sábado, 27 de noviembre de 2021

Coro in Wonderland

  


“El efecto lata de mortadela”, del que ya he escrito en alguna ocasión, no es más que la metáfora burda de la expulsión contemporánea del Paraíso. La explicación es de un sutileza sonrojante: introduzca el puño cerrado por la base contraria a la boca de la lata (turismo de masas); empuje con denuedo y sin pausa (vuelos baratos, airbnb, hoteles a mansalva, oferta hostelera en casi todos los bajos del centro…); y una apetitosa barra de mortadela aparecerá por el lado abierto para la ocasión (los habitantes naturales de la ciudad expulsados). Esta “mortadela” saliente va habitando poco a poco los nuevos anillos urbanizados del infierno, los cuales aparecen como una mancha de aceite que se expande por el plano del extrarradio. Aquí hablamos de vivienda, pero ¿qué decimos si nos referimos a la ocupación de espacios de esparcimiento que han sido tomados por los visitantes eventuales, dando lugar a que los lugareños también se tengan que expandir-esparcir hacia más allá de sus fronteras para encontrar un lugar de tranquilidad que ya no ofrecen sus propias ciudades?



 

Hoy fuimos a Cortelazor, pueblo de la Sierra de Aracena que no llega a 400 habitantes en su día a día. Creo que sería alrededor de 1989 cuando llegué allí de la mano de un anfitrión y un amigo maravilloso: el señor Vázquez. Él nos abrió las puertas del pueblo de sus padres y nos presentó como camaradas a los naturales. Mucho alcohol, mucho buen jamón y mucho cachondeo se ha trasegado por estas calles. El fruto de todos estos años acudiendo a las fiestas del lugar ha sido la amistad con algunos de los que allí aún quedan. Coro y Jesús, su marido, son de esas amistades. Si algo tienen los de Cortelazor es el sentido de la hospitalidad. Puedo decir que su bondad, su falta de prejuicios y una particular manera de ser cosmopolitas sin necesitar mucho mundo para ello es marca de la villa. Este sábado en la plaza hemos degustado los manjares de Eligio mientras que nos contaban cómo la afluencia de gente de fuera abarrota el pueblo los fines de semana. Ellos no lo dicen, pero nosotros sí que vemos la manera en que el idílico anonimato de este sitio va desapareciendo en detrimento de su esencia y de su tranquilidad. Las rutas que apenas solo conocían los que allí habitan, una especie de patrimonio natural resguardado de la voracidad del turismo de fin de semana, se consume por la masa guiada por la publicidad de las redes sociales y los vídeos colgados en youtube. Coro y Jesús no se quejan; también he de suponer que algo de beneficio traerá todo ello a la zona.



A la salida hacia la carretera general vemos unas pintadas alusivas a la construcción de una vía rápida. “No a la vía rápida”. Un desastre ecológico se cierne sobre la belleza de este paisaje. La rapidez se aviene mal con estos lugares. La velocidad tecnológica está filtrándose en proyectos que no la necesitan. Esa rapidez que lo copa todo en nuestro día a día ha de mantenerse alejada de ciertos espacios. Me pregunto si los de allí la querrán. Habría que preguntarles a ellos antes que a los empresarios que moverán sus mercancías (incluidos en ellas los humanos) en la mitad del tiempo que lo hacen ahora. Menos tiempo; más ganancia, más gente, más riqueza (¿de qué tipo?). El dominguerismo hace que incluso se organicen brigadas locales para frenar a las hordas que pillan las castañas de fincas particulares (“rápidamente”). Razias de fin de semana que van asolando la riqueza espiritual y material de aquellas tierras. Ojalá no se nos vaya la oportunidad de preservar la belleza de por allá. Ojalá nos queden muchos años de ir a ver a los amigos, con tranquilidad y sin vías rápidas.


lunes, 22 de noviembre de 2021

Mucho Yo y poco tú en el Día de la Música

 


La literatura, como todas las artes, no puede sustraerse a su tiempo. Se tiñe del color de la vida que camina por los senderos de cada momento. Basta con leer los periódicos, ver un rato la tele o trastabillarse por internet para sospechar a que huele la tinta que contará o cantará el tiempo que nos ha tocado vivir. 

