sábado, 30 de julio de 2011

Salvamento marino




Para Jaime Canales Pedrosa, que llena el mundo con su pequeña presencia desde hace unos cuantos soles.





Atlántico frío y abisal de la Costa da Morte. Pasamos una giornatta en la compañía de amigos que nos abrieron el horizonte del verano. Una casa tradicional habilitada para la buena conversación y el sondeo de los corazones de gente nueva. Xavier, tras la cena a pie de la lareira testimonial y centenaria –como un animal añoso alimentado por mil fuegos y mil historias–, despliega sobre la mesa de la cocina un numeroso aparato de pequeñas cajitas que contienen los pecios de quince días en aquel remoto lugar: caparazones, conchas, cristales lamidos por el mar y el tiempo, etc. Un tesoro mágico al que él añade la pasión del malacólogo amateur que presenta ante los ojos de un público entregado la geometría perfecta de la Naturaleza. Habla del número áureo, de especies marinas y de la armónica inquietud que ha llevado a sus hijos Nuno y Duarte y a su mujer Marta a recorrer la playa de Carnota a la búsqueda de tales joyas. La familia se completa con Saha, una nena saharaui acogida hace apenas una semana que nos alumbra estos días ya soleados de por sí. Una pequeña morena de 3 años, con el pelo furioso recogido en una cola florida, nos ha enloquecido a todos con su media lengua farfullando un idioma que ninguno conocemos y que ella habla con una especial gracia infantil.

Le digo a Xavier y a Marta, ya cuando todo el mundo duerme, que la pasión con la que han desgranado sus conocimientos del mundo marino latente en las orillas atlánticas puede que les salve la vida a sus hijos. La sensibilidad ante la realidad circundante es un milagro al que todas las personas estamos expuestas, pero que no siempre vemos. A veces pienso que a mí me salvó la vida un disco de Benny Goodman en edición de quiosco que mi padre ponía los fines de semana y un ejemplar de Campos de Castilla que mi madre le regaló cuando eran jóvenes. A mis fritangas papás y mamás les pediría que observaran el cielo nocturno, que aguzaran el oído cuando descubran el trino de un pájaro, que repten por la hierba en busca de animales fabulosos y desconocidos, que canten y bailen, etc. Aconsejable sería que todo ello fuera llevado a cabo de la mano de sus hijos. Como sus progenitores, serán grandes personas. 

viernes, 22 de julio de 2011

Literatura multiorgásmica (fritangas recuperadas)

Alguna vez he llegado a comentar con algún amigo cuáles eran las virtudes de lo extraliterario, es decir, todo aquello que está relacionado con el mundo de la literatura sin serlo. Evidentemente, me refería al mundo de lo material y no de las ideas; y como material entiendo las presentaciones, las lecturas poéticas, las reseñas especializadas, las listas de los más vendidos, las dedicatorias y las relaciones sexuales surgidas al calor de todo lo anterior. Esto último y sus aledaños es lo que empaña mis lentes esta tarde.

El doctor M., insigne cuentista y mecánico de las musas (en la actualidad ajusta la tornillería de un taller de escritura que impartirá en breve), esgrime que la sensualidad es más rastreable en veladas líricas donde muchachas audaces lanzan versos como confeti, que en charlas donde un joven novelista tiene que sortear las humoradas de señores con gabardinas sepias junto a las caras de jóvenes que tras las consabidas gafas de pasta esconden auténticos graneros de sebo y queratina.


Toda esta vana palabrería viene porque hoy, a la búsqueda de libros de lance en la feria del libro antiguo y de ocasión, he tenido la oportunidad de toparme con letras y personas que se han enhebrado sutilmente hasta dejarme colgada al cuello una divagación estéril acerca de la literatura y el sexo. En un libro del dramaturgo
Harold Pinter, Polvo eres, encuentro una dedicatoria críptica que reza así: “Después de tres polvos”. Desconozco si el objeto de tan sutiles palabras no sería dejar memoria metaliteraria a un/a amante de una noche olímpica. A continuación, entre tenderete y tenderete, me topo con X.K. Éste me interroga acerca de qué me ha parecido el correo que me ha enviado donde ha literaturizado su deseo (Olía a sudor y gasoil y estaba conducido por un enjuto hombre sin edad. En el asiento de atrás, sudorosos y jadeantes por la lluvia y las prisas, ambos miraban impacientes las calles inacabables por el cine de la luna del vehículo, empapados por la fina lluvia que antes caló sus huesos, pero no hizo más que clarificar sus ideas y buscar sitio para dar fin a sus almacenes de adrenalina [sic y el subrayado es mío, claro]).

Abandono como puedo el mundo lujurioso de los libros usados y la literatura sicalíptica amateur. Encamino mi sombra hacia una librería de precios etiquetados y volúmenes sin dedicar. Pero de nuevo me sobreviene el mundo del deseo. Es ahora un ex-vecino que me pide información sobre un título espeluznante: El hombre multiorgásmico. Ante mi nulo conocimiento sobre tamaña obra literaria, el hombre sube a “la planta correspondiente” (si es que la hubiera) mientras yo quedo expurgando los anaqueles de literatura erótica, solo, desvalido y sospechando que el grueso de los encuentros no es otra cosa que una luminosa señal en la noche. Ustedes ya se imaginarán: mucho Sade, las once mil vergas de Apollinaire, los Coños de Pradita, los Trópicos de Miller, etc. Entre tanto título, si no leído al menos conocido, brotó un libro de Alfred Jarry llamado El supermacho. A continuación vi que el señor que subió a la búsqueda del librito de marras bajaba ufano con algo extraño en las manos. Quise que no me viera, que me dejara huérfano de sus saberes en materia de literatura de autoayuda sexual, pero fue imposible. El muy canalla me soltó que no había encontrado lo que quería (lo dejaba pedido), sin embargo, en el vagabundeo lúbrico había dado con un audio-libro que haría las delicias de su mp3 durante las próximas semanas y que, además, no le resultaría tan enojoso puesto que no tendría que leerlo, sino escucharlo. Mi pudor me impide colocar aquí el nombre de esta obra. Léanlo ustedes en la foto que acompaña a estas palabras. Yo, como no puede ser de otra forma, me voy a la cama. Ciao a tutti.

