Andar por el mundo es
tarea harto difícil cuando uno no tiene las cosas claras. Hay
algunos que recurren a diferentes manifestaciones de sus yoes
(literatos, cantautores, pintores, masterchefes,
transformistas, etc.) o a los yoes de otros (aficionados al
fútbol, fans fatales, madres abnegadas, misioneros, etc.) para ir
tirando. Lo mejor que puede pasar (o no) es que no entremos en un
estado de lucidez cuando ya el tiempo casi se haya ido. Tal vez el
concepto “ideas claras” entre en abrupto desencuentro con el de
“ideas fijas”, pues ambas a priori pueden resultar posturas
opuestas, pero este fin de semana he hecho hallazgos que querría
compartir con mis amigos fritangas al respecto.
Fíjense en este hermoso
cuadro. Es del afamado vedutista
italiano Canaletto. Este pintor
de vistas urbanas debe su fama a la particular recreación en sus
dibujos de la Serenissima.
Venecia fue su inspiración y su fuente de ingresos. De hecho, muchas
de sus obras viajaron en la maleta de casi todos aquéllos que se
aventuraron al obligado Grand Tour
europeo y que de manera inexcusable recalaban en la ciudad de los
canales. Canaletto tuvo las ideas claras
a la hora de perpetuar (aunque fuera de manera personalísima) las
vistas de Venecia; pero también era de ideas fijas.
Vean si no cómo el efecto veneciano
va impregnar esta Vista de Londres desde el
Támesis. En ella
cualquiera diría que Sant Paul es una levemente transmutada San
Marcos. Su habitual trabajo en torno a la urbe italiana impregnó su
obra de un perspectivismo que superpondría en más de una ocasión
sobre sus vistas de
otros lugares.
Observen
ahora lo que ocurre con mi ex-pollero (aclaro que he dejado –al
menos en el ámbito doméstico y privado, no en el social– la
carne): en este caso las ideas claras
están reñidas con las ideas fijas,
ya que perpetuarse en ellas, a su entender, sería darle la puntilla
a su negocio. Ante la masiva llegada de recoveros a la plaza de
abastos, el hombre tuvo claro que la renovación sería lo único que
lo salvaría del naufragio. Podría haber optado por continuar con su
exitosa, aunque algo mermada, venta de pollos; sin embargo, ha optado
por desechar esa idea fija y
vulgar de despachar alitas, pechugas y contramuslos y ha convertido
su lugar de trabajo en una mezcla de plató de televisión y bingo de
barrio. El hombre le ofrece a la clientela la posibilidad del doble o
nada. A través de una ruleta el interesado puede apostar el que le
salga la compra completa gratis o pagar el doble por ella. El caso es
que el personal (habitualmente el sector marujil y algún antiguo
ludópata) se viene hasta aquí a jugarse la comida. Hay algunos que
lo hacen, me aclara el creador de esta maquiavélica versión de la
ruleta rusa, sólo por el placer de jugarse unas pechugas fileteadas.
Además, este gurú del emprendimiento
ha colocado un dispositivo sonoro que acciona cuando alguien decide
jugar (sonido de sirenas), pierde (risas cabreantes) o gana (aplausos
de máquina).
Ya
ven, queridos míos, no es lo mismo una cosa que otra. A la vista
está que el pollero no es Canaletto ni viceversa. Aconsejo una
compra en la pollería del barrio para aquellos que quieran sentir,
en un tiempo en el que no se está para mucho juego, el vértigo de
la pérdida o la ganancia. Me temo que, detrás de todo esto, haya
mucho de necesidad. Y más me temo que el pollero de ideas claras y
no fijas no llegue a ver la tragedia silenciosa de muchos de sus
clientes tras el mostrador.
Ah,
y me cago en Gallardón, de ideas claras y fijas.