También vale para la música. Escuchen durante un rato, si no, las letras de los temas de Yung Beef o de C. Tangana. Si no basta con observar detenidamente sus miradas para sospechar sus limitaciones como individuos, apenas treinta segundos admirando sus creaciones ya dan para constatar hacia dónde va la música comercial que consumen (sin control ni interés parental) miles de adolescentes y no tan adolescentes. Lo explícito y lo feo (en lo estético y en lo moral) emergen a cada línea en la creación de estos artistas. Lo que más me llama la atención es que Kiko Veneno y algún componente de Ketama acompañen a este tal Tangana en uno de los vídeos enlazados arriba, lo cual no es más que la muestra de que, además de “producto producido” (valga la redundancia), se trata de una veta creada artificialmente en la mina de la música de ahora. Los gigantes (entendiendo “gigantes” como los que vinieron antes) se empequeñecen portando en sus hombros a estos nuevos “enanos” de circo.

Bernart de Ventadorn, trovador provenzal del siglo XII entra en liza en una pelea de gallos con C. Tangana, juglar del XXI. Casi un milenio los separa. La comparación de unas estrofas de uno y otro da la medida de la aniquilación absoluta que ha supuesto el reguetón y sus alrededores con respecto a las formas de la poesía amorosa dentro de la tradición literaria occidental. Compararlos es como colocar a un águila junto a un espantajo. Por el desagüe se escapa toda la poesía del amor cortés, el Petrarquismo, el Romanticismo, el Simbolismo, el blues, el tango, la bossa nova, la canción melódica, los Beatles, etc. Miren si no:


Ya que con mi señora no me valen
ruegos ni compasión, ni mi propio derecho,
y a ella no le agrada
que la ame, nunca se lo volveré a decir.
Así me alejo de ella y me aparto;
me han muerto y como muerto respondo,
me voy –ya que no me retiene–
desdichado, al exilio, no sé a dónde.


Antes de que muera yo


Pienso follarte hasta borrar el límite entre los dos


Antes de que muera yo


Quiero jugar con mi vida hasta haberle perdí'o el valor


Antes de que muera yo


Le meto a él y a quien venga detrás, no le temo al dolor


Tengo más guardao', desde hace años, pesao' (Eh)

Los voy a aguantar hasta el KO


Creo que el reguetón o el trap aglutinan buena parte de lo que es este mundo en el que vivimos y viviremos: autobombo infantil, cosificación de los individuos (material consumible y desechable, Maluma cantat), victoria de lo explícito (que pone en grave riesgo la existencia del humor, el amor, la capacidad de leer entrelíneas, la ironía…), lo pornográfico, la inmediatez (el click con el dedo para comer, comprar, ligar, votar…), el "autotune" uniformador de voces, la delincuencia o el "forajidismo" como valor, etc. 

Hoy, 22 de noviembre, ha sido día de Santa Cecilia, patrona de la música por un error de transcripción. En las actas de su martirio figuraba organis illa decantabat..., que se traduciría como "ella cantaba entre intrumentos candentes", pues fue condenada a morir por el vapor de un caldarium. Ese error de transcripción se tradujo en "ella cantaba y se acompañaba de un órgano" (canentibus organis decantabat...). Encomendado quedo a la Santa "por mí y por todos mis compañeros" para que nos ayude a no perder nunca la capacidad de apreciar la verdadera música. Santa Cecilia nos libre de la basura.

Un buen amigo me acusa de moralista en estas fritangas y puede que tenga toda la razón. Cuando uno es padre mira el futuro con más interés, pues cuando deje de pesar sobre la tierra el futuro moldeará el arte que venga y, también, la mirada de los que habiten el Planeta. Vean un vídeo del tal Tangana antes de irse a dormir esta noche o lean un poema de amor. Según la elección, los sueños serán bien diferentes. Good night, my friends.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

La alegría que se fue

 


Esta foto es prestada. Me la pasa mi mujer y ella misma me hace reflexionar sobre la imagen. Se trata de su colegio, el López Ferreiro en Compostela a principios de los 80. Me llama la atención sobre la interrelación de los que aparecen. Ahí mismo, visible por su naturalidad, está la alegría del movimiento, de la búsqueda, de la pose, del cachondeo. A pesar de lo limitado del patio, de la escasez de mobiliario, del eterno suelo mojado de Santiago en invierno, todos los que aparecen tienen algo que decirse, se tocan, maquinan, se putean, pero todo hilado con el fino hilo de lo que está vivo. He de suponer que cualquiera de los que pasáis por aquí podríais remover el cajón de las fotos familiares y encontrar escenas similares. Hace unos años serían meras fotografías de patios de colegio; hoy son un testimonio social de gran valor por lo que tiene de elemento comparativo con lo que se puede ver hoy día en estos mismos patios.

