jueves, 15 de diciembre de 2011

Mi madre

Cuido a mi madre en una habitación hospitalaria. El blanco níveo de sus paredes guarda el calor de un ser impar. Vigilo, como si se tratara de un líquido precioso, la gota que oscila temblorosa en el interior del gotero porque de ella depende el descanso de mi madre. Duerme el sueño de los calmantes y de las horas interminables de la convalecencia. En la noche, junto a ella, pienso en el tiempo, en el dolor, en la entrega sin precio y en la felicidad inconsciente de un niño amado por una madre primeriza. No lo pide, pero todas las personas que la quieren pasan esta noche por aquí en forma de amigables voces que llaman por teléfono, en justa respuesta al cariño que ella ha regalado a lo largo de sus años en la Tierra. En mi cama incómoda de acompañante en continua vigilia reflexiono de madrugada sobre la posición caprichosa y mudable del centro del Universo. Hace días que ese ombligo de luz está donde está mi madre. No puede haber mayor dicha.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Circos

Sigo en mis trece de que habitamos en sucursales del Inferno más o menos maquilladas con signos de normalidad. Ayer atravesé el proceloso mar del centro de la City, un parque de atracciones callejeras donde la masa democrática vibra y se autocelebra por el mero hecho de estar dentro de este magma de luces y de carnes que el dukanismo aún no ha logrado eliminar. La avenida principal de la ciudad, con el efecto narcotizante de las luces de Navidad repetidas hasta el ombligo final del punto de fuga, albergaba espectáculos de diferente pelaje que compartían su condición de ser asuntos de extrema humanidad. Un joven gaitero escocés en mangas de camiseta tocaba ante un escaso grupo de compatriotas (dos) jaleadores y ciegos de beber; un grupo de africanos le daban leña a la percusión y se contorsionaban mientras que parejas canis, embutidas literalmente en cazadoras de última generación, movían cuellos y caderas (de una morbidez repugnante) al ritmo de los desheredados; una niña pija (10 años aproximadamente) con las extremidades aprisionadas por un abrigo de paño beige, lazo rojo y bufanda a cuadros, corría explotando las pompas gigantes que un hippy producía con una palangana, unos palos unidos por dos cuerdas y un litro de mistol, con tan mala suerte que, en uno de sus breves saltos (su masa corporal sólo le permitía soñar con despegar las puntas de los pies unos milímetros de suelo), su manita perforó una de estas obras de arte efímeras y tornasalodas cayéndole en sus ojillos de princesa de colegio concertado unas gotas de agua envenenada por la química. El llanto de esta jabalina urbana era descorazonador y pertubador a la vez. Más adelante un cholo semi-eurocaucásico, trepado en un baúl metálico, regalaba estentóreamente pasajes bíblicos parafraseados con más mala memoria que imaginación.

Escapando del frío de estas visiones me colé en la Fnac y me hice con el Let it bleed de los Rolling, la única prueba de que aún existen islas para el refugio de espíritus diletantes. Las fechas que vienen serán duras. Los espectáculos de este tipo aparecerán con tanta normalidad como el pavo recriado de Nochebuena en nuestras mesas. Aconsejo que busquen abrigo en la calidez de la familia de sangre (la política es un accidente insidioso del destino) y se hagan con un buen saco de cosas bellas. El 2012 será el año de la risa floja y del cazzo duro. Ánimo.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Batato

* La sequía a la que me somete la vida actual, me hace recuperar una fritanga del verano del 2006, aunque creo que, tristemente, conserva una actualidad heladora.

Esta historia se cuenta con escasos ingredientes: un primo (1), un tunante (2) y tres cervezas (3). Unan ustedes con una línea los puntos enumerados y sus ojos contemplarán la silueta plateada de la hoja de un cuchillo que, al modo de Disney, tomará vida y se le clavará sin miramientos en la espalda. Es de obligada necesidad que yo les ponga en sobre aviso para que no sean atracados impunemente en los contornos metropolitanos de la City en la que habito.

La escena apenas perfilada arriba tuvo lugar en la localidad de Umbrete, más concretamente en el “Bar Batato”, bodega cuyo propietario dio ayer muestras de lo fino que hilan estos nuevos atracadores de pobres incautos como yo o como ustedes. Tras ingerir L., el amigo J.B. y servidor unas cervezas en la terraza de dicho local, me interné en el negocio y pedí la cuenta de las tres bebidas. El camarero no pudo pronunciar la suma, ya que otro individuo (apatillado al estilo pijo-recalcitrante-sevillaní) le impidió que abriera la boca con una mirada de hosca complicidad: “seis euros”. Sólo pude preguntar de nuevo por ese verso trisílabo que salía de su boca y que me proyectaba directamente el universo de los primos citadinos que escapan al cinturón periférico en busca de fresquito y de, ilusamente, precios que estén ajustados a la renta per cápita del lugar. Al ver mi gesto algo airado y mi desaprobación al pagar, el dueño se presentó e utilizó el método científico para demostrar que en aquella copa cabían dos pequeñas (aproximadamente del tamaño Pin y Pon). Imaginen ustedes una copa llena de agua que con maña de buhonero este señor se daba a la tarea de verter en las copillas a las que le asignaba, sin temblor alguno de los músculos de su rostro, el precio de un euro. Luego vino la observación acerca de las medidas de las mesas, cuestión esta que nos pareció de gran rapidez mental y originalidad. En fin, que nos fuimos escaldados pero con un testimonio humano de impresionante profundidad.

Vayan y pruébenlo ustedes mismos. Pasarán un rato agradable. Como último apunte les diré que la carta no tiene precios; los únicos números que figuran en ella es la del teléfono del antro. Que Dios nos asista.