viernes, 28 de septiembre de 2012

Adiós a las quimeras. Viva la estupidez.



Profesé una admiración absoluta en mi niñez por Chaplin –admiración que se ha ido desinflando en los años de madurez por prestarle atención a otras cosas de menor importancia–. Mi madre, que me inculcó este entusiasmo hacia Charlot desde que descubrió que era el disfraz más barato para fiestas de fin de curso si prescindía del bombín y de la chaqueta (te convertías en un imitador más o menos creíble sólo colándole una corbata negra al jersey de pico del uniforme del colegio, pintándote un apresurado bigotillo y portando un bastón siempre más grueso que el original), me ha telefoneado hace poco para informarme que en un canal televisivo estaban poniendo La Quimera del oro. Como considero que cualquier consejo materno es de vital trascendencia para un hombre, he vuelto a enchufar (sic) el televisor, que hacía que no sentía la corriente desde junio, y he sintonizado el canal. Después de tragarme un anuncio de Direct seguros y su alarma de 99 pavos (el mundo es cada vez más peligroso por obra y gracia de estas empresas), otro de un sujetador que moldea-adelgaza-aumenta-reafirma-erotiza-masajea los pechos de toda mujer inteligente que llame en este mismo instante a un teléfono colocado en la parte inferior de “sus pantallas” y uno más de tomate frito, mi querido Charles ha vuelto después de tantos años a la vida. Cuál no habrá sido mi sorpresa al ver que la estupidez más grande que se puede cometer contra una obra de arte como esta película se ha hecho sin ningún tipo de reflexión. No, no la han coloreado. Peor aún: han introducido una voz en off que comenta y pone diálogo a lo que antes era mudo y solamente acompañado por una guía musical. Se han sustituido las cartelas donde figuraban escritas breves notas alusivas al cronotopo o al diálogo por una voz demasiado presente. He bajado el volumen porque no lo podía soportar.

Ayer mismo anduve de cervezas con mi amigo Rafael Cobos, guionista de talento de cuya pluma han salido filmes como Siete vírgenes, After o Grupo 7. Este último abrigaba la esperanza hasta ayer de volar hacia L.A. para saludar a la estatuilla de la sección de Mejor película de habla no inglesa. No pudo ser. Por Grupo 7 va Blancanieves, un cinta muda y en blanco y negro que hace una relectura del cuento de los Grimm Brothers en clave cañí. Como comentábamos anoche, marchar a Los Ángeles con un film de estas características deja bien a las claras que ir a rebufo de éxitos pasados y sus modelos es a lo que más se arriesga la industria cinematográfica española. Si The Artist triunfa, nosotros también podemos.

Para el desmejoramiento de las generaciones futuras y de estas mismas que ya frisamos la cuarentena, no hay nada como sustituir Quimeras por estupideces. Le ponemos voz a Chaplin y se la quitamos a la peli de la Verdú. Es probable que ésta no tenga nada que decirnos. Aclárenles a sus hijos que Charlot no necesitaba nada de eso. Saludos.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Un Oscar para el fin del verano



El disco más feliz de toda mi discoteca de jazz se lo debo a mi amigo Luisma. Se llama “Hello Herbie” y en él se afanan por hacer una música maravillosa Oscar Peterson (piano), Herb Ellis (guitarra), Sam Jones (bajo) y Bobby Durham (batería). Cualquiera que haya oído con atención los discos donde aparece el bueno de Oscar, ya sea como cabeza de cartel, ya sea como acompañante, habrá constatado que estamos ante un hombre bondadoso, un hombre que toca y deja tocar. Un telegrafista que teclea al fondo de la sala cuando en la puerta alguien silba prodigiosamente, un obrero del piano cuando acompaña por atrás y tiene que estar ahí, pero el foco recae sobre otro. El blues y el swing que contenían los dedos de Peterson lo coloca al lado de los artistas cuya intuición los emparenta con seres capaces de traspasar la línea entre lo mundano y lo genial.