Hace un par de días, compartí con mis compañeros las reflexiones que siguen en torno a este problema que en nuestro centro de trabajo (y en tantos otros) está dando lugar a un cambio en las relaciones entre los estudiantes, entre estos y el mundo que les rodea, entre ellos mismos y su capacidad para estudiar. Las comparto aquí con ustedes por si son de valor para abrir el debate, que era lo que yo deseaba cuando las envié. Solo he recibido algún “cuánta razón tienes” y demasiados “mutis”. Ahí lo dejo:

Estas líneas que siguen son un intento de compartir una reflexión en “voz alta” con aquellas personas que se planteen la conveniencia o no de la presencia de los móviles en nuestro centro. En estos puntos me remito a lo observado directamente durante los años que llevo trabajando en este lugar. No trato de convencer a nadie de nada. El fin es abrir una línea de reflexión personal en cada uno y, si se desea, verterla en un debate más general. En estos ocho puntos desgrano qué puede llegar a suponer o supone para nuestros estudiantes (y para  el Claustro) el uso continuado de teléfonos móviles en el espacio donde desarrollamos nuestro trabajo:

Supone un foco de desatención y desconcentración: el joven pierde dos de los pilares básicos para la comprensión del mundo: la atención para ver qué ocurre y la concentración para profundizar en ello. La mera presencia del móvil entre clase y clase no les permite tener un tiempo de relajación real. No hay un ritmo saludable cuando no se respeta el binomio tensión-distensión. Por ello, la vuelta a clase está llena de “ruido”, el cual es letal para que atiendan a nuestra explicaciones con una presencia real.

Es un elemento des-sociabilizador: los estudiantes no tienen una relación directa con sus iguales. Es la tecnología la que crea el aparente vínculo entre los jóvenes, pero se pierde todo lo humano que rodea al mensaje y, en este trance, llegan los malentendidos (ambigüedades, dobles sentidos, etc.) que luego se traducen en el epicentro del conflicto que pueda surgir entre ellos.

Resulta un elemento de conflicto y desestabilización emocional en el ámbito escolar, convirtiéndose en un arma que complica las relaciones con mensajes innecesarios entre clase y clase, con la circulación de contenido inapropiado para su edad y desarrollo, o con fotos y vídeos que se graban con o sin el consentimiento de la persona grabada.

Da lugar a un paulatino desgaste de la voluntad de trabajo: todo se deja para el móvil. Por ejemplo, la búsqueda de palabras, con la consecuente desaparición del diccionario y de la posibilidad del descubrimiento personal; la pérdida del cálculo mental en operaciones matemáticas básicas; o, por citar otra circunstancia, la casi anulación de la escritura manual en el hecho de, por ejemplo, apuntar las tareas para casa.

Propicia la vida nerviosa, haciendo caer a algunos en un bucle de dependencia del aparato y de sustancias que les facilite tener (aunque sea a destiempo) un ciclo circadiano adecuado. El consumo de melatonina para conciliar el sueño es cada vez más frecuente entre nuestros jóvenes. Por contra, se abusa de las bebidas energéticas cuando no se puede tirar del cuerpo de día. Se puede observar el consumo de estas últimas en el propio patio. Esto provoca un emparejamiento nada saludable sobre el organismo humano de sustancias que se encuentran en polos opuestos de acción.

Da lugar a la creación del “yogui tecnológico”: jóvenes que en el patio se cruzan de piernas en el suelo. Encorvados y con el móvil entre las mismas, comen solos, sin apenas percatarse de lo que ocurre a su alrededor y sin que haya un encuentro humano directo y veraz. El “yogui tecnológico” busca escapar de un aburrimiento que él mismo crea por ausencia de relaciones entre iguales. Todo es un trabajo por llenar una vida vacía porque no hay vínculos con la parte humana de su existencia.

Crea individuos endebles en el carácter: la continua relación con lo superficial y lo meramente emocional produce seres de carácter vulnerable, dependientes de un “like” para seguir contentos durante el resto del día. Se corre el peligro de que se pierda la perspectiva que permite diferenciar lo importante, lo trascendental, de lo superficial.

El volumen de lo que llega a través del móvil aparece sin estructura, sin orden, sin dosificación, sin jerarquía. Todo vale y tiene la misma importancia. El discurso roto y falto de esa estructura también dificulta la construcción de planteamientos claros a la hora de abordar un examen o de buscar soluciones a un problema.

