miércoles, 5 de octubre de 2016

La lubricidad de los conejos


Comparto con los conejos algo tan íntimo que ni siquiera yo soy consciente: mi segundo apellido.  Esta circunstancia me podría haber llevado a pensar que también compartiría con ellos su empática lubricidad. No es el caso. Comento esto porque me ha llegado calentita una anécdota con gran calado conejil.

Mi querida comadre era poseedora de una coneja hasta hace poco. El motivo de que el animal formara parte de una familia que ya contaba con cuatro miembros era el de satisfacer el deseo de su hija pre púber, la cual se moría de ganas por abrazar una mascota. La decisión de que fuera
una coneja y no un perro supongo que vendría por la mera comodidad e independencia del lepórido dentro de su jaula. 

El paso de la pubertad a la adolescencia supuso un cambio de planes en la vida del animal: la joven ya no se hacía cargo y urgía buscar acomodo en otro hogar. Con ese afán, su mamá colocó un anuncio en WhatsApp para ver si alguna madre del grupo de judo de los niños estaba interesada en hacerse con un ejemplar semi adulto de coneja. Al reclamo del ofrecimiento apareció una interesada que vivía algo alejada del hogar habitual de la familia dadora. Aun así, mi comadre se internó en la laberíntica profusión de urbanizaciones hasta encontrar el sitio. La caritativa nueva mamá del animal le contó que su hijo deseaba contemplar en las tardes de invierno la blancura de cualquier bicho, preferentemente mamífero doméstico. Hubo despedida feliz y, supuestamente, fin de la historia.

Al cabo de una semana, la tan caritativa nueva mamá recurrió de nuevo al WhatsApp para rogarle a mi comadre que volviera a por el conejo. El caso es que, al parecer, el hijo había recibido el regalo de otro  y la convivencia conejera se había vuelto insoportable. Allá que fue la antigua madre a recoger a la que ella pensaba que no volvería ser su mascota. La desesperación evidente en la que anduvo sumida durante esos primeros días, hizo que su cuñada se apiadara de ella y que, por tanto, se hiciera cargo de la coneja.

Al cabo del tiempo, también recibió una llamada inesperada de su cuñada que le daba una terrible noticia: la coneja estaba preñada y su descendencia ascendía a seis conejitos. Aquella supuesta insoportable convivencia conejera realmente se había tratado de una semana de apareamiento febril. Hubo de llamar de nuevo a la mamá del judo para aclararle que aquella descendencia habría de ser compartida entre la familia del padre y la familia de la madre, conejos ambos.

Saquen ustedes mismos las conclusiones pertinentes. El capricho de los niños, las inconsistentes voluntad y palabra de las madres, la lejanía de las urbanizaciones y la prodigiosa capacidad de apareamiento de los lepóridos probablemente pudieran acabar con las felices visiones de la infancia. Personalmente pienso, como así lo creía Gerald de Nerval, que la mejor mascota es una langosta: no ladra y conoce el secreto de las profundidades. Aunque yo la prefiera en la cazuela.