martes, 10 de noviembre de 2015

El mismo fuego, la misma luz

Fotografía: Adelaida de la Corte

– ...
– Pero... hablar de y con la infancia de uno tiene sus riesgos.
– No hable si no quiere. A ciertas alturas de la vida es su pasado el que le habla, el que acomete la tarea de abrir una zanja por la que volverá a correr el agua, aunque usted no quiera.
– El caso es que fui feliz. Hubo un momento en el que lo fui realmente. 
– Pero... ¿cuándo, hombre de dios, cuándo fue eso?
– Yo era la cabeza de un hombre que miraba hacia atrás buscando a una mujer.
– ¿El hombre o usted?
– No lo recuerdo. Olía a gominolas y tenía la piel tersa. Mostraba dos postillones en las rodillas y unos mocos siempre retando a la ley de la gravedad.
– ¿Recuerda en qué momento?
– Sí.
– …

– En el momento en que el tiempo tenía la densidad de la leche y ese hombre y yo fuimos el mismo fuego, la misma luz.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Por favor, no sea calvo.



Hace unos años, en un viaje a La Puglia, me encontré con un anuncio en un periódico local que lucía el siguiente eslogan: “Calvo é bello”. No había ninguna marca de tonificante de cuero cabelludo detrás de esta frase. Sólo una fotografía de un tipo sonriente que miraba a cámara con la cabeza monda y lironda acompañaba este maravilloso verso. En un país como Italia, en el que hay censados 11 millones de calvos, pienso que encontrarse con un detalle así puede alegrarle la vida a más de uno y una (entre estas bellas personas también se cuentan mujeres). Lástima que nuestra patria no haga gala de tal sensibilidad. El otro día alguien me comentó que una compañera de trabajo andaba buscando amor en las plataformas que desde interné manejan los heraldos de Venus. La mujer –una hermosa chica de 38 años, con algún costurón en el corazón y una hija– se desesperaba ante la visión de los efebos potenciales: “Qué asco, tía. Nada más que hay calvos”. No sabrá esta ninfa que la vida de ahora da para zurcir corazones de desventurados en el amor (el cansancio, la infidelidad, la rutina), zurcir bolsillos en lo laboral (el estrés, la crisis, los despidos) y zurcir cuerpos en los hábitos (la alimentación, el sedentarismo...). Esta sociedad daliliana (la metáfora de Dalila es cualquier cosa que suponga una jibarización de nuestro yo) está formando un batallón de calvos que agrietan la esperanza de buscadoras del hombre más o menos perfecto entre los canales de citas.

Conozco a tipos que perdieron el pelo y el sueño (esto consecuencia de aquello) y que pidieron un préstamo personal (jeje, personal, ¿cómo si no?) para viajar a Barcelona e injertarse una buena mata que le devolviera la dignidad. Alguien me dijo, cuando pregunté por el injertado: “Si no lo hubieras conocido antes con pelo y luego calvo, no te darías ni cuenta. Parece que le han puesto pelo de otro”. Pues claro. Pero, ¿qué posibilidades tiene este tío de que nadie lo conozca? Además del injerto, ¿hay que cambiarse de país para alcanzar la felicidad plena? Nada de eso. El injertado sonríe ante el espejo. La cúpula protegida le devuelve la seguridad. Cosa extraña.

Una vez escuché en la radio la anécdota de un marinero gallego calvo que viajaba por la costa occidental de África. En un puerto de Senegal oyó que, tierra adentro, existía una tribu que guardaba un tesoro: una mujer devolvía el cabello a todo hombre que lo quisiera; bastaba con frotar el cuero cabelludo por su zona molletal y la actividad de los tubos capilares erupcionaba en cuestión de días. Allá que fue el infeliz a la búsqueda de esta Fuente de la juventud. La encontró. Se trataba de una joven albina negra, hija del jefe de la tribu. Para poder hacer uso de su terapia curativa, había que contraer matrimonio con ella. El marinero no dudó en hacerlo, con más interés en la eficacia del remedio que en el amor, evidentemente. Contaba él mismo que en la noche de bodas, con el frote, a la joven le dio por orinarse encima del esposo, dando lugar a que no sólo no llegara el ansiado milagro, sino que el iluso perdiera un ojo por la infección producida por el orín. Calvo y tuerto.

