viernes, 29 de marzo de 2013

No dudes de que merecerá la pena










Me preguntas cómo se resguarda uno de las inclemencias de la vida
y cómo lograr que el viento que eriza el lomo de los desiertos no venga a levantarnos de la cama
y cómo saber que el rastro del carmín que exhiben las copas es el tuyo y nada más
y cómo ahuyentar el desvarío de las figuras troqueladas
y cómo encender el cromatismo de las luces que se apagan, que nos alejan y que no nos dejan vernos.

Me preguntas para encontrar una respuesta que tardarás cien vidas en oler.
No dudes de que merecerá la pena.


domingo, 17 de marzo de 2013

Peces de ciudad



La intrahistoria de las ciudades se escribe en los bares, en los parques y en los descampados donde los enamorados se cuentan anteproyectos de sueños especiosos que tomarán la consistencia amarga de la realidad en cuanto dejen de besar sus cuellos y pisen el suelo de los días. Ayer, acodado en la barra de un bar, el azar me regaló en amable sinfonía morse unos destellos del tiempo en el que vivimos. La ocasión me brindó coincidir con una veterinaria naturópata, un trasegado hombre de negocios (gordo, con eccemas en la cara y la dentadura tan negra como mi reputación) y una vidente. A esta última la había visto ya en un canal local donde se combinan la cartomancia, la teletienda y el porno de madrugada. Me costó saber quién era. Me sonaba la cara, pero ella no paró de inventar situaciones posibles en las que nos hubiéramos podido conocer hasta que la veterinaria, una vez que la vidente se metió en el aseo, cantó. Despejado el enigma de su procedencia, la mujer me narró que había dejado la tele por motivos económicos, pero que seguía dando servicio en una tienda recién abierta con la veterinaria y otra socia. “La gente me llama y me dice cosas del tipo: cariño, se me ha caído una lata de melocotones y mañana viajo, ¿qué hago?”, comenta. “Que si se sienten solas; que si me gustaría casarme, pero no me aguanta nadie; que si mi socio me debe dinero y si me lo va a pagar pronto... Soy una psicóloga a tiempo completo. Me llaman por teléfono: ellos obtienen sus respuestas y yo gano dinero”. Su mejor cliente es un cura que va todas las semanas a que le eche las cartas, lo cual me hace sospechar que las cosas del cielo también andan cabalgando a horcajadas sobre los corceles de la confusión.

El hombre de negocios, en un aparte, me dijo que se había arruinado tres veces, que lo suyo era renacer continuamente. Trabajando desde los 18, había comenzado con un bar, luego con un restaurante; más tarde, como no, con una inmobiliaria; y, por último, tras haberse pulido todo el parné, intentaba salir a flote con un garito de “tapas tradicionales con un toque innovador” (la carrillada creo que tenía dos botes de miel de la Granja San Francisco inyectados). Me sorprendió la poesía de arribista que rezumaba su final de discurso: “tío, cuando tengo dinero pienso que podría devolver lo que debo, pero que a la media hora tendría que volver a pedirlo prestado, por eso no creo ni en la amistad duradera ni en la familia ni en el amor”. Se metió en la cocina a seguir edulcorando sus tapas de toda la vida con el azúcar mortal de la innovación gastronómica y me dejó cavilando.

Que la vidente y el empresario cocinero fueran hermanos me hizo zurcir una teoría acerca de los orígenes de la mentira como necesidad para vivir que otro día les contaré. Lo que me quedó claro es que la moral de los mantenedores de la humanidad –entiéndase, los que nos dan de comer y los que nos predicen el futuro– resulta rastreramente mundana. Me volví a casa con la sensación de que lo mejor es cocinarse uno mismo en casa y preguntarle a los peces de los acuarios en las ciudades de provincia si pesa más el agua que les protege que la consciencia de saberse encerrados. Un besote. 

