jueves, 24 de septiembre de 2015

Pegar pedradas


Hoy hubo potaje de alubias (chícharos para algunas gentes del Sur) en casa de mis padres. La ingesta fue moderada, pues, como tiene que ser, en la elaboración de tamaño monumento habían participado, además de la mano divina de mi madre, los consabidos productos del cerdo con ausencia (tácitamente desaprobada por mi progenitor) del tocino. Cuando se ofrece este manjar en el hogar familiar, la cocinera maneja la creencia popular (ésta sí celebrada por el pater familias) de que los posibles contratiempos intestinales por la ingesta de esta legumbre pueden ser atemperados con un plato de arroz con leche. Ya ven, el cielo cabe en dos platos soperos.

Mientras que degustaba esta exquisitez, mi santa madre me invitó a revisar dos cajas de cartón que por su contenido me pertenecían y que, por tanto, qué mejor lugar para su depósito que mi propia casa. Estas exhumaciones me ponen un poco nervioso por lo que tienen de trajinar el pasado, siempre mal avenido con el movimiento, que, como todo el mundo sabe, levanta un polvo que ciega y nos hace estornudar. La última vez que abrí cajas en la casa paterna aparecieron cartas de amor y de amistad, así como de desamor y de amigos que ya se fueron. Las de hoy eran menos sentidas: guardaban los apuntes con los que escalé al dudoso cielo de la docencia. Descubrí que no todo el papel amarillea con el paso de los años, que yo era una opositor curioso y organizado y que, tras conseguir el éxito perseguido, guardar este salvoconducto que me dio un puesto con el que como no tenía ya sentido. Así que he metido en el coche estos apuntes junto a los esquemas que pulcramente confeccioné y me he ido a buscar un contenedor de papel. La boca del tiempo tiene forma de cubo.

Cuando he llegado a casa me he sentado en mi mesa de estudio. Curiosamente hoy me llega un aviso de la editorial Acantilado que acaba de publicar Para entender a Góngora de José Mª Micó. Leo un extracto del estudio y pienso en la pulcritud de algunos filólogos y en el futuro (si es que se puede hablar de esto ya a estas alturas) de la filología en estado puro, sin mescolanzas de estudios culturales y demás aparatajes de altermundialistas descoyuntados. La filología se aviene mal con el este tiempo que toma la velocidad de la fibra de vidrio. El encuentro con los textos antiguos requieren de paciencia, tesón y amor por el saber. Me emociona observar que aún hay extraños seres que se empeñan en estos estériles actos, aunque su autor diga en el video promocional que con este volumen agavilla sus estudios en torno al cordobés y cierra una época de su vida para tomar otros rumbos. Normal, muchacho.



Durante la lectura del extracto del libro de Micó, mi vecino de 4 años se desgañitaba en el balcón que linda con mi estudio. Era un grito infantil de libertad en esta tarde tan maravillosa de otoño: ¡Quieeeeeeeroooooooo al parqueeeeeeeeeeeeeee! Lo repetía sin pausa, con un desesperación rayana en la locura. La voz de su madre sonaba de fondo, con vanos argumentos que el crío ni escuchaba. He estado a punto de salir y liberarlo yo mismo; decirle a la madre que me lo prestara, que yo lo llevaría, no al maquiavélico parque de suelo acolchado de debajo del bloque, sino a pegar pedradas al campo de verdad, porque, tras constatar que la filología ha muerto y otras muchas cosas que me callo), sólo nos queda pegar pedradas como niños al cielo de la tarde. 

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