Desconozco la veracidad de la anécdota. Lo que sí sé es que calvos o no, estamos corriendo el riesgo de perdernos en un mar de fotografías y poses. A partir de los 40, como dijo una vez un sabio, todo el género está picado. Lo de ser calvo es lo de menos.



martes, 3 de noviembre de 2015

Días sin fin

Fotografía: Javier Mije

Hoy no subió la escalinata. No ascendió hacia la última fila del mausoleo de la estupidez en la Facultad de Matemáticas. El Aula Magna lo devoraba, no dejaba sitio para los sueños. Decidió que abandonar la carrera sería el último síntoma antes de embocar el túnel de una rebeldía trasnochada. Con 36 años vagabundeaba por los pasillos, con paso oscilante y una promesa a su familia: este curso acabo. Pero no acabaría, como tampoco acabó las últimas 12 veces que lo dijo. Seguir vistiendo casual para apagar sospechas, colgarse una mochila adolescente, conjurar a las musas de veinte años y pagarles un café en el bar a cambio de una charleta. Todo se esfuma; todo, menos los sueños que se sueñan.

Bajó a la ciudad. Mariola, Silvia, Fátima, Laura, Trini, Charo... Todas creyeron (hasta cierto punto) que su mirada lánguida podía atravesar las sombras y ver el futuro exitoso que cantaba con voz de barítono. Hasta hace poco lo podía lograr: entornaba los ojos y veía, a través de la vibración cansina de las pestañas, la guinda de su vida azarosa. Reclinado en el cristal de una sucursal bancaria consiguió driblar las leyes de la óptica y de la física. Los transeúntes que desfilaban delante de sus narices quedaban atónitos ante la visión de un gigantesco yate a sus espaldas. Él ya sólo veía la danza caprichosa de los días sin fin... y sin objeto.

lunes, 12 de octubre de 2015

Nueva Arquitectura Orgánico-Hidropónica

Fotografía: Fernando María López de Haro
La implantación de la Nueva Arquitectura Orgánico-Hidropónica constituyó un hito en aquel siglo de destrucción del paisaje. Carwright llegó con sus proyectos debajo del brazo. Convenció a lo más granado de los servidores municipales y les coló unas cuantas Ciudades Cardus. Precios asequibles para una urbes hidropónicas de las que sus habitantes no tendrían que salir para nada. El todo incluido cubriría necesidades básicas: vías de comunicación, comercio, ocio. No habría lugares de encuentro. Nada de foros ni plazas públicas. El encuentro humano sólo estaría reservado para la célula familiar. La música ocuparía un lugar destacado en todo el entramado de la ciudad, colocándose un auditorio en forma de caracol adonde acudirían aquellos habitantes que demostraran su sensibilidad con las arcas municipales. Por supuesto, los conciertos serían gratuitos a partir de un repertorio basado en el I Ching, El Libro de las mutaciones que contenía 64 hexagramas adivinatorios con los que los asistentes lograrían dirigirse en la vida. Está claro que todo estaría más que trucado para velar por la felicidad de estos nuevos parias.
Carwright vendió, sólo en la provincia de Cuenca, 658 Cardus. Elevando el tallo sustentador a unos dos kilómetros del suelo conquense (con variaciones de un kilómetro arriba y abajo, según la contigüidad de uno y otro bulbo) lograría ocupar un campo de 59 hectáreas sin necesidad de planes urbanísticos ni recalificaciones costosísimas. A los propietarios de las tierras edificables se les pagaría por el terreno sin darles noticia alguna del proyecto. Carwright conocía bien a esos gusanos.
Después de ganar el Pritzker –ni siquiera una foto de el artista en tan magna ocasión– inundando pueblos fantasmas en valles del norte del país y convirtiéndolos en parque de atracciones acuáticos, todo estaba permitido.

