Hoy hubo potaje de
alubias (chícharos para algunas gentes del Sur) en casa de
mis padres. La ingesta fue moderada, pues, como tiene que ser, en la
elaboración de tamaño monumento habían participado, además de la
mano divina de mi madre, los consabidos productos del cerdo con
ausencia (tácitamente desaprobada por mi progenitor) del tocino.
Cuando se ofrece este manjar en el hogar familiar, la cocinera maneja
la creencia popular (ésta sí celebrada por el pater familias)
de que los posibles contratiempos intestinales por la ingesta de esta
legumbre pueden ser atemperados con un plato de arroz con leche. Ya
ven, el cielo cabe en dos platos soperos.
Mientras que degustaba
esta exquisitez, mi santa madre me invitó a revisar dos cajas de
cartón que por su contenido me pertenecían y que, por tanto, qué
mejor lugar para su depósito que mi propia casa. Estas exhumaciones
me ponen un poco nervioso por lo que tienen de trajinar el pasado,
siempre mal avenido con el movimiento, que, como todo el mundo sabe,
levanta un polvo que ciega y nos hace estornudar. La última vez que
abrí cajas en la casa paterna aparecieron cartas de amor y de
amistad, así como de desamor y de amigos que ya se fueron. Las de
hoy eran menos sentidas: guardaban los apuntes con los que escalé al
dudoso cielo de la docencia. Descubrí que no todo el papel amarillea
con el paso de los años, que yo era una opositor curioso y
organizado y que, tras conseguir el éxito perseguido, guardar este
salvoconducto que me dio un
puesto con el que como no tenía ya sentido. Así que he metido en el
coche estos apuntes junto a los esquemas que pulcramente confeccioné
y me he ido a buscar un contenedor de papel. La boca del tiempo tiene
forma de cubo.
Cuando
he llegado a casa me he sentado en mi mesa de estudio. Curiosamente
hoy me llega un aviso de la editorial Acantilado que acaba de
publicar Para entender a Góngora
de José Mª Micó. Leo un extracto del estudio y pienso en la
pulcritud de algunos filólogos y en el futuro (si es que se puede
hablar de esto ya a estas alturas) de la filología en estado puro,
sin mescolanzas de estudios culturales y demás aparatajes
de altermundialistas descoyuntados.
La filología se aviene mal con el este tiempo que toma la velocidad
de la fibra de vidrio. El encuentro con los textos antiguos requieren
de paciencia, tesón y amor por el saber. Me emociona observar que
aún hay extraños seres que se empeñan en estos estériles actos,
aunque su autor diga en el video promocional que con este volumen
agavilla sus estudios en torno al cordobés y cierra una época de su
vida para tomar otros rumbos. Normal, muchacho.
Durante
la lectura del extracto del libro de Micó, mi vecino de 4 años se
desgañitaba en el balcón que linda con mi estudio. Era un grito
infantil de libertad en esta tarde tan maravillosa de otoño:
¡Quieeeeeeeroooooooo al parqueeeeeeeeeeeeeee! Lo repetía sin pausa,
con un desesperación rayana en la locura. La voz de su madre sonaba
de fondo, con vanos argumentos que el crío ni escuchaba. He estado a
punto de salir y liberarlo yo mismo; decirle a la madre que me lo
prestara, que yo lo llevaría, no al maquiavélico parque de suelo
acolchado de debajo del bloque, sino a pegar pedradas al campo de
verdad, porque, tras constatar que la filología ha muerto y
otras muchas cosas que me callo), sólo nos
queda pegar pedradas como niños al cielo de la tarde.
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