domingo, 2 de febrero de 2014

Canaletto y un pollero de barrio (De las ideas claras y fijas)

Andar por el mundo es tarea harto difícil cuando uno no tiene las cosas claras. Hay algunos que recurren a diferentes manifestaciones de sus yoes (literatos, cantautores, pintores, masterchefes, transformistas, etc.) o a los yoes de otros (aficionados al fútbol, fans fatales, madres abnegadas, misioneros, etc.) para ir tirando. Lo mejor que puede pasar (o no) es que no entremos en un estado de lucidez cuando ya el tiempo casi se haya ido. Tal vez el concepto “ideas claras” entre en abrupto desencuentro con el de “ideas fijas”, pues ambas a priori pueden resultar posturas opuestas, pero este fin de semana he hecho hallazgos que querría compartir con mis amigos fritangas al respecto.


Fíjense en este hermoso cuadro. Es del afamado vedutista italiano Canaletto. Este pintor de vistas urbanas debe su fama a la particular recreación en sus dibujos de la Serenissima. Venecia fue su inspiración y su fuente de ingresos. De hecho, muchas de sus obras viajaron en la maleta de casi todos aquéllos que se aventuraron al obligado Grand Tour europeo y que de manera inexcusable recalaban en la ciudad de los canales. Canaletto tuvo las ideas claras a la hora de perpetuar (aunque fuera de manera personalísima) las vistas de Venecia; pero también era de ideas fijas. Vean si no cómo el efecto veneciano va impregnar esta Vista de Londres desde el Támesis. En ella cualquiera diría que Sant Paul es una levemente transmutada San Marcos. Su habitual trabajo en torno a la urbe italiana impregnó su obra de un perspectivismo que superpondría en más de una ocasión sobre sus vistas de otros lugares.

Observen ahora lo que ocurre con mi ex-pollero (aclaro que he dejado –al menos en el ámbito doméstico y privado, no en el social– la carne): en este caso las ideas claras están reñidas con las ideas fijas, ya que perpetuarse en ellas, a su entender, sería darle la puntilla a su negocio. Ante la masiva llegada de recoveros a la plaza de abastos, el hombre tuvo claro que la renovación sería lo único que lo salvaría del naufragio. Podría haber optado por continuar con su exitosa, aunque algo mermada, venta de pollos; sin embargo, ha optado por desechar esa idea fija y vulgar de despachar alitas, pechugas y contramuslos y ha convertido su lugar de trabajo en una mezcla de plató de televisión y bingo de barrio. El hombre le ofrece a la clientela la posibilidad del doble o nada. A través de una ruleta el interesado puede apostar el que le salga la compra completa gratis o pagar el doble por ella. El caso es que el personal (habitualmente el sector marujil y algún antiguo ludópata) se viene hasta aquí a jugarse la comida. Hay algunos que lo hacen, me aclara el creador de esta maquiavélica versión de la ruleta rusa, sólo por el placer de jugarse unas pechugas fileteadas. Además, este gurú del emprendimiento ha colocado un dispositivo sonoro que acciona cuando alguien decide jugar (sonido de sirenas), pierde (risas cabreantes) o gana (aplausos de máquina).

Ya ven, queridos míos, no es lo mismo una cosa que otra. A la vista está que el pollero no es Canaletto ni viceversa. Aconsejo una compra en la pollería del barrio para aquellos que quieran sentir, en un tiempo en el que no se está para mucho juego, el vértigo de la pérdida o la ganancia. Me temo que, detrás de todo esto, haya mucho de necesidad. Y más me temo que el pollero de ideas claras y no fijas no llegue a ver la tragedia silenciosa de muchos de sus clientes tras el mostrador.


Ah, y me cago en Gallardón, de ideas claras y fijas.