Carwright no duerme. Nunca tiene sueño. Su Nueva Arquitectura Orgánico-Hidropónica no le permite descanso alguno. Sólo se detiene un tanto para alimentarse de lo que cuelga de cada bulbo cuando hay excedentes humanos. Es lo que tiene vivir en una ciudad sin programa de control de natalidad. Todo lo custodia y vigila un monstruo de la arquitectura.

sábado, 10 de octubre de 2015

Tatuajes


Mi madre se ha comprado una máquina láser”. Esto me espetó una cría ayer mismo cuando salíamos de clase. Hemos perdido el poder evocador de este acrónimo (Light Amplification by Stimulated Emission of Radiation); su mera presencia en cualquier frase de antaño evocaba viajes intergalácticos y épicos combates por pasillos de naves espaciales. Eso fue hace mucho tiempo. El láser se fue incorporando a la vida de las calles, a la vez que la cirugía y la estética dejaban desfasados a tíos pegándose espadazos que seccionaban miembros con aquel mágico haz luminoso de las películas.

La “máquina láser” de la mamá de la joven complace otros fines. Se trata de una labor socio-estética con la que lleva un jornal a su casa. Básicamente lo que hace esta señora es borrar tatuajes. Cuando le pregunté a la chica por los motivos para esa donosa marcha atrás, me citó los tres principales: el desamor, el intento de entrar en los cuarteles y la sublimación del arte mismo del tatuaje. Pienso que esto merece una buena Fritanga.

En una sociedad impulsiva como la nuestra, donde las devociones son manifestaciones superficiales, lábiles e infantiles, el “tatoo” con el nombre del amado o amada sobre antebrazos, brazos, pechos, espaldas, muslos o empeines (hay ridículas sutilezas), supone un riesgo que luego puede llevar a muchos (me consta que bastantes) hasta la consulta de este láser sanador. Una prueba más de que sólo el “amor de madre” es (con contadas excepciones) la única prueba de entrega eterna. “Nothing is everlasting”. Estos cariacontecidos ex-amantes han de sufrir el empuje doloroso del rayo, el cual introducirá la tinta enamorada en el sistema linfático de sus cuerpos hasta que lo expulsen. Tal vez no haya mejor metáfora para el amor que se extingue. Todo lo que tendría que ocupar un lugar en el corazón, corre la suerte de la expulsión del paraíso.

Sobre los tatuados que desean volver al redil de los seres de piel tersa e inmaculada para vestirse de uniforme también habría algo que decir. El ejército, la legión, como antes el mundo corsario, y mucho antes las tribus de allende los mares, se tatuaban como símbolo de pertenencia a una comunidad, como una demostración de carácter, como un relato de una fiera existencia, como instrumento amedrentador de oponentes, etc. Hoy el tatuaje es un acto autocelebratorio y exhibicionista (al menos en mi opinión). El maestro Sánchez Ferlosio le dedicó uno de sus pecios extendidos al respecto. Los nuevos custodios de nuestra sociedad civil son seleccionados a partir de individuos fatuos y arrepentidos, cuando, al menos éstos, habrían de lucir con orgullo monstruos, calaveras y estampas japonesas o apocalípticas.

Y qué decir de los que “borro para hacerme otro”. Claro que, de los tres casos, éste me parece el menos entendible de todos por caprichoso e infantil, por su extrema volubilidad. La extensión del término “loca juventud” a una franja de edad más propia de respetables padres de familia hace que los establecimientos de tatuajes cuenten entre su clientela a la chavalada que se tinta la piel con el dinerillo endilgado por una abuela entregada, y a la propia abuela, rejuvenecida a base de tímidos y coquetos dragones chinos exhibidos luego con orgullo en las plazas de abastos del pueblo. Mi querido amigo J.C. compartió sus días durante un tiempo con una amazona licenciada en historia del arte que montaba una Harley, practicaba el kick boxing y regentaba una “tatoo-shop”. Los fines de semana abría por la mañana para algo que no destruía epidermis con colores de fuego, sino que facilitaba los quehaceres de estética doméstica a unos entrañables seres. Un autobús procedente de Huelva le traía en la matinée de los sábados a 15 abuelas que, por el boca oreja, habían descubierto que la felicidad casi total era posible: la amazona reconstruía a base de tinta las cejas que el tiempo o la depilación salvaje habían borrado.


