viernes, 19 de agosto de 2011

La noche sin Ben Webster

Esta noche no fuimos a ver a la hija del difunto tenor Alfredo Kraus. Seguramente (a estas horas las prensas cuecen –literalmente– el periódico) mañana figurará en la sección de cultura de los rotativos nacionales la noticia de la defunción en la City por golpe de calor de la heredera del mejor Rigoletto (mi suegra dixit) de la historia. No fuimos a ver la muerte en directo de esta infeliz porque decidimos que la mejor forma de pugnar contra la calorina extrema (38 grados a las diez y media de la noche) era pedalear para tomar el fresco que nosotros mismos producíamos con la traslación. Nada. Pedro Botero pegándose unos cuescos volcánicos tras ingerir la fabada que hoy servían de menú en el infierno.

Buscamos un bar con algo de aire acondicionado. Entramos en dos en el que estos aparatos figuraban testimonialmente. Apenas un vahído moribundo que se mezclaba con el calor que desprendían las cámaras frigoríficas y la fritanga que se cocinaba en las sartenes. El camarero del último de ellos me llamaba padre cada vez que me daba una cerveza o una tapa. Reconozco que este infame calor casa mal con la buena voluntad y con el optimismo ovejuno. La gente que queda en la ciudad son los desheredados del star system veraniego (apartamento alquilado, viaje masivo con tour operator al fondo, etc.). Mi amada me contaba que el otro día, cuando se encaminaba con sin igual valentía hacia el mercado a eso de las 18:30, compartió acera con una pareja de yonquis (“Quillo, tengo la pistola”. “Pues ´amos pa´l río a pegá unos tiros, illa”) y con una especie de orangutanes singles ataviados con camisetas de sisas, bañador y chanclas que procesionaban con la mirada tan perdida como sus pasos. En las inmediaciones del comercio observó que al menos un individuo traía un porte y una indumentaria normales. Puro espejismo: el colega llevaba un adoquín en la mano. Algún incauto afirmó que el amor mataba más que las balas. En estas latitudes habría que cambiar aquello del amor por esto tan pegajoso llamado verano.

Volvemos a casa con la vana ilusión de que dentro se estará más fresco. Como una vez me dijo mi amigo Luis, hoy hace una noche de esas de cartel de neón frente a tu ventana en una urbe gigante y extraña del Medio Oeste, donde te asomas a la calle con un cigarro a medio fumar y donde gruñe un disco de Ben Webster bajo la aguja. Nada más alejado de la realidad. Quedo aquí en el sillón, a apenas 20 centímetros del ventilador, con lo más estimulante de esta fase veraniega en la ciudad: la lectura (muy aconsejable) de Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía de Rüdiger Safranski (Tusquets Fábula por apenas 10 dólares). Aunque no lo crean, es lo mejor que nos puede pasar a los desheredados que no vivimos en Chicago. Good night, my friends.

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