domingo, 16 de noviembre de 2014

Cartografiar la luz

Fui a Madrid. La Fundación Mapfre ofrece una muestra de la obra del Sorolla “americano”, de aquél que cruzó el Atlántico para visitar Norteamérica y cumplir con encargos de la burguesía local y de la Hispanic Society of America, sita en NYC y lugar de importancia para la salvaguarda y conocimiento de la cultura española en EE.UU. Estas obras que cuelgan ahora en Madrid son muchas de ellas la primera vez que vienen a España. De esta visita uno saca varias conclusiones a la luz de lo visto (óleos, guaches, esbozos al carboncillo y al pastel, dibujos en servilletas, etc.):


  1. La necesidad del estudio para llevar a cabo una obra con coherencia. Uno se maravilla al ver los bosquejos en los que se estudia el movimiento de la carrera de un niño en la playa.
  2. El dominio de las manchas de blanco para llevar la sensación de luz al lienzo.
  3. La emoción de observar la pintura de Sorolla de cerca, atendiendo a la pulcritud de su mirada en cada trazo.
  4. El matriarcado que se establecía dentro el paisaje de la playa, donde sólo mujeres y niños aprovechaban el sol y el mar era un mundo donde el ocio correspondía a la niñez. Las figuras de los hombres sólo aparecen asociadas al trabajo del mar.
  5. Sorolla es un pintor a tiempo completo. Tal como reza en una de las frases que decoran las paredes de la exposición y que el pintor pronunció ante un periodista que lo entrevistaba allá por aquellos años: “¿Que cuándo pinto? Siempre. Estoy pintando ahora, mientras lo miro y hablo con usted”. Servilletas, partes traseras de menús, cartones con los que el hotel donde se alojaba en Nueva York doblaba las camisas de sus clientes, etc. todo valía como soporte para fijar la realidad.
  6. El valenciano tenía un instinto a la manera de Henry James para captar los gestos de la personalidad burguesa. Con la velocidad del grafito atrapó la vida íntima de seres anónimos sentados en las mesas de restaurantes neoyorquinos.
Goethe se preguntaba alguna vez “¿Qué es aquello más elevado que la luz?”. Él mismo se respondía que aquello más elevado que la luz era el diálogo, pues en la concurrencia de dos personas que hablan y se iluminan con el entrecruzamiento de sus opiniones estaba la misma luz. Esta exposición establece un diálogo entre el espectador y Sorolla, maestro absoluto de la luz y del diálogo con la realidad que vio. Si van por la capital, no se la pierdan.

sábado, 18 de octubre de 2014

Vida de verdad


Vivo en la periferia de la periferia, en un pueblo que, siguiendo los designios del trazado postmoderno de las urbes de ahora, ha logrado unos espacios estancos donde la compartimentación social se manifiesta elocuentemente con tan solo un paseo de buena mañana cualquier sábado. Mi amigo Luis Manuel, con el que comparto barrio (manzanas de bloques que respiran hacia dentro, con zonas comunes ajardinadas sin acceso, oscuros rincones del deseo de ser algo más que clase media –algunos vecinos saludan con desdén aristocrático o, simplemente, no saludan a los seres con los que comparten el lastimoso sueño de acabar con la hipoteca–, piscina privada, garajes comunicados mediante ascensor a la puerta de su piso, con lo que el intercambio humano y la conversación son meras entelequias), alguna vez me ha comentado que la vida bulle más abajo de nuestros fuertes, en el casco “antiguo”, un espacio que muestra que en los 70 también hubo unos tipos que se forraron con la especulación inmobiliaria y que marcaron el modelo arquitectónico a seguir en las décadas siguientes, antes de que el negocio de la verticalidad (torretas de hacinamiento) fueran sustituidas por el sueño americano de la casa “unifamiliar”. Y no puede tener más razón. Para uno que se crió en este casco antiguo, que ha visto la mutación y la llegada paulatina de gentes de otras latitudes, resulta admirable observar de cerca estos cambios en la geografía humana del pueblo.

Coloco aquí una lista acelerada para dejar constancia de que más allá de nuestras grises vidas de lugares asépticos (aunque me consta que existen lugares semejantes al que yo vivo con nervudas asociaciones de vecinos que movilizan la acción social en estas manzanas privadas). Hoy he visto: una peluquería turca; una consulta estética china; un edredón mojado tendido en un cordel con una imagen de la Virgen del Carmen; unos señores que se apretaban en torno a una mesita, al lado de un quiosco, envueltos en una animada partida de parchís; negros ataviados como en una película de Spike Lee de los 80; un chino joven gritándole a un local “¡canijooo!!”; el inicio de una barbacoa familiar sobre el acerado; un quiosco de limonada en un lugar inhóspito; una joven gorda, con un palo terminado en un garfio de construcción casera, apañando limones municipales, bajo la atenta mirada de su madre, embutida a su vez en unas mallas de leopardo.