Queridos y queridas, nos queda por ver a muchos tatuados (lo vi claramente este verano en el sur de Inglaterra). Posiblemente gente insospechada dará con su piel en algunos lugares de estos. Yo, para arte, me basto con Florencia y los Uffizi. Existe un tatuaje inevitable. Algunos ya lo tenemos en el frunce exacto de nuestras frentes. Ése que delata que pasamos por aquí y que se llama la vida misma. No se aloquen, amigos y amigas.

jueves, 8 de octubre de 2015

Juan

Fotografía: Guillermo García

Papá se empeñó en que no estudiaras. Se lo propuso, decía mamá, desde que vio que serías el último de una ristra de cinco hijos demasiado preocupados por los avances científicos. Su contribución al mundo de las ciencias ya había sido cubierta por María y sus trabajos en la medicina de vanguardia; por Julián, con esos avances logrados en la técnica de hacer cada vez más largos los puentes colgantes en China; por Lola, tan simpática ella cuando nos contaba cómo sobrevivir a las radiaciones solares con sus cachivaches; y conmigo... qué te voy a contar.

Papá mismo nos guió a todos desde su sillón de mando del CSIC, a partir del momento en se cansó de volcar ácidos sobre metales y descubrir que es más abrasiva la luz de los halógenos del techo durante 16 horas al día que los propios ácidos. Tú serías su último experimento. Pero te apagó, de tanta luz que irradiaba él mismo. Meterme en una jaula –aunque los barrotes estuvieran disimulados–, no hablarte sino con sonidos emitidos por un sintetizador, no tocarte, no facilitarte comida cocinada... Todos, menos tú, habíamos sido un vehículo más en la vida para avanzar en sus esfuerzos como renombrado científico, pero contigo no quería instrumentos, quería a su propia sangre hecha experimento. Mamá lo amaba tanto que aceptó esa última prueba. Sólo una vez, sólo una, te recuerdo fuera de aquel habitáculo: un día en que te vistieron con mi ropa y te soltaron en el centro de la ciudad, en una plaza donde rápidamente dominaste un patinete. Eras tan listo. Una foto a contraluz como prueba y de vuelta a casa. Tus gritos animales de alegría y tu babear –que dejaron mi trenca hecha un asco–, nos obligaron a volver rápido a casa.
Tú no me entiendes. Lo sé, Juan. Me observas tras el metacrilato con absorta mirada. Esa lágrima que corre mejilla abajo es simplemente un reflejo animal. Y no me creo que tras 42 años ahí dentro, no hayas sabido perdonarnos.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Memoria

Fotografía: Amy Hilton Shuler

La bajada apresurada hacia el lago me dejó exhausto. En la recién inaugurada primavera, el glaciar lechoso estaba dando ya sus frutos acuáticos con la colaboración de un sol henchido de nostalgia. Sentí que mi corazón latía con extrema vitalidad tras el galope ladera abajo, y que todo mi cuerpo despedía un fulgor juvenil, un acalorado estremecimiento que nunca antes había tenido. Quise pensar que la visión de algunas jóvenes refrescándose al otro lado del lago era el motivo de esta extraña enajenación. Apenas había hoy visitantes. El parque de Banff refulgía tras el duro invierno.
Una electrizante pulsión recorrió mi ser. Las extremidades traseras arrancaron esquirlas plateadas del suelo en el inicio de una cabalgada que me llevó hasta el grupo que bebía. Mi corazón, de nuevo, palpitaba impetuosamente. Allí no había nadie. Sólo yo. Sólo yo. Sólo yo. Un chasquido metálico, un zumbido de fuego, un hendirse la carne.


Me palpo el corazón mentalmente. Hace rato que no está. Sólo logro pensar enfangado entre tantas cosas raras y tanto recuerdo.