Supongo que podríamos sumar algunos puntos más al respecto. Lo dejo aquí con la esperanza de que sirvan para lo dicho más arriba. Un “centro libre de móviles” (tal como se estableció a nivel nacional ese ya tan olvidado lema de “espacios libres de humo”) facilitaría nuestro trabajo y crearía un centro escolar diferente en muchos aspectos: más humano y más centrado. Por otro lado, se podría destacar la urgencia que tiene todo esto para la consecución de una generación de jóvenes que aborden sus paulatinos hitos vitales con madurez y reflexión. Tenemos una obligación para con ellos en lo referente a su educación y a su formación como individuos. Creo que todo lo expuesto arriba va en esa dirección.

Muchas gracias por la atención prestada.
Un cordial saludo
 


"Yo sé quién soy"

 


 “A mi prima la reforma del piso le ha quedado chulísima: cocina americana, salón amplio y con luz natural…”,  suelta por el teléfono un tipo cuarentón de dos metros de altura que me cruzo a la entrada de donde vivimos. “Dile que necesitas los muebles pronto; que, una vez terminen los pintores, tienes que montar tu nueva casa”. Esto otro lo cuenta una señora en el metro mientras habla por el móvil. La gente reforma pisos, lo fotografía, lo cuenta y lo cuelga (supongo). En la sala de espera del fisioterapeuta (fascitis plantar desde hace más de medio año; uno se hace viejo), una mujer española, de unos cuarenta años y traje de chaqueta de espiguilla gris, se sienta delante de mis narices, coloca el teléfono junto a la boca en modo tostada y comienza a hablar en inglés. Buen acento, decisión, un toque exhibicionista. Yo suspendo la atención sobre la mesa central y espero con la mirada perdida a que termine de contarle a quien sea cómo está el tiempo en Sevilla.

Me pregunto si no habrá una conquista silenciosa de los maleducados, de los que no respetan los espacios comunes (salas de espera, los vados, las zonas de carga y descarga, los vagones de tren…).  Son, poco a poco, legión. La vida urbana muestra estas cosas con más claridad. “Yo sé quién soy “, dice don Quijote oponiéndose a todo juicio de valor sobre su locura. No puede entrar el mundo a través de esa rotunda afirmación. A cada paso, como una oración, tal vez haya que susurrarlo para no sucumbir a estos gestos cada vez más numerosos.

De vuelta a casa, basta un segundo de la visión del río y la rotundidad de la luna para pensar que aún hay esperanza. Mi amiga Lena Heckendorn me envía esta foto desde Noruega, pues la belleza, afortunadamente, tampoco descansa para los que la buscan. Que descansen. Seguimos.

sábado, 13 de noviembre de 2021

Identidad




Este que ven aquí fui yo. Supongo que con más o menos 23 años. Ese “yo” ya no existe, a no ser por algunos rasgos irrenunciables y bien pegados al tejido adiposo de la personalidad. En estos ejercicios suicidas con el pasado uno sale mal parado siempre. He de suponer que soy el de la fotografía porque me ha acompañado en múltiples mudanzas durante un cuarto de siglo. La supervivencia de esta imagen es un cúmulo de afortunadas situaciones que la salvaron de no acabar traspapelada u olvidada en los polvorientos rincones de todas las mesitas de noche por las que rodó. La identidad de aquel joven la conozco. “Como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante”, decía el poeta Gil de Biedma. Le doblo la edad a ese individuo y desde aquellos finales de los noventa me interpela si lo miro fijamente. Su mirada no promete mucho; se trata de un muchacho adormilado, cómodo en su condición de universitario. Creo recordar que guardaba como afán secreto ser escritor algún día. Ya no lo sé. Me parece una injusticia querer darle una vida a alguien que no se puede defender. Lo que sí creo es que tuve clara mi identidad. Evidentemente, cuando uno cruza la veintena lucha por ser; luego vendrán las oscuras y esquivas luchas por tener y mostrarse al mundo (más o menos mediada la treintena) con los objetos que nos explican (como hacen los adolescentes con sus zapatillas, por ejemplo). Pero el caso es que sabía que iba a ser profesor algún día y que no viviría siempre en mi ciudad; que viajaría a lugares habitados por los espíritus literarios que yo perseguía en los libros; y que me enamoraría de alguien especial.

