Sábado 30 de octubre de 2021, Rincón de la Victoria (Málaga)
Días al borde del Mediterráneo. La casa apenas está separada unos cincuenta metros del mar. Supongo que la Ley de costas se aplicaría aquí como un tsunami. Todo el mundo duerme. Se oye la presencia de este mar a través de las cortinas cerradas del salón. La noche se obstina en oírlo; su bóveda negra y plagada de estrellas recoge un eco profundo y oscuro. El silencio de la madrugada no puede sobreponerse a la música constante del agua en su vaivén inextinguible. Entre medio de estas rotundidades, el hombre calla. Nada sabe del mar ni de la noche.
Pienso en la alegría secreta de Hopper en el cabo Cod, en la limpieza del cielo nocturno, en el bramido impetuoso del agua al chocar contra las rocas. Hopper anhelaba la mañana y el momento en el que instalaría el caballete. La noche prepara los pinceles para la apoteosis del día. Solo, en el salón, acompañado por pinturas de aprendices bienintencionados y platos de cerámica (una esbelta paloma pica una granada), es fácil encontrarse con uno mismo, escribir, pensar. El arte solo fluye en la pureza del silencio y la soledad.
Sigue bramando el mar con su acostumbrada pertinacia. Es la secreta voluntad de la Naturaleza por no desaparecer. Al amanecer, salgo al jardín que mira al Sudeste. Una blancura de nube recién nacida corona las olas. El aire furioso suspende en el ambiente la arena que la aurora dora con sutileza. El comienzo del día ofrece una promesa escondida en sus pliegues.
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