martes, 6 de octubre de 2015

Nada

Fotografía: Pilar Azorada

Te tomaste el trabajo de buscar acomodo para los bártulos que acompañarían las tardes de los niños en las accidentales vacaciones que vinieron por parte de mi despido. Ya te habías acostumbrado a la vida doméstica sin mí. Tú, un hombre dedicado a las tareas del hogar (Mateo, con sus 5 años, acertó un día a contarme que había una mujer que venía a casa y que limpiaba mientras “papi” salía a pasear); tú, un hombre preocupado por que la salida del cole no se convirtiera en una caminata in albis para nuestros hijos hasta la urbanización (Clara, con 3, ya sabía pronunciar “coche” y “vecina”); tú, un hombre capaz de cocinar platos internacionales entre semana (nunca te dije que las bolsas del restaurante tailandés daban mucho el cante cuando las colocabas en el cubo de la basura). Ahora todo se convertiría en una pantomima. Lo noté cuando cociste la pasta y volcaste en la olla un bote de salsa boloñesa de la que parte cayó al suelo. Lo noté también cuando los niños preguntaron cuál era su silla en el asiento de atrás. Lo noté cuando te vi agarrar la fregona mientras yo, pierna en alto, mandaba unos currículos a alguna empresa. Lo noté cuando, ya de noche, observé que no existías, que eras el eco redoblado de un grito soltado en un agujero en la pared: mortecino, apagado, anuncio de una derrota que supuso mucho esfuerzo, el pálido vislumbre de que, tras la promesa de todo, sólo hubo nada.

domingo, 4 de octubre de 2015

Cerezas


Es difícil que la ciudad trastorne su rictus por circunstancias extrañas, pero esa mañana pasó algo fuera de lo común, un encarte en la rutina diaria, algo que por vulgar no dejaba de ser inesperado: en la zona de negocios del centro a la que no acceden los vehículos, se instaló de repente una furgoneta de alquiler blanca. Un tipo fornido vociferaba una oferta que resultaba difícil de desechar: una caja de cerezas por dos euros. La gente se asomaba a las ventanas de las oficinas. La undécima planta del edificio Pollock se había llenado de cabezas que, al escuchar lejanamente la oferta, desaparecían en busca del ascensor. Helen se encontraba fumando un cigarrillo en la esquina cuando el vehículo tronó en medio de la calle. Los anillos de humo le enviaban mensajes: indescifrables, tristes y aletargados signos de que la tarde y la noche y los próximos 3650 días tendrían el sabor de la ceniza.

Decidió comprar una caja con el poco dinero suelto que tenía en los bolsillos. Ya no subiría de nuevo al departamento de Recursos Humanos para apagar el ordenador. Se iría a casa con tres kilos de cerezas para poner una nota de color en la cocina, en el salón y, posiblemente, en el edredón. Helen sabía que el rojo no casa bien con la soledad y que, tarde o temprano, el color palidecería con el paso del tiempo. Tres kilos de cerezas a las once de la noche, como el amor de los bares, no quitan el hambre, sólo te matan un poco más. Descolgó el teléfono; a cada llamada introducía un fruto en la boca. Llamó a cada uno de los hombres que habían ocupado su vida y su cama en los últimos años: “Buenas noches, soy Helen. Tú eres ya sólo sombra”. Una a una, todas, desaparecieron entre sus labios. Aún quedaban nombres en su agenda cuando se introdujo la última cereza en la boca. Luego, se acostó con un terrible dolor de corazón.

sábado, 3 de octubre de 2015

Todo lo que no supimos contarnos




Desde el Igueldo te veía, a pesar de que eras un punto minúsculo entre tanta arena y tanto deseo. La subida me había dejado exhausta. El mar tenía el color de la piel de un cetáceo joven. Observaba tu bañador añil avanzar hacia la orilla con desgarbado encanto. No sabía cómo llegar a ti, así que me inventé la escusa de pasear hasta la cima, desde allí te encontraría. Andabas distraído entre tanto trabajo. Te miré a los ojos –no sospechaste nunca que era capaz de atravesar la luz, la calima y la melancolía con la mirada– y subiste la cabeza hasta donde yo estaba. Lo calculé: de tu ojos a los míos había exactamente 1562 metros y todo lo que no supimos contarnos.





domingo, 27 de septiembre de 2015

Invisibilidad



En oscuros cuartos de alquiler hay hombres enjutos proyectando “proyectos” luminosos, equidistantes del éxito y del fracaso, “proyectos” rotundamente felices, coloridos, ingeniosos y llenos de apasionada fuerza. Son el milagro definitorio de una vida pequeña y atribulada. Estos hombres proyectan “proyectos” para que los presenten otros hombres, oscuros y felices, que con mandos de control remoto encienden las luces de largos senderos que llevan hasta casas de inmensas cristaleras diáfanas asomadas a verdes bosques. Dos mundos opuestos que se necesitan estérilmente el uno al otro: la mano y el dedo; la sombra y la luz; la insalubre galera y el higiénico puente de mando. Si se invirtieran los términos, si el hombre que presenta e inaugura “proyectos” hechos realidad fuera colocado en un oscuro cuarto de alquiler de patios interiores y olor a fritanga, es probable que el mundo se parara. Hay que procurar un urbanismo y una arquitectura que cree espacios para el talento y que invierta la condición de invisibilidad que sufren los creadores en el mundo contemporáneo.   