Si me remontara más atrás, a mis dieciséis años (afortunadamente no hay foto de esa época), la cosa iría más por la pasión por el baloncesto, el deseo de ser diferente y la no siempre edificante vida con los amigos. Tenía dudas, como todo adolescente, sobre cuestiones de lo más variado. Amigas y amigos de aquella época quedan algunos (los importantes), otros se fueron y algunos los dejé marchar (o me dejaron marchar) por razones de intereses vitales y posturas ante el mundo bien alejadas y contrapuestas. Los que fueron íntimos y aún lo son, suponen un maravilloso tesoro. Las conversaciones con estas personas son un cofre desde el cual recobrar el pasado a fuerza de memoria compartida y complementaria; también resultan una búsqueda por desentrañar el misterio de la amistad y de la vida ahora. Alguna vez he hablado con los íntimos de aquellos días de compartir música y libros, ideas y sueños, en nuestras habitaciones de las casas familiares. Había un evidente amor fraternal que no había ni que mentar para saber que estaba ahí.

Me pregunto cómo hubiéramos vivido a día de hoy aquella íntima amistad. La confusión de los afectos es un denominador común de nuestro tiempo. ¿Se podría haber confundido ese amor fraterno con atracción sexual? ¿Se podría haber compartido la intimidad entre hombres desde la filia (amor fraterno) sin que entrase el eros (amor sexual) a no ser que hubiera una verdadera atracción? No lo sé. Constato que ahora esto es más difícil de separar. Este año, algunas alumnas me han pedido personalmente que las trate como chicos. Su primer paso es masculinizar su aspecto y, un poco más tarde, sus nombres. Yo les digo que sí, sin embargo, me pregunto si hay suelo en esas decisiones, si no hay algo de moda en todo ello. No dudo que exista un claro deseo de cambiar de género en muchas de ellas, y de manifestarlo de una forma clara y contundente. Eso lo aplaudo, aunque me siga preguntando si no será en algunos casos fruto de un contexto que converge hacia lo difuso y la programada ruptura de los límites genéricos en pos de no sé qué oculta razón. Durante  esa misma semana oí a unos jóvenes de trece años afirmar con orgullo ante un auditorio de colegas que eran vegetarianos por convicción. “¿De verdad?”, preguntaban los otros con una mezcla de sorpresa y admiración. Cuando salgo del centro, me topo con un anuncio de Burger King vegetariano en la parada del autobús. La presencia de lo vegetariano también se hace ubicua y se convierte en un signo de diferenciación prestigiosa ante los demás.

Observo que el mundo sigue moldeando en su torno imparable nuestras vidas y nuestras decisiones. Abrir mentes es propio de la filosofía; cerrarlas, de la propaganda. Nuestros adolescentes necesitan certezas que iluminen sus dudas en un ambiente limpio. Por el contrario, vivimos un momento en el que los jóvenes toman por certezas sus dudas (lo cual es lo normal), pero guiados por la corriente de pensamiento que florece en los medios de comunicación y en las redes sociales. Tal como va la cosa, esperemos que por el camino no haya muchos equívocos identitarios.


lunes, 8 de noviembre de 2021

Sin jóvenes en la sala


Hay hombre sentado al fondo del escenario abrigado por los focos. Porta un tridente en forma de saxo tenor, como un Neptuno varado. Es Joe Lovano. Acompaña a los músicos polacos que conforman el Marcin Wasileski Trio. El viernes tuve ocasión de oír la manera en que las tradiciones musicales de Europa y EE.UU. se unen en este cuarteto de artistas. Wasileski me dio la impresión de venir de las melodías de los grandes salones de finales del XIX, contrapunteadas con una sección rítmica bien ajustada a sus juegos. Jazz de precisión austro-húngara compensado por las evoluciones en la escala negra de un Lovano que, anciano, ya venía de servirse unas cuantas copas de vino de Rueda antes de subir al escenario, tal como pudimos ver mis amigos Mercedes, Joaquín y el que esto escribe. El momento que hizo vibrar a la concurrencia se dio cuando el polaco se acercó al terco boogie-boogie que marcaba Lovano y su tradición, tensando así el milagroso hilo que une el Viejo Continente con África y con Estados Unidos. Concierto correcto que, al acabar, nos llevó de nuevo al bar y a una “jam session” en la que comparecieron músicos locales con ganas de montar una buena fiesta, como así fue.

