jueves, 25 de mayo de 2017

Se llama Love y canta "La cucaracha"



Cuentan las hagiografías que San Francisco de Asís era capaz de hablar con los pájaros. Prueba de ello fue la molestia que se tomó el hombre en dejar escrito su sermón a los mismos. Probablemente, como un vestigio del pasado, existe aún el deseo de seguir teniendo contacto con un reino, el animal, con el que compartimos los instintos y las pasiones. Todo ello lleva al personal, aunque sea de manera inconsciente, a acompañarse de mascotas más o menos domesticables con las que algunos hablan e incluso cantan. Mi madre, sin ir más lejos, amenizó nuestras infantiles vidas haciendo un dúo con un canario de portentosa garganta. Lástima que el pájaro fuera dirigido sólo hacia el universo Marifé de Triana.

En el mundo de ahora cada cual busca su alter ego en la animalia del momento. Las granjas de reproducción canina programada se han puesto las pilas para satisfacer las necesidades de las sociedad: los perros han sido sometidos a un proceso de jibarización por mor del tamaño de los hogares y la vida nómada. El terrier, el bichón maltés, el buldog francés, etc. se han colado en hogares de 65 m2 o viajan dentro de jaulas plegables en la cabina de los aviones. La bichería doméstica es numerosa y variada. Todo el mundo conoce a alguien que ha tenido un vecino con una serpiente, una tarántula, una mantis, un lagarto o un erizo. El universo de la excentricidad siempre se muestra en cosas pedestres, nunca en lo sublime. Claro que no todos los animales sirven para el dueto canoro.

Esta tarde, paseando con mi familia por un parque del extrarradio, nos hemos topado con el cartel que acompaña al texto. Resulta evidente que el amor hacia un animal es algo comprensible y alabable; que su pérdida causa un dolor que sólo el tiempo atenuará; que, si el vínculo es recíproco y duradero, la ausencia en el hogar no puede ser compensada por otro ejemplar de la misma especie. El caso de Love es paradigmático: una chica, según reza el cartel, es propietaria de una ninfa que está criada a mano (sic), que no agarra y que se apoya en la cabeza y el dedo. Hasta aquí, bien, pues todos los ejemplares tienen este comportamiento arquetípico. Pero, ¿qué ocurre cuando Love, tras tardes de denodado esfuerzo por parte de su criadora, ha llegado a silbar “La cucaracha”? ¿Qué hacer en ese caso? ¿El gusto musical de la especie también es arquetípico o cada pájaro tendrá debilidad por un estilo y un artista diferentes? Me pregunto si la excentricidad con la que carga el pájaro es lo que hace que su búsqueda sea incansable. También me pregunto si yo mismo, ante tal prodigio, llamaría al teléfono para devolverlo.


Observo con curiosidad la manera en que el mundo contemporáneo exhibe sin ningún tipo de sonrojo ni remordimiento los más recónditos lugares de su alma. La joven que figura en una de las fotos será la que, con toda seguridad, haya puesto al pájaro en la senda de los corridos mexicanos. No seré yo quien juzgue su gusto musical. Sólo sé que andaré con el oído bien aguzado para ver si me encuentro con esta maravilla. Ya veré luego si llamo o no. Good night, my friends.

martes, 23 de mayo de 2017

Memorias de adolescencia en el Mercadona


El verano olía a chancla quemada. La piscina municipal nos salvaba de la muerte segura. En las noches se buscaba el fresco imposible en terrazas de verano que treintañeros avezados en negocios de barra y garrafón abrían próximas a nuestras residencias obligadas de verano. Los de familias acomodadas (o más sensibles a las veleidades adolescentes de sus vástagos) aún podían buscar el aire sanador y nocturno montados en sus vespinos y cadys, casi siempre en un trayecto hacia ninguna parte. La gente iba apareciendo y desapareciendo en esos chiringuitos de interior con cuerpos tostados por el sol de Huelva, para envidia de los que teníamos la misma identidad perenne que los bidones de cerveza que nos servían de asiento. La adolescencia monocroma de los pueblos del extrarradio sin servicio de autobuses era el castigo de tántalo: las mismas caras una noche tras otra, la misma música, los mismos veinte pavos (que duraban hasta el viernes si se podían aguantar sin gastar). Lo mejor del tinto de verano era chupar los hielos hasta la hora de volver a casa.

Todo esto viene a cuento por una visión sublime y mercadonera esta tarde. La cajera de hoy es C., otra belleza recuperada. La noche mágica en la que apareció hacía tanto calor que aún cantaban las chicharras. Una chica rubia, de cola de caballo alta, entró en aquel templo del aburrimiento con paso tímido. Sentí que para ella era la primera noche, la noche en la que cruzaba al mundo de lo prosaico desde un fanal divino. Una cara nueva suponía comerle una esquina a la monotonía y soñar, aunque fuera sin vespino, que todo era posible.