Oigo los 7 temas de “Hello Herbie” cuando ya el verano declina y la savia de los árboles se recoge para regalarnos los colores de otoño. A lo lejos veo a los últimos bañistas de la piscina de la urbanización, ajenos a que sus cuerpos se muevan hoy al ritmo de estos musicazos. El bueno de Lucho, el socorrista argentino que ha estado velando nuestras evoluciones natatorias y que el domingo vuelve a su país, anda por el borde de la laguna clorada con el paso vacilante del que se vuelve a su lugar y deja amigos en la distancia. La ecuación de la melancolía contiene las constantes del tiempo y el espacio sin valores prefijados.

Amigos, se va el verano glorioso del 2012. Dichosos los que hayan llegado hasta aquí. Nos espera la felicidad de los ocres y de los primeros fríos. Oscar Peterson sería una buena compañía para ver caer las hojas. Mil gracias de nuevo Luis.

lunes, 10 de septiembre de 2012

El esplendor de Portugal


Hace unas semanas estuvimos en la Lusitania. Aventuras y desventuras con el pago de las autoestradas y los radares (un portugués con un coche matrícula de Barcelona nos dijo que era inútil pagar –lo hicimos–, pues a Espanha no llegan las multas). Los espanhois vamos hasta allí para comer y decir que todo es rico y barato. Evidentemente, Portugal pasa por una demoledora crisis económica que acrecienta la sensación de que nuestros vecinos del Wild West peninsular están en plena regresión crono-económica hacia los años de las cuberterías a buen precio. Se trata de un país cuyo patrimonio está en manos privadas o en manos de la carcoma. Los coletazos de la grandeur europea se pueden rastrear en ostentosas oficinas de turismo dentro de pueblos ribereños del Alto Douro o en otros tantos coliseos municipales. La última incrustación de perlas caras se hizo en Oporto (Porto en el romance local), pero la cultura no vendible de la nación (iglesiñas, yacimientos arqueológicos, etc.) se agrieta con la colaboración de los días y la falta de fondos.


Si van por Porto, las guías actualizadas les llevarán a la Casa da música, un auditorio diseñado por el arquitecto holandés Rem Koolhas, la firma que se eligió para poner el toque de distinción constructiva a la capitalidad cultural europea del 2001. Fuimos guiados hasta allí por la admiración de dos arquitectos amigos que gustan de estas “ejecuciones modernas”. La anduvimos por dentro y por fuera como muestran estas instantáneas. Más curioso en su interior que en su exterior, nos pareció un polígono de cartulina construido un domingo por la noche para entregar el lunes a primera hora por un muchacho algo distraído.




























Huimos a la búsqueda de otras arquitecturas que figuran en las monografías de –esta vez sí– un artista local, tal vez el hacedor luso más universal en estos ámbitos: Álvaro Siza. Entre 1958 y 1966, con apenas 30 años, Siza se estrenó en su Matosinhos natal con dos obras que, sin grandes gestos pero sí con una original lectura del legado de Lloyd Wright y con una personalísima visión, cambiaron la fisonomía de la playa de los portuenses: la Piscina des marés y la Casa de chá da Boa Nova. 






Uno se pregunta cómo unas ideas tan tremendamente innovadoras  tuvieron acomodo en estas costas durante el salazarismo. Disfrutamos mucho de ellas, sobre todo porque los atardeceres de aquellas tierras ofrecen un cromatismo cálido y mágico a la vez. No duden en ir a ver estos vestigios de un tiempo y un hombre que se nos van. La Casa de chá, cerrada y con la promesa de una intervención, se desportilla como una taza de cerámica china mal colocada en una caja de madera, pero, si trepan un poco por las rocas sobre las que se sustenta, en la cara oeste disfrutarán mucho de su alma. Ah, “el esplendor de Portugal”.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Volverá el "quejío"