Cuento todo esto para llamar la atención sobre un hecho que da la medida de hacia dónde nos dirigimos: no había apenas jóvenes entre los asistentes al concierto. Como si de una misa se tratara, sólo asistían personas mayores a él. Recuerdo que cuando era universitario existían en la ciudad ciclos de música a los que acudíamos con verdadero interés, como si se nos fuera a manifestar un saber oculto en el patio de butacas. Eran los tiempos del "New Age" musical que traían a Sevilla a Mertens, Nyman o Vitale, entre muchos otros, los cuales nos podían gustar más o menos, pero que duda cabe de que asistías a algo que nos sacaba de la grisura de la música de la radio-fórmula y nos ofrecía otros paisajes musicales. Eran los tiempos de aquel Ramón Trecet que nos había dado jarabe del bueno con su programa de basket “Cerca de las estrellas” los viernes de madrugada y ahora nos daba canela fina en Radio 3. Con su ya habitual “buscad la belleza” cerraba el programa, convocando a unos cuantos a que nos tiráramos a la calle, efectivamente, buscándola. Algunos podemos decir que somos hijos de Trecet. Aún nos quedará algo de ese afán de buscar lo bello entre las nuevas formas de fealdad. Que no haya jóvenes en estos conciertos de ahora es una mala noticia, pues el jazz es una manifestación cultural exigente (como lo puede ser la música barroca o cualquier fruto proveniente de un arte verdadero), que requiere de una actitud determinada ante el mundo. No me refiero a una actitud elitista, sino de pregunta, de búsqueda, de incluir otras sensaciones que supongan un salvavidas para lo repetitivo y lo previsible. Los viejos vamos a estas cosas como el que sueña con volver a sentir aquello oscuro o luminoso que  un día se le presentó, casi sin avisar, en forma de música, película, paisaje, amistad o, por qué no, amor. Pienso que urge introducir una asignatura de historia de la música del siglo XX en los centros de enseñanza. Mostrar la tradición y la forma en que esta evoluciona puede hacer que veamos a algunos jóvenes dejándose caer por los conciertos. Por citar un caso de desculturación general, el otro día me decía un primo que, en el máster al que asiste sobre escenografía, nadie sabía entre los jóvenes matriculados quién era Jimi Hendrix.

Ahora que tanto ha dado que hablar el bono cultural (pienso que innecesario si no se replantea), yo lo daría con 10 pestañas troqueladas y con el “producto cultural” (tremendo término) ya establecido en cada una de ellas. En él colocaría, entre el jazz, la música clásica, la ópera, los libros, los mangas, los conciertos de reguetón y los discos, una pestaña para un espectáculo taurino, pues no hay nada mejor que la experiencia personal para sacar conclusiones sin necesidad de que te guíen otros. Teatros, salas de conciertos y plazas de toros no son la misma cosa. La tradición trae aires antiguos de Nueva Orleans al jazz de hoy, así como la tradición hace pensar que conservar los cosos taurinos abiertos es un derecho. El reguetón mata el gusto; el torero hace lo propio con los morlacos. Los prejuicios matan la reflexión. Cuídense de ellos y escuchen buena música.


sábado, 6 de noviembre de 2021

La ciudad de noviembre y lo que vendrá

 




La ciudad comienza a abrigarse y a buscar el sol. El Metro advierte que a partir del 8 de noviembre no se permitirá la entrada de bicicleta ni patines en los vagones durante las horas punta. Paseamos por la ciudad que está en un tris de ser absorbida por la pre-Navidad comercial. Afloran tiendas por las esquinas y chaflanes más deseados. La triada harina-azúcar-plástico se permite pagar los altos alquileres de los locales que ocupan. Vender fruslerías y versiones materiales de la nada (comestibles o “vestibles”) resulta un negocio bastante lucrativo. Bollería caramelizada, helados, gafas, carcasas de móviles, recuerdos de la ciudad manufacturados en Oriente, donuts, chucherías a espuertas ofrecidas en barreños de cristal, etc. son los reclamos del ahora. La traducción del tridente harina-azúcar-plástico no presenta mucha dificultad: engorde-excitación-efimeridad vacua. Todo ello engalanado por una iluminación que este año habría que pensarse si el no ponerla no sería un claro posicionamiento contra una de las injusticias sociales que con más indolencia se está aceptando por parte de todos. Las eléctricas se suman a la orgía secreta de ganar dinero ante la ausencia de revolución popular, aunque fuera únicamente en su versión “light” de salir a tocar cacerolas o a apagar la luz a una hora determinada.