jueves, 24 de septiembre de 2015

Pegar pedradas


Hoy hubo potaje de alubias (chícharos para algunas gentes del Sur) en casa de mis padres. La ingesta fue moderada, pues, como tiene que ser, en la elaboración de tamaño monumento habían participado, además de la mano divina de mi madre, los consabidos productos del cerdo con ausencia (tácitamente desaprobada por mi progenitor) del tocino. Cuando se ofrece este manjar en el hogar familiar, la cocinera maneja la creencia popular (ésta sí celebrada por el pater familias) de que los posibles contratiempos intestinales por la ingesta de esta legumbre pueden ser atemperados con un plato de arroz con leche. Ya ven, el cielo cabe en dos platos soperos.

Mientras que degustaba esta exquisitez, mi santa madre me invitó a revisar dos cajas de cartón que por su contenido me pertenecían y que, por tanto, qué mejor lugar para su depósito que mi propia casa. Estas exhumaciones me ponen un poco nervioso por lo que tienen de trajinar el pasado, siempre mal avenido con el movimiento, que, como todo el mundo sabe, levanta un polvo que ciega y nos hace estornudar. La última vez que abrí cajas en la casa paterna aparecieron cartas de amor y de amistad, así como de desamor y de amigos que ya se fueron. Las de hoy eran menos sentidas: guardaban los apuntes con los que escalé al dudoso cielo de la docencia. Descubrí que no todo el papel amarillea con el paso de los años, que yo era una opositor curioso y organizado y que, tras conseguir el éxito perseguido, guardar este salvoconducto que me dio un puesto con el que como no tenía ya sentido. Así que he metido en el coche estos apuntes junto a los esquemas que pulcramente confeccioné y me he ido a buscar un contenedor de papel. La boca del tiempo tiene forma de cubo.

Cuando he llegado a casa me he sentado en mi mesa de estudio. Curiosamente hoy me llega un aviso de la editorial Acantilado que acaba de publicar Para entender a Góngora de José Mª Micó. Leo un extracto del estudio y pienso en la pulcritud de algunos filólogos y en el futuro (si es que se puede hablar de esto ya a estas alturas) de la filología en estado puro, sin mescolanzas de estudios culturales y demás aparatajes de altermundialistas descoyuntados. La filología se aviene mal con el este tiempo que toma la velocidad de la fibra de vidrio. El encuentro con los textos antiguos requieren de paciencia, tesón y amor por el saber. Me emociona observar que aún hay extraños seres que se empeñan en estos estériles actos, aunque su autor diga en el video promocional que con este volumen agavilla sus estudios en torno al cordobés y cierra una época de su vida para tomar otros rumbos. Normal, muchacho.



Durante la lectura del extracto del libro de Micó, mi vecino de 4 años se desgañitaba en el balcón que linda con mi estudio. Era un grito infantil de libertad en esta tarde tan maravillosa de otoño: ¡Quieeeeeeeroooooooo al parqueeeeeeeeeeeeeee! Lo repetía sin pausa, con un desesperación rayana en la locura. La voz de su madre sonaba de fondo, con vanos argumentos que el crío ni escuchaba. He estado a punto de salir y liberarlo yo mismo; decirle a la madre que me lo prestara, que yo lo llevaría, no al maquiavélico parque de suelo acolchado de debajo del bloque, sino a pegar pedradas al campo de verdad, porque, tras constatar que la filología ha muerto y otras muchas cosas que me callo), sólo nos queda pegar pedradas como niños al cielo de la tarde. 