domingo, 10 de marzo de 2013

Vitalidad creativa


En los años 80 se vendió en España un juego que creo que sólo compraron mis padres. Se llamaba Flash-ball y consistía en crear una montaña rusa a partir de una base de plástico, unos mástiles de acero, unas guías de cables, una horquillas y una canica. La destreza del niño se medía por la capacidad que tuviera para lograr un looping sin que la bola se saliera de las vías. Para ello, había que crear un tramo en el que la bola se precipitara con fuerza desde arriba y así dibujar la circunferencia casi perfecta que la construcción le sugería. Era el fin de fiesta; luego, la canica seguía con un avance moribundo hasta el recipiente que la recogía tras su trepidante viaje.

Ayer pensé en todo esto cuando una amiga me preguntó, a las puertas de la supuesta casa natal de Velázquez en la City –que hace años compraron los ahora acuciados por la crisis Vittorio & Lucchino–, cómo nos hemos podido precipitar tan rápidamente hacia una situación que hacía dos años algunos ni se olían. Volví al diseño del Flash-ball: subir la bola al punto más alto de la montaña y dejarla caer para una última pirueta espectacular. Subir y bajar todo es uno. Basta con dar la fuerza necesaria para llegar a la cima por inercia, sin apenas reflexión, con la apatía ideológica que nos ha hecho vivir la década como un niño dentro de un parque de atracciones, que no mira nunca la hora hasta que siente que la mano de uno de sus progenitores le tira hacia la salida.
¿Estamos en un tiempo de evocaciones de tiempos más felices? ¿Constatamos con el hierro candente humeando en nuestra espaldas tras dejarnos la marca indeleble de la realidad que antes del boom todo era mejor? No lo sé. Esa operación de la memoria que consiste en recrear el pasado (casi siempre más o menos glorioso cuando hemos embarrancado en el presente) nos devuelve la luz del ayer consumido por el ayer; las sombras apenas se quieren ver. Ya dije hace unas semanas que vuelven actividades que habían desaparecido de nuestras ciudades hacía ya tiempo: limpiabotas, tironeros, robo en el interior de vehículos, venta a domicilio de pasteles portados en cajas de cartón con una guita... Pero no todo esta asociado al contorno del abismo: la ciudad bulle y crea, se reconvierte y regala situaciones y eventos curiosos.

Esta semana asistí a una actuación de monologuistas en un local por dos euros, copa de vino incluida. La gente se colocaba de pie ante una esterilla que hacía las veces de escenario improvisado y unos actores amateurs desgranaban historias con más o menos gracejo. Ayer, nuestra amiga Clara, participaba en unas jornadas de teatro mínimo en pequeñas y modernas tiendas de la ciudad: 15 personas/ 15 minutos a cuatro pavos el viaje. Se multiplican los hacedores de pan artesano por el barrio. Auténticos genios de la repostería (para mí solo hay dos y se llaman dulce-mente tartas) crean y recrean pasteles, galletas y tartas para venta a domicilio. Se forman grupos de consumo de verdura ecológica suministrada por arquitectos en paro desde los confines hortelanos de la ciudad. La gente comparte su sapiencia en talleres de creación, imparte clases de iniciación al teatro o de gimnasia terapéutica por el módico y azaroso precio de la voluntad. Los cines se vacían y las parejas y los mono-amantes se abrazan o se retuercen en el sofá frente a la pantalla del ordenador nutriendo sus almas con screerners de pelis recién estrenadas. Se permite o pseudo-permite la microeconomía sumergida porque la macroeconomía tiene recovecos secretos en Suiza que hace que nos replanteemos hasta dónde llega la legalidad en el mundo contemporáneo.



En todo esto veo una vitalidad creativa y un cambio de modelo no sólo económico sino ético y moral. Tal vez haya llegado al fin la hora de exigir una explicación a todo el desbarajuste, pero también de bajarnos del vagón que daba loopings en la Montaña Rusa y tomar consciencia de que la velocidad es mala e insolidadaria consejera. Feliz domingo.