Hay una urgencia que nos acucia y que no es otra que pararnos a mirar la que está cayendo, pero el velo para no verlo se está aceptando con alegría. “¿Qué quiere usted que haga, señor Fritanga? ¿Me compro una finca y cabo un huerto? ¿No le parece demasiado exigente y apartado de la realidad lo que usted propone? ¿Y si la felicidad estuviera en todo lo que usted no ve?” No sabría qué responder ante esta batería de preguntas lícitas. Solo veo que el personal vuelve a casa y, después de las ubicuas micro-pantallas de nuestros dispositivos móviles, el plasma aborta cualquier posibilidad de ver el mundo real sin filtro. El miedo pandémico y las catástrofes energéticas y humanas se diluyen en la ficción bien hilada de Netflix y HBO a través de las grandes pantallas y en la auto-ficción maquillada de las pequeñas. Y así vamos, bogando irremisiblemente hacia la Nada.

jueves, 4 de noviembre de 2021

Días iguales persiguiéndose

 


Reducido es el mapa.
Apenas se registran movimientos en él.
Está doblado debidamente;
se sabe que su extensión continúa
a la vuelta de los múltiples dobleces.
Sólo necesitamos esa cuadrícula para movernos
y la esperanza de que la geografía continúe
aunque nunca se muestre.
En el pliegue de más abajo
tal vez haya una aventura;
en el de en medio, un accidente;
en el de más allá, un amor.
Pero seguimos desgastando con nuestros pies
los filos que no nos atrevemos a conjurar,
amarillentos ya de tanta rutina,
de tanta inercia en nuestro caminar diario,
vacío de sentido, lleno de convenciones.
Daríamos lo que fuera por alcanzar
el desvaído azul que late al otro lado.
Aunque fuera solamente por mojar los p
ies.

 

miércoles, 3 de noviembre de 2021

La antorcha y la vela


 

Esta mañana volvimos a la Roma de los poetas líricos. Dibujé en la pizarra una antorcha y una vela encendidas. Les pedí a mis alumnos que durante unos minutos vincularan sendas representaciones a la épica y a la lírica, y que luego explicaran por qué habían obrado de tal forma. Fui colocando con tizas de colores lo que habían deducido y, entre todos, diseñaron un hermoso mosaico de conceptos estrechamente ligados a estas formas de expresión. La épica iba de la mano de la antorcha por su tosquedad, por la inmensa luz de los dioses, por el fuego abrasador de las batallas, por ser la guía de un pueblo buscando su identidad, por la llama que portan en su ser los héroes, por la cólera inextinguible, por el grito; la lírica, por su parte, recogía una vela que significaba la intimidad, el calor interior, la subjetividad, la búsqueda secreta, el deseo de esclarecer los sentimientos, la llama en la noche del alma, el susurro. Les seguí pidiendo que relacionaran ambas fuentes de luz con el mundo de hoy. Llegaron a la conclusión de que vivimos en un “mundo antorcha”, que con todo arrasa y que deja a la vida íntima devastada por medio de lo banal y de la exhibición de lo que debiera ser acompañado siempre por una vela.

Pronto este mundo será pasto de las llamas (de otras muy diferentes). Las Humanidades siguen su curso hacia el Orco; pronto formarán parte del recuerdo de generaciones a punto de desaparecer también. Entona un lamento bañado con café mi compañera de Filosofía durante el desayuno. Valores cívicos compite con Robótica en un mundo donde la máquina comienza a aventajar al ser humano en casi todo. Sin espíritu humano no hay ni verdad, ni belleza ni bondad. Si abandonamos a nuestros jóvenes en la selva oscura de la tecnología y no le damos la opción de poder toparse con la filosofía, pronto la vida se nos llenará de androides obedientes que no reconocerán, por poner un ejemplo, los procesos naturales por los que pueden comerse una naranja o disfrutar de un atardecer.

Leemos a Catulo. Se percatan de que ese “Odi et amo” sigue corriendo por la sangre de los mortales; que Lesbia, la amada del poeta, anda por las calles aún hoy y que nos espera para asaltarnos con su belleza y sus caprichos a la vuelta de la esquina. Catulo es el poeta de la sencillez en el amor. Sus sentimientos no tienen la imbricada apostura que vendrá con los petrarquistas, sino que demuestran que dos mil años no son nada. Seguimos sintiendo el amor como si fuéramos Catulo. Que se lo digan a los de Robótica, a ver si consiguen que el androide apague la vela.

XCII
Lesbia dice pestes de mí todo el tiempo y no para. 

¡Que me muera si Lesbia no me quiere! 