Algunos me dirán que hay algunos elementos presentes en la lista que es fruta común en muchos ciudades del país, pero no me negarán que el color local, la mezcla, es fruta tropical para estos lares. Bulle la vida aquí abajo y no en la asepsia de las nuevas urbanizaciones. Ruido, suciedad, humanidad desbordada, etc., pero ese es el precio. ¿Por qué no tiro pa´bajo? Por el mismo motivo de que, al igual que amo la vida también amo el silencio, y no por ello me voy a una abadía cisterciense a habitar. De todas formas, prefiero la mala de educación por desconocimiento que por impostura de clase media acomplejada. A esos sólo los salvará un tsunami.   

miércoles, 8 de octubre de 2014

La tarde


Bajé a la ciudad. El amigo Luque presentaba en una biblioteca más o menos céntrica a Fabio Morábito, un ser mestizo de sangre italiana, nacido en Alejandría y con un elegante acento mexicano. Dijo un par de verdades (“la computadora provoca que la perfección y la limpieza de lo escrito haga pensar a muchos que el texto está para la imprenta”) y alguna que otra mentira brillantemente literaria (“El justificante perfecto” en El idioma materno, Sexto Piso, 2014). Andaban por allí otras almas de diversas profundidades que alternaban entre ellas: traductores, poetas, críticos, musas, editores y animadores culturales que con afán lírico convocaban a la concurrencia a unas veladas poéticas todos los martes en Nervión (“para sacar al personal del agujero negro de la Alameda”).


Merodeé un rato por los pasillos del lugar. Alguien había dejado una joya en el lugar donde se depositan los libros hojeados que no enredan el corazón del buscador curioso. Ahí apareció uno de los regalos de la tarde: una antología de Stephen Spender, poeta del que sólo reconocía el nombre y que, hasta hace apenas una hora, sólo tenía por uno de los muchos componentes de esa nómina cada vez más infinita de “algún día lo leeré”. Tocaba hoy. La subida en el metro me procuró unos minutos para la cala de esta antología de Visor. Sólo los cuatro primeros poemas ya han bastado para suspender en el aire el tiempo. Me paré un momento a reflexionar sobre el poema “Facetas del Yo”; una chica joven me sacó de la contienda entre la vida y lo que leemos. “Tú... tú y yo... nos conocemos, ¿no?” Y nos conocíamos, claro. Hacía tal vez doce años de aquello. Fue alumna y yo profesor. Tal vez al revés también. Al menos así lo quiero creer. Por lo poco que pude hablar con ella, la bella Lidia se ha convertido en una joven risueña con la voluntad de hierro. Estos encuentros son hermosamente devastadores: “Ese viento de seda es el tiempo que pasa”, que dijo Cunqueiro. La felicidad de los reencuentros tiene el agridulce regusto de una pérdida y de una recuperación a la vez, pero siempre nos hace que el corazón se aquilate y sienta, ufano, que siempre merece la pena pasar por aquí.

sábado, 27 de septiembre de 2014

El día que conocí a Bryan Ferry

Era verano del 86. Hacía un año que nos habíamos mudado a una casa unifamiliar del extrarradio desde un piso unas calles más abajo. La mejora en la vivienda y, aunque insospechadamente para mí todavía, en el ambiente vecinal, se iba haciendo notar poco a poco. Aquellos años tenían el incómodo baldón de la realidad: veranear, lo que se dice veranear, lo hacíamos por obra y gracia de la obligada presencia de la estación estival, aunque lo más parecido al mar que viéramos fuera, según mi propia madre, La Gomera (la goma del patio con la que nos aliviábamos del infierno de la City). En esos lances de spleen veraniego, una tarde, la televisión nacional puso en su UHF un concierto de un grupo que cantaba en inglés. Sobre fondo azul, un tipo con un traje blanco ladeaba la cabeza y cantaba con media sonrisa lo que yo suponía que eran cuitas de amor. Tenía 13 años. El mostacho incipiente que nadie se apiadaba en hacer desaparecer, junto a unos flotadores cultivados a base de bocadillos tostados de sobreasada, me privaba de que las tiernas ninfas de mi clase, cerezas en agraz, repararan en mi existencia. Y ahí estaba ese tipo, fuera del tiempo y de mi tiempo, contoneándose con una pajarita desanudada, y unas bellas doncellas ataviadas con lentejuelas que hacían los coros.


