martes, 10 de noviembre de 2015

El mismo fuego, la misma luz

Fotografía: Adelaida de la Corte

– ...
– Pero... hablar de y con la infancia de uno tiene sus riesgos.
– No hable si no quiere. A ciertas alturas de la vida es su pasado el que le habla, el que acomete la tarea de abrir una zanja por la que volverá a correr el agua, aunque usted no quiera.
– El caso es que fui feliz. Hubo un momento en el que lo fui realmente. 
– Pero... ¿cuándo, hombre de dios, cuándo fue eso?
– Yo era la cabeza de un hombre que miraba hacia atrás buscando a una mujer.
– ¿El hombre o usted?
– No lo recuerdo. Olía a gominolas y tenía la piel tersa. Mostraba dos postillones en las rodillas y unos mocos siempre retando a la ley de la gravedad.
– ¿Recuerda en qué momento?
– Sí.
– …

– En el momento en que el tiempo tenía la densidad de la leche y ese hombre y yo fuimos el mismo fuego, la misma luz.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Por favor, no sea calvo.



Hace unos años, en un viaje a La Puglia, me encontré con un anuncio en un periódico local que lucía el siguiente eslogan: “Calvo é bello”. No había ninguna marca de tonificante de cuero cabelludo detrás de esta frase. Sólo una fotografía de un tipo sonriente que miraba a cámara con la cabeza monda y lironda acompañaba este maravilloso verso. En un país como Italia, en el que hay censados 11 millones de calvos, pienso que encontrarse con un detalle así puede alegrarle la vida a más de uno y una (entre estas bellas personas también se cuentan mujeres). Lástima que nuestra patria no haga gala de tal sensibilidad. El otro día alguien me comentó que una compañera de trabajo andaba buscando amor en las plataformas que desde interné manejan los heraldos de Venus. La mujer –una hermosa chica de 38 años, con algún costurón en el corazón y una hija– se desesperaba ante la visión de los efebos potenciales: “Qué asco, tía. Nada más que hay calvos”. No sabrá esta ninfa que la vida de ahora da para zurcir corazones de desventurados en el amor (el cansancio, la infidelidad, la rutina), zurcir bolsillos en lo laboral (el estrés, la crisis, los despidos) y zurcir cuerpos en los hábitos (la alimentación, el sedentarismo...). Esta sociedad daliliana (la metáfora de Dalila es cualquier cosa que suponga una jibarización de nuestro yo) está formando un batallón de calvos que agrietan la esperanza de buscadoras del hombre más o menos perfecto entre los canales de citas.

Conozco a tipos que perdieron el pelo y el sueño (esto consecuencia de aquello) y que pidieron un préstamo personal (jeje, personal, ¿cómo si no?) para viajar a Barcelona e injertarse una buena mata que le devolviera la dignidad. Alguien me dijo, cuando pregunté por el injertado: “Si no lo hubieras conocido antes con pelo y luego calvo, no te darías ni cuenta. Parece que le han puesto pelo de otro”. Pues claro. Pero, ¿qué posibilidades tiene este tío de que nadie lo conozca? Además del injerto, ¿hay que cambiarse de país para alcanzar la felicidad plena? Nada de eso. El injertado sonríe ante el espejo. La cúpula protegida le devuelve la seguridad. Cosa extraña.

Una vez escuché en la radio la anécdota de un marinero gallego calvo que viajaba por la costa occidental de África. En un puerto de Senegal oyó que, tierra adentro, existía una tribu que guardaba un tesoro: una mujer devolvía el cabello a todo hombre que lo quisiera; bastaba con frotar el cuero cabelludo por su zona molletal y la actividad de los tubos capilares erupcionaba en cuestión de días. Allá que fue el infeliz a la búsqueda de esta Fuente de la juventud. La encontró. Se trataba de una joven albina negra, hija del jefe de la tribu. Para poder hacer uso de su terapia curativa, había que contraer matrimonio con ella. El marinero no dudó en hacerlo, con más interés en la eficacia del remedio que en el amor, evidentemente. Contaba él mismo que en la noche de bodas, con el frote, a la joven le dio por orinarse encima del esposo, dando lugar a que no sólo no llegara el ansiado milagro, sino que el iluso perdiera un ojo por la infección producida por el orín. Calvo y tuerto.

Desconozco la veracidad de la anécdota. Lo que sí sé es que calvos o no, estamos corriendo el riesgo de perdernos en un mar de fotografías y poses. A partir de los 40, como dijo una vez un sabio, todo el género está picado. Lo de ser calvo es lo de menos.



martes, 3 de noviembre de 2015

Días sin fin

Fotografía: Javier Mije

Hoy no subió la escalinata. No ascendió hacia la última fila del mausoleo de la estupidez en la Facultad de Matemáticas. El Aula Magna lo devoraba, no dejaba sitio para los sueños. Decidió que abandonar la carrera sería el último síntoma antes de embocar el túnel de una rebeldía trasnochada. Con 36 años vagabundeaba por los pasillos, con paso oscilante y una promesa a su familia: este curso acabo. Pero no acabaría, como tampoco acabó las últimas 12 veces que lo dijo. Seguir vistiendo casual para apagar sospechas, colgarse una mochila adolescente, conjurar a las musas de veinte años y pagarles un café en el bar a cambio de una charleta. Todo se esfuma; todo, menos los sueños que se sueñan.

Bajó a la ciudad. Mariola, Silvia, Fátima, Laura, Trini, Charo... Todas creyeron (hasta cierto punto) que su mirada lánguida podía atravesar las sombras y ver el futuro exitoso que cantaba con voz de barítono. Hasta hace poco lo podía lograr: entornaba los ojos y veía, a través de la vibración cansina de las pestañas, la guinda de su vida azarosa. Reclinado en el cristal de una sucursal bancaria consiguió driblar las leyes de la óptica y de la física. Los transeúntes que desfilaban delante de sus narices quedaban atónitos ante la visión de un gigantesco yate a sus espaldas. Él ya sólo veía la danza caprichosa de los días sin fin... y sin objeto.