¿Cómo lo sé? Porque me pasa lo mismo: 

la maldigo a todas horas, 

pero ¡que me muera si no la quiero!

martes, 2 de noviembre de 2021

La belleza del mundo

 


En cierta ocasión, hace ya muchos años, la enamorada de un lector de estas fritangas le preguntó, tras la insistencia de su amado en que frecuentara aquellos escritos míos, que dónde, entre tanta palabrería, se encontraba la felicidad. Por aquel entonces, sabedor de que aquella musa no disfrutaba de mi acidez ni de los guiños culturetas, no le di importancia. Al correr de los años y de regreso a estas páginas, me doy cuenta de que, si por aquel entonces lo que escribía pudiera ser fruto de una pose descreída y algo desdeñosa ante la vida, ahora no puedo dejar de pensar que todo lo que ahora logro dar a estas líneas se nutre de la constatación de que la desaparición paulatina pero visible de la belleza del mundo es un hecho.

Unos días en El Rincón de la Victoria durante el fin de semana largo de “Todos los santos” (nada que ver con la proto-carnavalera y incomprensiblemente ubicua fiesta de Halloween) me bastó para retomar las tan poco felices postales de la decadencia humana. Desde el jardín de la casa se divisaba  diariamente cómo salían y entraban cruceros en el puerto de Málaga. Las ciudades costeras tienen otro frente abierto además del de la entrada aérea de turistas. El lunes por la tarde había atracados tres de estos monstruos. Doce mil individuos salidos de la espuma del mar se paseaban por las calles junto a los paridos por el vientre de las compañías aéreas “low cost”. 


Por otro lado, me topé con que la famosa empresa constructora Aedas Homes (propiedad del grupo de inversión norteamericano Castlelake que, como ya conté en su momento, se dedicó en el 2012 a comprar suelo español) también había hecho su aparición en la costa malagueña. En la autopista que bordea el Mar Mediterráneo a la altura de la Costa Azul se puede observar, con unas cuantas décadas de anticipación, de qué manera trabaja la especulación inmobiliaria sobre las laderas escarpadas que miran al Mare Nostrum. Las nuevas técnicas constructivas (de aceleración) y la escasa sensibilidad hacia el paisaje y la sostenibilidad del territorio están produciendo nuevas urbanizaciones que se ocuparán por muchos de estos nuevos vecinos que necesitan una segunda vivienda, aunque solo sea para un mes. Como muestran las fotos, no falta la oficina de venta de “diseny” y las banderolas épicas ondeando en las lomas vírgenes que pronto serán pasto del hormigón.




A pesar de todo ello (ahora pongo un poco de color, por complacer a la musa de la felicidad en el improbable caso de que siga visitando este bar), la alegría del mar (con sus microplásticos, su desechos, su estelas de carburantes, sus muertos vergonzantes, etc.) surge en otoño de forma portentosa. Liberado de las masas tatuadas y autocomplacientes, de la música mala amplificada o de las boquillas de los cigarrillos que se abandonan distraídamente, el mar luce con majestuosidad homérica

 No olviden contarles cuentos a sus hijos de cuando las montañas y el mar estaban limpios de la estupidez humana y el mundo era otro. Tal vez oírlo les haga pensar que volver a algo parecido (aunque sea una mera ilusión) es posible.




lunes, 1 de noviembre de 2021

Vistas parciales del Mediterráneo

Sábado 30 de octubre de 2021, Rincón de la Victoria (Málaga)

 Días al borde del Mediterráneo. La casa apenas está separada unos cincuenta metros del mar. Supongo que la Ley de costas se aplicaría aquí como un tsunami. Todo el mundo duerme. Se oye la presencia de este mar a través de las cortinas cerradas del salón. La noche se obstina en oírlo; su bóveda negra y plagada de estrellas recoge un eco profundo y oscuro. El silencio de la madrugada no puede sobreponerse a la música constante del agua en su vaivén inextinguible. Entre medio de estas rotundidades, el hombre calla. Nada sabe del mar ni de la noche.

Pienso en la alegría secreta de Hopper en el cabo Cod, en la limpieza del cielo nocturno, en el bramido impetuoso del agua al chocar contra las rocas. Hopper anhelaba la mañana y el momento en el que instalaría el caballete. La noche prepara los pinceles para la apoteosis del día. Solo, en el salón, acompañado por pinturas de aprendices bienintencionados y platos de cerámica (una esbelta paloma pica una granada), es fácil encontrarse con uno mismo, escribir, pensar. El arte solo fluye en la pureza del silencio y la soledad.

Sigue bramando el mar con su acostumbrada pertinacia. Es la secreta voluntad de la Naturaleza por no desaparecer. Al amanecer, salgo al jardín que mira al Sudeste. Una blancura de nube recién nacida corona las olas. El aire furioso suspende en el ambiente la arena que la aurora dora con sutileza. El comienzo del día ofrece una promesa escondida en sus pliegues.