Bryan Ferry había entrado en mi vida como modelo a seguir, aunque esto era algo difícil por el atavío ridículo al que me sometían los rigores económicos familiares y por mor de un concepto que a mí, por aquel entonces (y aún hoy), me costaba entender: la hipoteca. Chándales de algodón y cuellos redondos de mercadillo, zapatos marrones pincha-globos, camisetas Karhu de rebajas y camisas confeccionadas con patrones del Burda (revista proto-sastreril que era lo más parecido al pret-á-porter con el que tiraban nuestras madres). La primera chaqueta que me puse en mi vida fue un préstamo de mi padre, que a la sazón pesaba el doble que yo. La imagen era la de un niño metido en una campana a cuadros. Por todo ello, fui dándome cuenta de que llegar a vestir como Ferry requería de años y experiencia vital.


Este verano, a mis 42, pude ver al bueno de Bryan –con la misma edad que mi padre– en La Riviera de Madrid. Un señor mayor con una chaqueta estampada con flores y mariposas, un pantalón de raso negro, una pajarita y unos zapatos de charol, que brillaban como los ojos de una pantera en la noche, cantaba los temas que yo llevaba escuchado desde hacía un cuarto de siglo. Con más años y “experiencia vital” (ejem, ejem), constaté que con esto no bastaba para llegar a ser como él. El amigo cantaba poco, pero su porte, la mística de un pasado que rejuvenece en youtube (si nos ponemos a ver videos de Roxy Music) y una banda potentísima me volvían a decir que es absurdo el empeño: el que nace para la caverna sólo puede admirar a sus dioses dentro de ella, con el taparrabo y soñando en que algún día se convertirá en algo parecido. Disfruté como aquel niño de 13 tacos que una vez vio cómo el mundo era otra cosa. Me conmovieron su escasa voz y el mucho glamour que destilaba aún. Bryan ya no canta como entonces; la voz se le quiebra en los tramos largos, cuando las coristas, las guitarras y el saxo tapan las grietas del paso del tiempo. Si volviera a nacer no me gustaría ser Bryan Ferry, pero me encantaría que aún siguiera vivo. 
Larga vida a mister Ferry.

viernes, 1 de agosto de 2014

La vida cruzando un puente de hierro


En este sueño otoñal de finales de julio, servidor se dedica a bicicletear por la City. Hoy, con la ciudad rugiendo en sus contornos por mor de la huida de veraneantes, recorrí avenidas y parques con el ruido atemperado por las circunstancias. Para volver a casa, he de cruzar los dos brazos del Misisipí local. En el último tramo, antes de embocar la subida a mi hogar, un puente de hierro se refleja en las aguas del río. A la salida, me encontré con un individuo gordo de cincuenta años sentado con la bicicleta al lado y blandiendo una botella de agua pequeña con un solo bloque de hielo en su interior. Aminoré la marcha para preguntarle si estaba bien, pues su cara era la de un hombre exhausto. El señor pedía agua. Yo no llevaba. Continué unos metros, pero me volví para ofrecerle un culín de té que quedaba en el termo que siempre llevo conmigo en estas salidas. Me bajé de la bici y le pedí la botella para hacer el trasvase; le aclaré que, aunque caliente, su bloque de hielo haría que el té se enfriase y así poder refrescarse un poco antes de seguir. Mientras colocaba a la altura de mi cara el gollete de la botella bajo el termo, lo observé: la única presencia dental la tenía demediada y de color verde en la parte inferior de su boca; mostraba esa forma de gordura fruto de la ausencia, el desgaste y la desesperanza. Le pregunté que de dónde venía. "De la Macarena, del comedor social. Voy hasta allí en esta bici que me han prestao porque las monjas me dan de comer. Asuntos sociales del pueblo me da 50 euros cada mes. También hay un sitio donde se puede almorzar, pero la comida no está buena". Le inquirí si sabía hacer algo y ahí vino la vida entera de un solo trago: "Trabajé en Fundiciones Caetano 17 años hasta que nos echaron a todos; luego he hecho churros, he vigilado obras... y me casé con una peruana. Tenemos un niño de siete años. Estamos esperando a ver qué dice el juez porque ella me acusa de trato vejatorio y de abandono, pero la que sale los jueves con las amigas y un novio es ella. Estoy esperando a que se vaya por fin a Perú con el novio ese. Yo me quedaré aquí con el niño".

