Fotografía: Fernando María López de Haro |
La implantación de la
Nueva Arquitectura Orgánico-Hidropónica constituyó un hito en
aquel siglo de destrucción del paisaje. Carwright llegó con sus
proyectos debajo del brazo. Convenció a lo más granado de los
servidores municipales y les
coló unas cuantas Ciudades
Cardus. Precios
asequibles para una urbes hidropónicas de las que sus habitantes no
tendrían que salir para nada. El todo incluido cubriría necesidades
básicas: vías de comunicación, comercio, ocio. No habría lugares
de encuentro. Nada de foros ni plazas públicas. El encuentro humano
sólo estaría reservado para la célula familiar. La música
ocuparía un lugar destacado en todo el entramado de la ciudad,
colocándose un auditorio en forma de caracol adonde acudirían
aquellos habitantes que demostraran su sensibilidad con las arcas
municipales. Por supuesto, los conciertos serían gratuitos a partir
de un repertorio basado en el I Ching, El Libro de las
mutaciones que contenía 64
hexagramas adivinatorios con los que los asistentes lograrían
dirigirse en la vida. Está claro que todo estaría más que trucado
para velar por la felicidad de estos nuevos parias.
Carwright
vendió, sólo en la provincia de Cuenca, 658 Cardus.
Elevando el tallo sustentador a unos dos kilómetros del suelo
conquense (con variaciones de un kilómetro arriba y abajo, según la
contigüidad de uno y otro bulbo) lograría ocupar un campo de 59
hectáreas sin necesidad de planes urbanísticos ni recalificaciones
costosísimas. A los propietarios de las tierras edificables se les
pagaría por el terreno sin darles noticia alguna del proyecto.
Carwright conocía bien a esos gusanos.
Después
de ganar el Pritzker –ni siquiera una foto de el artista en tan
magna ocasión– inundando pueblos fantasmas en valles del norte del
país y convirtiéndolos en parque de atracciones acuáticos, todo
estaba permitido.
Carwright
no duerme. Nunca tiene sueño. Su Nueva Arquitectura Orgánico-Hidropónica no le permite descanso alguno. Sólo se detiene un tanto
para alimentarse de lo que cuelga de cada bulbo cuando hay excedentes
humanos. Es lo que tiene vivir en una ciudad sin programa de control
de natalidad. Todo lo custodia y vigila un monstruo
de la arquitectura.
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