lunes, 22 de abril de 2013

Grande Portugal




Para el que aún lo dude (porque no lo haya catado o porque descrea de las bondades del país vecino), Portugal es un país gigante, a pesar de que Passos Coelho (Conejo en español) se empeña en rubricar con gusto los papelajos que la Troica europea le manda a su despacho de Lisboa.

Me escapé de la City huyendo de la Vanity Fair de abril, un lugar con claras propensiones a lo fatuo, el lechuguinismo maduro (si me permiten el oxímoron) y el petimetrismo de caseta. Nao gusto da Feria, por eso me escapé a la Lusitania a ver pasar la vida con el reloj portugués. El destino era el Archipiélago de la Ría de Formosa frente a Olhao (recuerden -lh- en portugués igual a -ll- en español; nada de Olao sino Ollao). Allí se reúnen las islas de Armona, Culatra y Farol, lugares que el verano seguramente maltratará con la invasión masiva de veraneantes, pero que ahora se muestran como lugares de descanso arcádico. En Armona nos quedamos a ver pasar la vida, aunque hicimos alguna incursión pictórica a las otras ínsulas (mi amada me regaló in situ un equipo de acuarelista amateur). Una mañana, por pura curiosidad, encendí la televisión y vi una extraña forma de vida, una muestra clara de que el retrocapitalismo luso aún puede salvar el mundo: en un telediario matutino del canal nacional, Felisbela Lopes, profesora de la Universidade do Minho (recuerden -nh- en portugués igual a -ñ- en español; nada de Mino sino Miño), comentaba largamente los principales asuntos del día publicados en los periódicos. Me quedé clavado ante la sensata visión de las cosas: la mujer hablaba y argumentaba sin extremismos ideológicos, con una retórica exacta, incisiva e inteligente. Me pregunté por qué en nuestra querida patria sólo hay un comentarista para la sección deportiva (la única verdadera sección –seccionada–) de nuestras noticieros. ¿En qué momento nos escurrimos hacia el tobogán de lo a-ideológico, hacia la trepanación de cráneos a base de franjas verdes instaladas eternamente en los plasmas y en las pupilas? La televisión portuguesa, a pesar de la que está cayendo, aún sorprende con estos formatos del paleocapitalismo pasado por el tamiz de la CNN, que dejan suspendidos en el aire, durante un poco más de tiempo, el polvo dorado de la crítica y del compromiso con la realidad.

Por cierto, por aquellos lares se cogen unas coquinas cojonudas. Apertas.

jueves, 11 de abril de 2013

¿uzté no zerá ecologista?




Auténticos gurús de las matemáticas aplicadas a la vida contemporánea aseguran que es más barato coger taxis que tener coche propio. Lo dicen como si nada, admitiendo que se basan en unas cuentas que hicieron en su momento y que dejaban más que patente que los propietarios de vehículos eran auténticos primaveras. Mi primaverismo lo promueven la distancia al trabajo y mi habitación extrarradial en el mundo. Qué le vamos a hacer. La rendija por donde cuelo el dinero para mi utilitario es cada vez más grande: seguros, sellos, ITVs (esto por descontado), pilotos y ruedas. Estas últimas me traen por la calle de la amargura. En los últimos dos meses he pinchado en tres ocasiones. Hoy llamé a la grúa. Llegó con ella un hombre corpulento, con unos pectorales colosales. Era algo achatado y con un cimbreo al andar propio de “como te cueles, te parto la boca”; sin embargo, la socarronería de su gesto lo transformaba en un ser casi (casi) de peluche. Ceceaba con gracia: “Estoh cocheh zon mu güenoh; canne de perro”. Asentí. El tipo sacó el gato y se puso a elevar el vehículo como si nada –pienso que podría haberlo hecho él mismo sin la ayuda de ningún mecanismo–. Cuando vi que había dejado la grúa encendida delante de las casas de mis vecinos, le dije que si podía apagarla. “Zon una mijita tonto loh vecinoh, no?”. Le dije que era mejor pensar que lo hacía por puro ecologismo. Pareció que le estaba mentando al diablo. Sin mirarme, afanado en la extracción de los tornillos, me preguntó: “¿uzté no zerá ecologista?... porque yo me cago en loh muertoh de toh elloh”. Evidentemente, en ese momento (menos que nunca) yo no era ecologista.

Al principio no parecía muy decidido a contar nada. El hombre se oponía al ecologismo, pero yo no sabía por qué. Finalmente soltó prenda: tenía fincas de olivos que producían aceite en régimen cooperativo y la Junta (“los ecologistas”, según él) no dejaban quemar las podas en el campo tal como se había hecho desde tiempos remotos. Si esto es cierto, espero que algunos de mis fritangas queridos me aclare por qué pasan estas cosas. Al gruísta le dio por pensar que todos los que vivían en mi urbanización eran ecologistas y como tal me hizo una serie de preguntas: “¿cuánto vale un pizo aquí?, ¿tienen piszina, garaje, niños, parienta? ¿eztan buenah lah ecologistah?” En fin, un alma pura de cántaro que me dijo que había venido desde Galicia con la rueda de repuesto pequeña porque traía el coche cargado hasta las trancas y no quería parar hasta llegar al Sur. Me advirtió que no me diera prisa en cambiarla y que podía ir de aquí a Cádiz 20 veces si quería. Con hombres así todo es posible.

Se despidió con un “er ecologista me va a echa una firma guapa, ¿no? Se la eché. Claro que sí. Estos ángeles custodios que no creen en “esos tíos que no comen carne” son la salvaguarda de  un mundo inextinguible. No hay nada como ellos.   

domingo, 7 de abril de 2013

El frío


Bruma azul galáctica en la noche.
Los focos del parking exterior
de los centros comerciales
vigilan con frialdad
la soledad de los coches.

Abres el maletero;
te sumerges en la calidez de esa luz
que torna tu acerada tez en algo humano.
Guardas los víveres con los que vuelves a casa.
De nuevo otra puerta y otra y otra.
Oscuridad desatada por los fulgores que pulsas y te guían
hasta la penúltima estación:
en la alacena se guarda la compra y la pena.

Pero aún no has llegado.
El crujido, casi imperceptible,
del tabaco al arder
no pertenece a las hebras doradas al sol,
ni a tu corazón,
sino a mi deseo.

No olvides pisar la colilla cuando te lo acabes,
no vaya a ser que me consuma en la espera.