sábado, 2 de octubre de 2021

Sara y el cielo


Bajé a la ciudad a conocer a Sara, una hermosa niña de apenas dos meses que manotea el aire como queriendo hablar. Su mirada al infinito llega hasta una morada que los adultos ya no alcanzamos a ver. Desde su carrito fija los ojos en el cielo y se detiene absorta ante el cimbreo de los árboles que aparecen y desaparecen de su pequeño y difuso campo de visión. Llega al mundo en un momento extraño por muchas razones. Aunque ella no lo sospeche, su mundo ya es otro, muy diferente del que vivieron sus padres. La emergencia de la búsqueda de la normalidad ha abierto un proceso de decisiones que mezclan economía y salud. Mientras escribo esto no paran de pasar aviones por delante de mi ventana. Salen y entran como si se tratara de un tiovivo aéreo en el que nadie encuentra el botón de parada. Sólo la madrugada logrará apagarlo (por ahora). 

Bajé a la ciudad y me encontré con que la alegría auto-celebratoria de estar en el centro del mundo regaba las calles. La densidad humana se había multiplicado por no sé qué cifra. Observábamos el hacinamiento de los parques infantiles, la incomodidad de compartir la vida citadina con la vida turística, la desaparición de algún recoveco donde parar a descansar tranquilamente. Un enjambre de personas vagaban con trolleys a la búsqueda de la nada, mientras que jóvenes tatuados en ropa interior se fumaban un cigarrillo en los balcones de un edificio de apartamentos turísticos que antes bien podría haber sido una casa de vecinos. Si la ciudad es un lugar de encuentro entre los que permanecen en ella como ciudadanos, le dan su personalidad y la nutren con un anecdotario íntimo en sus venas y con otro social en sus calles, ¿qué ocurre cuando esto va desapareciendo poco a poco?, ¿cuando el trasiego de gente crea la vana ilusión de que la ciudad está más viva que nunca? No hay civitas sin cives. No hay ciudad sin ciudadanos. Extinguida la diferencia entre urbes (nada tiene que ver que unas muestren torres, otras canales o museos diferentes), todo lo cubre un manto de monotonía estéril en lo que a lo humano se refiere. Con turistas la ciudad se convierte en un supermercado, en un sambódromo que los hosteleros y los carteristas celebran, curiosamente, de la misma manera. 


Otro avión parpadea en la oscuridad del cielo nocturno. He perdido la cuenta de los que han cruzado. La joven Sara habrá iniciado hace ya unas horas el tranquilizador viaje a las estrellas junto a su madre. Me gustaría pensar acerca de la reversibilidad de todo esto para que las ciudades no sean únicamente un lugar a donde ir y sí un lugar en donde vivir. A Sara y a sus papás les deseo que la gioia (alegría) de vivir les acompañe en sus quehaceres con el mundo y su tiempo. Alegría y decisión para campear este mundo y este tiempo que les tocará vivir y que Sara, tal vez, podrá cambiar algún día.

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