Siguió narrando la vida con la aceleración del que sabe que su interlocutor se irá en breve. Me dice mi mujer que cómo logro que la gente me cuente todo esto. Le digo que la gente que sufre te dispara los relatos a bocajarro, porque la épica minúscula de sus vidas (y las de todos nosotros) necesita de un sentido, que a veces otorga, aunque sea momentáneamente, un oído que escuche. Tristes vidas, tristes. Paren en los caminos a auxiliar a los menesterosos lleven o no té en sus alforjas.

domingo, 2 de febrero de 2014

Canaletto y un pollero de barrio (De las ideas claras y fijas)

Andar por el mundo es tarea harto difícil cuando uno no tiene las cosas claras. Hay algunos que recurren a diferentes manifestaciones de sus yoes (literatos, cantautores, pintores, masterchefes, transformistas, etc.) o a los yoes de otros (aficionados al fútbol, fans fatales, madres abnegadas, misioneros, etc.) para ir tirando. Lo mejor que puede pasar (o no) es que no entremos en un estado de lucidez cuando ya el tiempo casi se haya ido. Tal vez el concepto “ideas claras” entre en abrupto desencuentro con el de “ideas fijas”, pues ambas a priori pueden resultar posturas opuestas, pero este fin de semana he hecho hallazgos que querría compartir con mis amigos fritangas al respecto.


Fíjense en este hermoso cuadro. Es del afamado vedutista italiano Canaletto. Este pintor de vistas urbanas debe su fama a la particular recreación en sus dibujos de la Serenissima. Venecia fue su inspiración y su fuente de ingresos. De hecho, muchas de sus obras viajaron en la maleta de casi todos aquéllos que se aventuraron al obligado Grand Tour europeo y que de manera inexcusable recalaban en la ciudad de los canales. Canaletto tuvo las ideas claras a la hora de perpetuar (aunque fuera de manera personalísima) las vistas de Venecia; pero también era de ideas fijas. Vean si no cómo el efecto veneciano va impregnar esta Vista de Londres desde el Támesis. En ella cualquiera diría que Sant Paul es una levemente transmutada San Marcos. Su habitual trabajo en torno a la urbe italiana impregnó su obra de un perspectivismo que superpondría en más de una ocasión sobre sus vistas de otros lugares.

Observen ahora lo que ocurre con mi ex-pollero (aclaro que he dejado –al menos en el ámbito doméstico y privado, no en el social– la carne): en este caso las ideas claras están reñidas con las ideas fijas, ya que perpetuarse en ellas, a su entender, sería darle la puntilla a su negocio. Ante la masiva llegada de recoveros a la plaza de abastos, el hombre tuvo claro que la renovación sería lo único que lo salvaría del naufragio. Podría haber optado por continuar con su exitosa, aunque algo mermada, venta de pollos; sin embargo, ha optado por desechar esa idea fija y vulgar de despachar alitas, pechugas y contramuslos y ha convertido su lugar de trabajo en una mezcla de plató de televisión y bingo de barrio. El hombre le ofrece a la clientela la posibilidad del doble o nada. A través de una ruleta el interesado puede apostar el que le salga la compra completa gratis o pagar el doble por ella. El caso es que el personal (habitualmente el sector marujil y algún antiguo ludópata) se viene hasta aquí a jugarse la comida. Hay algunos que lo hacen, me aclara el creador de esta maquiavélica versión de la ruleta rusa, sólo por el placer de jugarse unas pechugas fileteadas. Además, este gurú del emprendimiento ha colocado un dispositivo sonoro que acciona cuando alguien decide jugar (sonido de sirenas), pierde (risas cabreantes) o gana (aplausos de máquina).

Ya ven, queridos míos, no es lo mismo una cosa que otra. A la vista está que el pollero no es Canaletto ni viceversa. Aconsejo una compra en la pollería del barrio para aquellos que quieran sentir, en un tiempo en el que no se está para mucho juego, el vértigo de la pérdida o la ganancia. Me temo que, detrás de todo esto, haya mucho de necesidad. Y más me temo que el pollero de ideas claras y no fijas no llegue a ver la tragedia silenciosa de muchos de sus clientes tras el mostrador.


Ah, y me cago en Gallardón, de ideas claras y fijas.

jueves, 30 de enero de 2014

Y ya nada será posible.


Mientras trasquilo la memoria
siento que se apagó el viento que lamía la tarde.
Deslucidos,
habitan duros emplastos
en lo que en otro tiempo fueron brotes feraces y resueltos.