Viví 8 años sin interrupción compartiendo pared con Maki Yokota, una señora japonesa de edad indeterminada (oriente no cree en el paso del tiempo) que lleva otros 30 en la City. La trajeron hasta aquí los efluvios flamencos que llegaban a su Tokio natal allá por los ochenta. Dejó madre y hermano en pos de una transculturación liberadora que la convirtió en una de las primeras bailaoras niponas en estos pagos sureños. Luego el destino guasón le jugó la mala pasada de colocar bajo su casa (de la mía también, para qué os voy a contar más) una academia de flamenco de dudosa insonorización. Maki siempre me recordó al japonés que interpreta Mickey Roonie en Desayuno con diamantes, siempre quejándose de la vida doméstica de la Hepburn. A cualquier anomalía acústica que hubiera en mi casa, siempre ponía un comentario socarrón cuando nos encontrábamos en la escalera: “anoche poco de fiesta”, “has montado muebles mucho”, “Qué suerte poder hacer obras en verano”. Su español es telegramático pero afilado. La academia la dejó lista.


El otro día la encontré en la calle. A sabiendas de que no es muy dada a grandes conversaciones, opté por preguntarle si había visto algo bueno en la Bienal de Arte Flamenco de este año, que está teniendo lugar ahora mismo en la ciudad. “Yo ya he visto todo lo bueno hace años. El mundo ha cambiado; el flamenco también. La gente ha visto la tele y ha viajado. Todo es diferente ahora. Ojalá con la crisis vuelva el quejío”. Y se fue. Plantado me dejó con el picaporte en la mano y dándole vueltas a este conciso proverbio contra la vacuidad y la capitalización del arte.

Llegan tiempos de inmersión a las profundidades de nuestros tiempos pasados a la búsqueda de ostras cuyas perlas iluminen nuestras preguntas. Para los melancólicos del mundo de ayer y para los optimistas del porvenir: sólo nos queda esperar la autenticidad del quejío, venga por donde venga. 

lunes, 3 de septiembre de 2012

Fin de verano con Hopper



El verano acabó en Madrid al calor de lo que la linda Tita Cervera y sus museum boys decidieron programar como exposición estrella para el 2012: Edward Hopper y sus evoluciones hacia la concisión de un cuadro como “Dos comediantes”, el último que pintó antes de morir. 


La obra total de Hopper plantea una paradoja en cada estampa: el pintor firmaba con mayúsculas cuando todas sus pinturas estaban traspasadas por motivos aparentemente menores. Incluso la Naturaleza, cuando aparece, figura sin épica ni heroicidades. Soledad, incomunicación. Hopper viene de una tradición que usa el ennui, el spleen, el aburrimiento, como inspiración para algunos de sus óleos. La épica del siglo que se fue y del que empieza está en nuestros salones y nuestros dormitorios, incluso en los habitáculos de nuestros coches, ahí donde tenemos que lidiar con la certeza de que somos los que queremos ser. Las personas que se asoman a la realidad desde el interior de cada cuadro viven introspectivamente en el ensimismamiento de sus historias. Por eso nos gusta Hopper –a pesar de haberse convertido en un tópico en pósters y portadas de libros–, porque nos sitúa ante el espejo de nosotros mismos o de otros que pensamos que no se nos parecen.





Me gustaron las nunca vistas acuarelas, donde muestra un dominio del juego de las luces y los matices. Disfruté sus tonos de azules y sus contrapuntísticos rojos. Del impresionismo del epígono a la brillantez del que construye un estilo propio, Hopper nos deja reflexivos y sin respuesta. En el cuadro que cité arriba, “Dos comediantes”, aparecen el pintor y su esposa de la mano, ataviados como tales a pie de escenario, aparentemente despidiéndose de un público fuera de campo. Creo que ahí sí está la épica que se nos niega en el resto de lienzos: la vida que Hopper presintió que se acababa, la justa medida del agradecimiento y la salida del teatro-vida como lo que somos, los actores de una comedia que no escribimos nosotros.

Si pasan por la capital, no se lo pierdan.