplandece una oferta de Wing Tzun (kung-fu para los amigos) con un eslogan que bien podría servir para cualquier cosa en estos tiempos cariacontecidos y vertiginosos. Mis posibles peligros del día de hoy se han materializado en una serie de desencuentros con la realidad inmediata que paso a enumerar. El bailador-felador Miguel Vargas me ha expulsado de mi hogar por la mañanita como viene siendo costumbre desde hace seis añitos de nada. Me he tirado a la calle a hacer tiempo reciclando papel; como uno es muy ecologista, después de introducir la bolsa de Zara en el contenedor y sacudirla enérgicamente por las puntas de su parte inferior, ha querido recogerla para reutilizarla en el almacenamiento doméstico e infinito de periódicos. He tardado menos de un segundo en percatarme de que alguna criaturita había introducido en este gran buzón metálico unos testimonios de su incontinencia intestinal que han impregnado la bolsita que yo tenía intención de devolver a mi hogar. Con las manos chocolateadas peligrosamente, he vuelto a casa (ya tenía el maletín en ristre para marchar al trabajo) y las he sumergido en abundante jabón. Segundo intento. Me monto en el coche y enfilo la calle con tal vez excesiva celeridad; al llegar a la esquina estoy a punto de atropellar a una monja-cantimplora (achatada, gorda y vestida de oscuro), que blande su mano desmañadamente sin mirarme mientras cruza. No sé si me ha bendecido o se ha cagado en mis muertos. Pienso que las hermanas habrían de procurarse unos chalequitos reflectantes para andar por la ciudad.

Arribo a la empresa. Como acostumbro a llegar de noche, nunca me había percatado de la inmensa obra grafitera-conceptual que luce en un muro frente a la fábrica: un miembro viril gigantesco, con dos testículos de los que salen disparados dos pelos, exhibe en la punta un prepucio apretado en claro y preocupante estado de efervescencia masculina. Esta maravilla pictórica viene acompañada de otra muestra de elegancia literaria: “TOMA!!! PA TOA LAS ENVIDIOSA (sic)”. Avanzo hacia la puerta del trabajo sin resolver el enigma que me plantea el acertijo. Me topo a la entrada con una currita como yo. Me dice que la empresa ha decidido colocar unos tenderetes con libros para que nosotros, indigentes intelectuales, podamos degustar el fino caviar de la cultura. “Yo ya he comprado”, me dice mi compañera. “Lectura de piscina. Esa de estar leyendo con un ojo en la página y con el otro dedicado a ver quién entra en el césped y si fulanita está más gorda que el año pasado. Algo que no me haga pensar mucho y que me deje controlar el cotarro”. Qué etiquetón: Lectura de piscina. Poca gente puede resumir en tan pocas palabras Tiempo de arena de Inma Chacón, la finalista del Premio Planeta de este año.

Afirma Milan Kundera en su ensayo El telón (libro que no me canso de recomendar por apenas 8 pavos en Tusquets) que al hombre contemporáneo, incapacitado por sus circunstancias de vivir aventuras épicas, sólo le queda la burocracia para que le ofrezca un sucedáneo de todo ello. En la película francesa El infierno (reflexión sobre tres formas diferentes de entender y sufrir el amor, que unas veces resulta prometedora como película y otras, demasiadas, resulta un edulcorado y pseudo-sesudo videoclip con toques de Amelie) dice una de las protagonistas: “Sin creer en Dios, lo único que podemos vivir es un gran drama”. Elijan ustedes entre el posible peligro o el gran drama. Para lo primero, puro kung-fu; para lo segundo, cualquiera sabe.

sábado, 5 de noviembre de 2011

No sabía que doliera tanto

Hoy, a las 9:35 de la mañana, yo ya había salvado la economía nacional del desastre: dos periódicos aúlicos (3€), una barra integral artesana (35 ¢) y un cruasán (90 ¢). El barrio está adecentado a estas horas; calles y aceras lucen una limpieza acuática y municipal, excepto por el caprichoso patchwork confeccionado al azar por deposiciones (¿sólo caninas?) y las últimas potas de la madrugada. Un hombre anacrónico vende a gritos bombonas de butano que carga a sus espaldas en un carro guiado con esfuerzo. Un señor palomo blanco, tras picotear el bollo calcinado que un yonqui poco dormilón ha machacado con los pies sobre suelo de la plaza, polariza la miradas de los otros colegas de este benefactor colombofílico que se desperezan a golpe de sol en los bancos aledaños.

Me acosté solo leyendo al suicida Cesare Pavese y sus cuitas vitales en El oficio de vivir: confinamiento por ayudar a “la mujer de la voz ronca” a pasar propaganda antifascista. La amó siempre hasta que a su vuelta a Turín, en la misma estación, un amigo le confesara que se había casado. El sonido seco de dos maletas y un cuerpo inerte al caer resonaron en la cúpula ferrocristalina de la estación. No sabía que doliera tanto.

Las balas que se cruzan en el campo de batalla de la vida pocas veces tienen en sus cápsulas la pólvora de la lírica. Ayer mis padres –jóvenes feroces aún– me invitaron a ver en la Librería La Fuga de la City un recital lírico-rockero de “La mujer del tiempo” (Carmen Camacho) junto a un poeta-guitarrista gaditano (Miguel Ángel García Argüez). El zumbido de sus voces desmoronó el castillo construido con la supuesta consistencia de la prosa árida de los días y avivó las ascuas de unas claves líricas que ya desprendían su últimos humos en mi corazón. A esto le sumo que esta semana estuve desmarañando símbolos y hojas caducas de Juan Ramón a los curritos más avezados de mi empresa. “Comienza la poesía cuando un majadero dice del mar parece aceite”, afirma Pavese; o cuando tu padre te cuenta que la misma casa que acoge en su bajo a La Fuga fue el hogar de su tía abuela Rosario, que alquilaba el 2º piso a un huésped (un taxista portugués), que decoraba la 1ª planta con muebles modernistas y que calentaba al sol de la azotea un barreño de zinc en verano para bañar por la tarde a un niño que por el rabillo del ojo miraba las pipas de melón dispuestas para llegar al juicio final de la plancha vespertina. Una vez fui poeta; no sabía que doliera tanto.