martes, 15 de septiembre de 2015

Cruceros


Mi peluquera hizo un crucero en agosto. Lo narra mientras con una cuchilla corta las guedejas que el verano dejó crecer en mi cabeza. Barcelona, Palma, Florencia (?), el nombre de un lugar indescifrable... “Todo muy bonito. Dormíamos apenas 4 horas para aprovechar”. Le pregunto que cómo llegaban a Florencia. “Nos llevaban en autobuses lanzadera desde un puerto (?) y en dos horas nos dejaban allí”. Nada comenté sobre la Galería Uffizi; supuse que en una mañana los cruceristas se dedicaron a pasear por la Signoria, cruzar el ponte Vecchio y a comprar recuerdos. He oído la queja de los venecianos con respecto a los monstruos que el ayuntamiento de La Serenissima deja llegar a San Marcos mismo, hasta el punto de prohibir la inauguración de Monstruos marinos, una exposición fotográfica de Gianni Berengo Gardin que tendría que colgar en el Palacio Ducal el próximo viernes 18 de septiembre y que pone al descubierto el impacto arquitectónico, ecológico, urbanístico, simbólico (y todo lo que se pueda sumar a esta lista) que se está permitiendo en Venecia. Si nada queda libre al apetito voraz de los programadores turísticos, los cuales parecen haberse propuesto acercar al crucerista-termita que consume cuanto le pongan en el paquete a sitios alejados de manera natural del mar, corremos el riesgo de convertir las ciudades históricas en lo que ya son algunas: un parque de atracciones.

Dentro de lo que cabe, pienso que todo ello no es más que una imagen del mundo, de nuestro mundo. Cuando mi peluquera me dijo que pasaban las noches bailando, bebiendo y escamoteándole un cigarro a la luna de vez en cuando, reparé en algo aún más tremendo y urgente que el fin de las ciudades. Era el Mediterráneo, metáfora de la locura y la inconsciencia en que estamos instalados. Me contó que salía a dar una bocanada de noche tras querer comérsela abajo, allí donde la masa democrática se divertía, tal vez, merecida pero inconscientemente, como nos divertimos todos, claro. El Mare nostrum está dándole sepultura a muchos sueños cuando en el mismo lugar otros no duermen por causas tan alejadas como las necesidades de unos y otros. Un mismo mar para bailar y sufrir. Ni siquiera en tiempos del Imperio Otomano fue tan injusto. La evidencia sonroja, como siempre, pero tenía que contarlo. 

miércoles, 25 de marzo de 2015

Hilarante e impredecible


Hilarante e impredecible. Así era Pedro Reyes. Recuerdo a mi hermano Miguel y a mí mismo aguardando a que empezara “No te rías que es peor”, aquel programa demencial donde los concursantes tenían que aguantar la risa para ganar. Pedro Reyes aparecía con una chaqueta brillante inverosímil, un mostacho y una melena pegada a una calva. En sus monólogos aparecía una cerda que cantaba, que respondía al nombre de “La Perla de Chipiona” y que llegaba finalmente a Hollywood; o un hombre que se empeñaba en decirle a una chica “tú eres Manoli” cuando la pobre no lo era (en ninguno de los tres minutos que duraba el chiste); o la fascinante coplilla que aún recordamos Miguel y servidor:

Dos huevos fritos
se están peleando
yo con medio bollo
los voy separando.
Déjame mojar,
Déjame mojar,
no porque los bollos
ya no quieren más.

En los veranos pobres de finales de los 80, yo hacía una imitación de Pedro Reyes en las noches de agosto, cuando la hipoteca familiar y el pre-capitalismo sin costa para los habitantes de la Andalucía interior (unos, tímidas escapadas de un día los más suertudos; otros, hacinamiento en casa de la abuela de El Puerto) nos invitaban a pasar largas veladas de aburrimiento nocturno en el barrio. Pedro Reyes te ponía en el camino insuperable del surrealismo, sin apenas saber aún qué era eso. Las historias, que denominé “Historias de Dios”, duraban lo que aguantaran mi imaginación o mi auditorio. Hoy parece que Reyes se ha ido. He leído lo poco inspirado que ha escrito Carbonell la despedida a su compañero, lo cual ha de ser de las cosas más difíciles que se pueden hacer escribiendo. Esta tarde, recordando con mi amigo Juanmi aquellas noches de verano, he sentido un vértigo silencioso, un imperceptible desvanecimiento provocado por la certeza de que el tiempo de las flores se ha ido y que sus custodios también se marchan. Larga vida a Pedro Reyes y muchas gracias.


