sábado, 18 de octubre de 2014

Vida de verdad


Vivo en la periferia de la periferia, en un pueblo que, siguiendo los designios del trazado postmoderno de las urbes de ahora, ha logrado unos espacios estancos donde la compartimentación social se manifiesta elocuentemente con tan solo un paseo de buena mañana cualquier sábado. Mi amigo Luis Manuel, con el que comparto barrio (manzanas de bloques que respiran hacia dentro, con zonas comunes ajardinadas sin acceso, oscuros rincones del deseo de ser algo más que clase media –algunos vecinos saludan con desdén aristocrático o, simplemente, no saludan a los seres con los que comparten el lastimoso sueño de acabar con la hipoteca–, piscina privada, garajes comunicados mediante ascensor a la puerta de su piso, con lo que el intercambio humano y la conversación son meras entelequias), alguna vez me ha comentado que la vida bulle más abajo de nuestros fuertes, en el casco “antiguo”, un espacio que muestra que en los 70 también hubo unos tipos que se forraron con la especulación inmobiliaria y que marcaron el modelo arquitectónico a seguir en las décadas siguientes, antes de que el negocio de la verticalidad (torretas de hacinamiento) fueran sustituidas por el sueño americano de la casa “unifamiliar”. Y no puede tener más razón. Para uno que se crió en este casco antiguo, que ha visto la mutación y la llegada paulatina de gentes de otras latitudes, resulta admirable observar de cerca estos cambios en la geografía humana del pueblo.

Coloco aquí una lista acelerada para dejar constancia de que más allá de nuestras grises vidas de lugares asépticos (aunque me consta que existen lugares semejantes al que yo vivo con nervudas asociaciones de vecinos que movilizan la acción social en estas manzanas privadas). Hoy he visto: una peluquería turca; una consulta estética china; un edredón mojado tendido en un cordel con una imagen de la Virgen del Carmen; unos señores que se apretaban en torno a una mesita, al lado de un quiosco, envueltos en una animada partida de parchís; negros ataviados como en una película de Spike Lee de los 80; un chino joven gritándole a un local “¡canijooo!!”; el inicio de una barbacoa familiar sobre el acerado; un quiosco de limonada en un lugar inhóspito; una joven gorda, con un palo terminado en un garfio de construcción casera, apañando limones municipales, bajo la atenta mirada de su madre, embutida a su vez en unas mallas de leopardo.


Algunos me dirán que hay algunos elementos presentes en la lista que es fruta común en muchos ciudades del país, pero no me negarán que el color local, la mezcla, es fruta tropical para estos lares. Bulle la vida aquí abajo y no en la asepsia de las nuevas urbanizaciones. Ruido, suciedad, humanidad desbordada, etc., pero ese es el precio. ¿Por qué no tiro pa´bajo? Por el mismo motivo de que, al igual que amo la vida también amo el silencio, y no por ello me voy a una abadía cisterciense a habitar. De todas formas, prefiero la mala de educación por desconocimiento que por impostura de clase media acomplejada. A esos sólo los salvará un tsunami.   

miércoles, 8 de octubre de 2014

La tarde


Bajé a la ciudad. El amigo Luque presentaba en una biblioteca más o menos céntrica a Fabio Morábito, un ser mestizo de sangre italiana, nacido en Alejandría y con un elegante acento mexicano. Dijo un par de verdades (“la computadora provoca que la perfección y la limpieza de lo escrito haga pensar a muchos que el texto está para la imprenta”) y alguna que otra mentira brillantemente literaria (“El justificante perfecto” en El idioma materno, Sexto Piso, 2014). Andaban por allí otras almas de diversas profundidades que alternaban entre ellas: traductores, poetas, críticos, musas, editores y animadores culturales que con afán lírico convocaban a la concurrencia a unas veladas poéticas todos los martes en Nervión (“para sacar al personal del agujero negro de la Alameda”).


Merodeé un rato por los pasillos del lugar. Alguien había dejado una joya en el lugar donde se depositan los libros hojeados que no enredan el corazón del buscador curioso. Ahí apareció uno de los regalos de la tarde: una antología de Stephen Spender, poeta del que sólo reconocía el nombre y que, hasta hace apenas una hora, sólo tenía por uno de los muchos componentes de esa nómina cada vez más infinita de “algún día lo leeré”. Tocaba hoy. La subida en el metro me procuró unos minutos para la cala de esta antología de Visor. Sólo los cuatro primeros poemas ya han bastado para suspender en el aire el tiempo. Me paré un momento a reflexionar sobre el poema “Facetas del Yo”; una chica joven me sacó de la contienda entre la vida y lo que leemos. “Tú... tú y yo... nos conocemos, ¿no?” Y nos conocíamos, claro. Hacía tal vez doce años de aquello. Fue alumna y yo profesor. Tal vez al revés también. Al menos así lo quiero creer. Por lo poco que pude hablar con ella, la bella Lidia se ha convertido en una joven risueña con la voluntad de hierro. Estos encuentros son hermosamente devastadores: “Ese viento de seda es el tiempo que pasa”, que dijo Cunqueiro. La felicidad de los reencuentros tiene el agridulce regusto de una pérdida y de una recuperación a la vez, pero siempre nos hace que el corazón se aquilate y sienta, ufano, que siempre merece la pena pasar por aquí.