Hoy me he encontrado a C. en el Mercadona del pueblo. El rojo constante e inextinguible de sus labios, la cola inmutable, aquella mirada que desde el silencio atravesaba los sueños de los chavales hartos de mortadela de verano, seguían ahí, como si hubiera salido de la misma noche aquella. Sólo he podido ver un inevitable descolgamiento de la papada (anecdótico, comparado con el buche y la calvicie del que escribe), atenuado por una elegancia natural en el desempeño de su trabajo. Aquella musa del agosto tórrido, que siempre se mantenía en silencio entre el grupo de amigas, emergía de las nieblas del pasado convertida en una presencia beatífica que me transportaba a los años hermosamente crueles de la adolescencia de aquel verano. Ahora sigue con su discreto encanto: saluda con apenas dos palabras y no pierde un rictus entre lo melancólico y lo virginal mientras pasa con indolencia la caja con los seis cartones de leche de la cinta transportadora a la rampa de recepción. Comienzo a pensar que Mercadona es un Parnaso moderno de tapadillo al que unos acuden para nutrir alacenas y arcones, y otros, los menos, a saldar cuentas con la memoria y la mortadela. Good night, my friends.

sábado, 20 de mayo de 2017

Cromo robado


Lola es una Rita Hayworth rural, agreste, agropecuaria. Pasa por el lector los códigos de barra con eficiencia y dedicación. Mercadona la contrató hace un año y desde entonces, en las pocas veces que he coincidido con esta musa, he podido hacerme una idea de su vida. La supongo hija de otra Rita que nos secuestraba el corazón en la adolescencia cuando íbamos a robar casetes de cromo a Continente. La imagino también perteneciente a una estirpe de cajeras que se remonta a años atrás, cuando llegó a España el negocio de los supermercados. Lola no está tatuada –cosa que me sorprende– y tampoco exhibe una dentadura alienada por obra y gracia de la ortodoncia universal de ahora. El incisivo lateral derecho sobresale un poco, detalle este que la rescata de centrifugadora de las modas igualatorias y la hace única. Su gracejo natural gusta a señores de vientre prominente que van a comprar sangría hecha en lote de seis y a las señoras que entran un momentito a por el salmón de la cena. De ella, por su propias palabras, sé que tiene dos perros y un gato, y que camina por las calles mirando hacia delante para no reparar en la orfandad de los animales callejeros, hermanados con sus mascotas por su procedencia.

Esta Rita III o IV me ha llevado a recordar esos robos adolescentes y vergonzantes vistos a la luz de ahora. Íbamos a Continente con los pantalones del chándal abombachados: los bajos metidos en los calcetines blancos de rayas rojas y azules. La técnica consistía en poner caras de primaveras (las teníamos de forma natural), coger un pack de tres cintas e introducirlo en los pantalones por la cintura. La caída hasta los tobillos era rápida. Luego pasábamos por caja con una bolsa de seis Doopies a veinte pavos el leñazo. Atravesábamos un descampado hacia nuestras casas engollipados por los donuts falsificados. Lejos del arco detector y de las ominosas pegatinas del chivatazo, el mundo era ruin, pero igualmente más feliz. El pop y el rock de los finales de los 80 lo grabábamos sobre el cromo robado y nos sonaba a gloria en los walkman traídos de Ceuta por el padre de un colega.


Hoy celebro la belleza consustancial de la última Rita y también a mis panas de entonces, chorizos impenitentes que me regalaron el sueño de ver a Gilda a mi lado y una música (como toda la música de la adolescencia) eterna. Salud.

jueves, 11 de mayo de 2017

Bombones a los cuarenta


Las nuevos envites amorosos a los cuarenta son, en su mayoría, ferozmente adolescentes. Me contaba un colega que su amigo X (45 años, cuerpo de marrajo sobrealimentado) había comenzado una relación con Y (43 años, encantadoramente mórbida). Se conocieron, tras el consabido naufragio matrimonial, en una cena amañada por unos cuantos filántropos. Todo comenzó como comienzan estas cosas: desconfianza, tiento, aproximación, sorpresa, flirteo, enamoramiento y entrega apasionada. X e Y se llamaban, se regalaban, se preparaban fines de semana de una ortodoxia casi pueril: El Rey León en Madrid, baños árabes en Córdoba, parapente en Málaga, su poquito de sushi... Todo bien hasta que X estuvo tres horas sin enviarle un whatsapp a Y, que esperaba un icono aunque fuera para alegrarse la tarde. Por la mañana el bienintencionado X le había regalado una caja de bombones belgas que quitaban el sentío. La neurosis también es un signo de los tiempos. “¡Ven ahora mismo a por la puta caja de bombones!”, le dijo Y a X en una llamada a las ocho de la tarde. El cariacontecido X se trasladó sin resuello al palacio de la princesa. Se encontró con que casi le tiraban a la cara la cajita y lo mandaban a la órbita irregular del carajo “por no mandarle un puto whatsapp en toda la tarde”. Descendió las escaleras y se tiró a la calle con la caja bajo el brazo. Cuando llegó a su apartamento de soltero, aún sin entender nada, se sentó. No quiso cenar. Abrió la caja de bombones: encontró cinco ausencias. Le dolieron más los cinco bombones que se había jincado la colega que el corazón. Perra vida.