sábado, 27 de septiembre de 2014

El día que conocí a Bryan Ferry

Era verano del 86. Hacía un año que nos habíamos mudado a una casa unifamiliar del extrarradio desde un piso unas calles más abajo. La mejora en la vivienda y, aunque insospechadamente para mí todavía, en el ambiente vecinal, se iba haciendo notar poco a poco. Aquellos años tenían el incómodo baldón de la realidad: veranear, lo que se dice veranear, lo hacíamos por obra y gracia de la obligada presencia de la estación estival, aunque lo más parecido al mar que viéramos fuera, según mi propia madre, La Gomera (la goma del patio con la que nos aliviábamos del infierno de la City). En esos lances de spleen veraniego, una tarde, la televisión nacional puso en su UHF un concierto de un grupo que cantaba en inglés. Sobre fondo azul, un tipo con un traje blanco ladeaba la cabeza y cantaba con media sonrisa lo que yo suponía que eran cuitas de amor. Tenía 13 años. El mostacho incipiente que nadie se apiadaba en hacer desaparecer, junto a unos flotadores cultivados a base de bocadillos tostados de sobreasada, me privaba de que las tiernas ninfas de mi clase, cerezas en agraz, repararan en mi existencia. Y ahí estaba ese tipo, fuera del tiempo y de mi tiempo, contoneándose con una pajarita desanudada, y unas bellas doncellas ataviadas con lentejuelas que hacían los coros.


Bryan Ferry había entrado en mi vida como modelo a seguir, aunque esto era algo difícil por el atavío ridículo al que me sometían los rigores económicos familiares y por mor de un concepto que a mí, por aquel entonces (y aún hoy), me costaba entender: la hipoteca. Chándales de algodón y cuellos redondos de mercadillo, zapatos marrones pincha-globos, camisetas Karhu de rebajas y camisas confeccionadas con patrones del Burda (revista proto-sastreril que era lo más parecido al pret-á-porter con el que tiraban nuestras madres). La primera chaqueta que me puse en mi vida fue un préstamo de mi padre, que a la sazón pesaba el doble que yo. La imagen era la de un niño metido en una campana a cuadros. Por todo ello, fui dándome cuenta de que llegar a vestir como Ferry requería de años y experiencia vital.


Este verano, a mis 42, pude ver al bueno de Bryan –con la misma edad que mi padre– en La Riviera de Madrid. Un señor mayor con una chaqueta estampada con flores y mariposas, un pantalón de raso negro, una pajarita y unos zapatos de charol, que brillaban como los ojos de una pantera en la noche, cantaba los temas que yo llevaba escuchado desde hacía un cuarto de siglo. Con más años y “experiencia vital” (ejem, ejem), constaté que con esto no bastaba para llegar a ser como él. El amigo cantaba poco, pero su porte, la mística de un pasado que rejuvenece en youtube (si nos ponemos a ver videos de Roxy Music) y una banda potentísima me volvían a decir que es absurdo el empeño: el que nace para la caverna sólo puede admirar a sus dioses dentro de ella, con el taparrabo y soñando en que algún día se convertirá en algo parecido. Disfruté como aquel niño de 13 tacos que una vez vio cómo el mundo era otra cosa. Me conmovieron su escasa voz y el mucho glamour que destilaba aún. Bryan ya no canta como entonces; la voz se le quiebra en los tramos largos, cuando las coristas, las guitarras y el saxo tapan las grietas del paso del tiempo. Si volviera a nacer no me gustaría ser Bryan Ferry, pero me encantaría que aún siguiera vivo. 
Larga vida a mister Ferry.