De nada vale sumergir relojes para olvidar aquel tiempo;
suben a la superficie llenos de doliente recuerdo,
cabeceando procaces entre las nubes de ahora.
Donde hubo faros, ahora rocas invisibles en la noche;
donde hubo desnudez, ahora piel llena de eccemas.

De nada vale desterrar como un trilero
la obligación de ser feliz cuando es lo más fácil,
pues pronto ese viento apagado
removerá las hojas,
descubrirá senderos,

y ya nada será posible.

domingo, 26 de enero de 2014

Bastaría con volver al punto en que todo dejó de pesar.












Cuando tu ausencia es tan real
como que el tiempo se fue;
cuando todo es tan imposible como que los vasos,
los barcos y las nubes tengan constancia de que existo,
me gusta pensar en que no me pediré cuentas a mí mismo
por lo que no vi ni sentí ni reparé.

Bastaría con volver al punto en que todo dejó de pesar.

domingo, 19 de enero de 2014

Y soñar con barcos transoceánicos.



Lucen los verdes eléctricos, esquivos y remotos del invierno. 
La acuática ilusión de los riscos 
se diluye en improvisadas cascadas de furia y viento. 


Con cuarenta años, 
el soñoliento ambiente de las lluvias sobre los campos 
es el paisaje natural de la búsqueda: 
la imaginación nimbada del cielo remoto 
o la enfangada superficie del campo.
Deseo y realidad... 


Y soñar con barcos transoceánicos.


(En tren hacia Madrid, atravesando la tormenta)


jueves, 16 de enero de 2014

Criadores de pollos y sus usos íntimos.


Vuelvo a estas líneas ante la petición febril de una fritanguera que, al parecer, echa de menos el frito variado y las crónicas de lo que ahora ocurre en el micromundo de la cría aviar. He tenido que trajinar algo las notas mentales de estos últimos meses para poder componer algo más o menos digno y no he encontrado nada; bueno, casi nada. He reflexionado mucho sobre las dotes que ha de tener un educador de pollos a la hora de enfrentar su trabajo con acierto y profesionalidad. El operario tendrá que ser puntual, amable, franco, creativo, maduro, audaz, respetuoso, digno de ser imitado, sensible (no sensiblero) ante la materia que imparte y ante su auditorio, entregado (sin perder su yo), creativo, intuitivo, etc., etc., etc. Más o menos un superhéroe. Claro que todo es posible con algo de trabajo personal y una labor de autoconocimiento que no cesa ni siquiera cuando el personal abraza las vacaciones en cualquiera de sus manifestaciones anuales, sean éstas de Pascua, estivales, carnavaleras o pónticas. La gente va cumpliendo como quiere o puede, el problema es que a veces hay destellos de humanidad que me hacen dudar de si algún que otro educador de pollos está realmente capacitado para su función. Puedo entender que el estrés de la jornada laboral nos coloque en situaciones poco ventajosas y que andemos con la cabeza en otro lado –cuestión esta preocupante al trabajar con un material tan frágil como la pollería adolescente–, pero hay detalles que a los ojos de algunos pueden parecer nimios y a los de otros pueden resultar la irrefutable prueba de que hay gente que tendría que dedicarse a otros menesteres alejados de las granjas preparatorias para la vida y la educación universitaria.

Sospecho que alguna vez he señalado en estas fritangas la existencia de un compañero (no identificado aún y dudosamente identificable algún día) que nunca nos regala la visión del fondo de la taza al resto de usuarios del inodoro dentro la granja. El hombre siempre deja el rastro de su orín en el agua. Lo más asombroso es que éste no es como los demás: su procelosa meada tiene el color de la esmeralda pulida. Hay otro colega que tiene la fabulosa capacidad de dejar el rollo del papel higiénico con el último tramo colgando cual barba de chivo viejo, sin reparar en la remota posibilidad de buscar un recambio entre los otros muchos rollos que se amontonan en el baño. Hay otro más (desconozco si coincide con alguno de los anteriores) que tampoco se prodiga en la esgrima de escobilla para el touchée del derrape de mojón matinal. Ustedes me dirán, amigos míos, si es o no esto la demostración de que las granjas necesitan algún tipo de cambio en la selección de personal.

No pierdo la fe en que Mr. Wertigo, Magno Ministro del Gremio Avícola, tome nota sobre el asunto y nos mande una remesa de videos tutoriales para el buen desempeño de la cría de pollos dentro y fuera del corral. De lo contrario, auguro la definitiva caída de Occidente (aún más).


Besos Mariquilla.