Los cómicos nunca deberían morirse.

domingo, 15 de marzo de 2015

Sábado en la ciudad




Hacía tiempo que no pasaba por aquí. Ha bastado un breve paseo matinal por la ciudad para reunir unos cuantos frescos contemporáneos para sentarme en el teclado y darlos al mundo. La actividad humana en toda su extensión puede darnos motivos tanto para la esperanza como para la desesperanza; optar por una postura o por otra a veces es una mera cuestión de humor. Lo que ayer vi es un cóctel humano de primera mano, escamoteado a individuos que conviven en el vaivén citadino del sábado por la mañana. Vean, fritangueros, si la esperanza llega o está al llegar.

Me encuentro con una versión fantástica y rocambolesca del ensayo cofrade, esta vez abanderando una causa solidaria. Los costaleros con la canastilla desnuda pasean por el barrio el paso sin figuras para todos aquellos que quieran “embarcar” alimentos sobre sus cabezas lo hagan. Una banda de música les da entrada y compás por la calle Feria, mientras que los esforzados vecinos colocan bolsas bienintencionadas encima.

Caminando hacia el centro, atrapo conversaciones varias entre seres que no conocen o no se percatan de que la vida íntima es mejor airearla en las salitas que en las calles.

1) Una mujer más o menos de mi quinta le dice a una anciana que camina trabajosamente sobre un bastón:
–Tiene 44 años. 4 menos que yo, pero es muy joven de espíritu, ¿verdad?
– Sí, pero se le ve “mu vivío”.
2) Un matrimonio de sexagenarios a una octogenaria:
– Sí, es la niña. Se separó hace un año y ya tiene otro de la pareja nueva, que también tiene dos.
– ¿Pero están casaos ya o no?
3) Un tipo de unos 40 y tantos en la puerta de la iglesia del barrio, rodeado de familiares endomingados para celebrar un bautizo, que lo miran cariacontecidos:
–Estoy superdesanimado. Llevo una semanita fatal.

Hace unos años ninguna de estas escenas ni se veían ni se escuchaban sobre el adoquín. Tal vez formen parte de la joie de vivre, de la alegría de vivir y de contarlo. Lo que más me sorprende de las tres escenas es lo pusilánime del superdesanimado. No me imagino a mi padre hace 30 años diciéndole a sus cuñados eso de “estoy superdesanimado”. Los dolores de corazón eran llevados con más entereza, con menos prefijos y lejos de esta “memez emocional” contemporánea.

En La Campana, Zoido, actual alcalde de la City, hace campaña encubierta: un grupo de 10 personas vestidas de blanco entrega a la ciudadanía bolsas con el ilusionante lema: “Sevilla, tu casa. No tires residuos al suelo”. El personal, como siempre ocurre ante el gratis total, agarra bolsas para reciclar ellos y todo su vecindario. Sigo caminando y me encuentro con la escenificación del modelo asambleario de Podemos en la Plaza de la Encarnación, lugar de reminiscencias quinceemistas. Se lee en voz alta propuestas del programa que se desarrollará en los distritos de la capital. A mano alzada el personal vota a favor. No hay recuento; no hace falta. Cuando se pregunta “¿votos en contra?” sólo levantan la mano los que no las bajaron antes porque están a otra cosa (hablan entre ellos, teclean un mensaje en el móvil...).

Enfilo la calle Regina, que tiene hoy jornada de puertas pa fuera en todo su comercio. El Soho Sevillano le llaman los más optimistas. En la calle se mezclan tabernas de a 0.80 el botellín, con mercancía marroquí, galletas artesanas, cafés cantantes, librerías especializadas y ropa, cosmética y comida ecológicas. Del tascón sale un tipo que, al escuchar el comienzo de “Manhá de Carnaval” de unos músicos que amenizan la fiesta, suelta un “no es vieja la canción ni ná”.


En fin, la ciudad con todo su color de sábado por la mañana. No es gran cosa, me consta, pero me apetecía hacer abdominales fritangueras para no perder fondo, como hacen algunos esforzados escritores que, por la inminente rentrée primaveral (ferias del libro, saraos culturales y presentaciones varias) cabalgan como potros desbocados por las orillas del río, lugar para el deporte, para el amor adolescente o para el amor maduro, adúltero u homosexual. Pero esto ya es otra cuestión. Saludos.