Para otro día o para ustedes mismos dejo el comentario del gesto ufano de Barbara Keesling.

martes, 19 de julio de 2011

"Los coños estaban en el aire"

Dos meses atrás anduve por Clichy, barrio parisino donde Henry Miller estuvo endiñando fuste cárnico a camareras, modistas, burguesitas y aristócratas de medio pelo. Para darme ambiente me llevé su novela Días tranquilos en Clichy, una sucesión de tomas pornográficas escritas bajo los efectos alucinógenos de la memoria preguntada unos muchos años después. “Era una época en la que los coños estaban en el aire” escribe Miller telegráficamente para hacernos saber que era más fácil de la cuenta abandonarse al trajín de los visones púbicos que encontrar un asiento en el Melody´s Bar. La historia narra las peripecias de dos jóvenes arremangándole la camisa a la noche para obtener, entre otros muchos placeres, enojosas purgaciones transferidas por las dueñas de vaginas efervescentes. Nada más. La novelita me sirvió para ponerle algo de glamour a un barrio que ya no tiene mucho y hacerme una foto en la puerta del Wepler, brasserie inaugurada a finales del XIX en la que el personaje de Miller pasa gran parte de sus días.

En estos tiempos que corren, con la obstinada presencia de la sexualidad en todos los confines de nuestro mundo y la desaparición imparable de la sensualidad (presente sólo en los anuncios de papel higiénico), las boutades sicalípticas del autor de los Trópicos no dejan de ser un vilano caramelizado e ingrávido llevado por el viento de la tarde. Mi amigo H., que por motivos laborales duerme 364 días al año fuera de su casa y, a veces, del país, me contó en su día que una joven afroamericana del Departamento de RR.HH. de su empresa le pintó unos cuantos cuadros impresionistas a pie glande y le susurró al oído al menos cinco batallas bélicas de difícil localización en el cronotopo de la historia. La despedida se ha ido vaciando de tristeza con eróticos cruces de mensajes de correo. Imagino que ella, cansada de tanta tecla, ha decidido innovar. H. me dice que ha recibido un video con guión, dirección e interpretación de la chica hace pocos días. El cortometraje únicamente requiere entrega, desinhibición y savoir faire: en un plano medio fijo aparece el tronco sentado de la actriz; la cámara tiene querencia por las partes pudendas de la joven, que introduce (primero lentamente y, pasados unos minutos, a toda máquina) su dedo corazón en sus genitales. La originalidad es incuestionable; el gusto ya me dirán ustedes. No sé qué opinarían el bueno de Henry ni mi mamá de estas cosas tan modernas.

lunes, 18 de julio de 2011

Música negra (fritangas recuperadas)

He tenido la oportunidad, gracias a esta bendita red, de ver un milagro, una joya que llevaba años buscando y que nunca confié en poder admirar: St.Louis Blues, protagonizado por Bessie Smith en el papel de prostituta del sur (como era normal para muchas mujeres negras de la época; véase el caso de Billie Holiday). Supe de su existencia gracias a la lectura de La Consagración de la Primavera de Alejo Carpentier. Éste asistió a su proyección en el París de comienzos de los años treinta, cuando Lutecia se había convertido en la cuna de lo que luego sería, mal que le pese al señor Trueba, el latin jazz, gracias al encuentro de los músicos negros que se quedaron en Europa después de la 1ª Guerra Mundial y los músicos cubanos que desembarcaron en la ciudad con unos ritmos que terminarían por desbancar al tango, tan exitoso en los años veinte.

Si tienen, justamente, ocho minutos y medio (sólo para amantes de la buena música o las rarezas cinematográficas), el documento les reportara un beneficio inmenso, además de darles la oportunidad de ser testigos de una muestra de lo que la música negra iba a aportar al siglo XX. En una progresión de ritmos y estilos verán a “la reina del blues”, Bessie Smith, arrancarse por el famoso blues de Handy acodada en una barra; luego, dentro de un ambiente de irrealidad teatral, los que asisten al espectáculo (el coro de “Hall Johnson”) comienzan a acompañar soberbiamente, en clave de gospel, a la voz ronca de la protagonista; a continuación, una banda de jazz (la orquesta de Fletcher Henderson) se marca un endiablado rag-time al que adereza con su baile un virtuoso del claqué, chulo de Bessie, que le roba el dinero que ésta ha ganado. De manera expresa, mientras que el bailarín sale de escena, la orquesta toca unos compases del Raphsody in blue de Gershwin, músico deudor de la música afroamericana. Para terminar, la cantante cierra la cinta con las últimas estrofas del blues inicial.

En todo ello encuentro un gran poder de concentración, tanto narrativa como musicalmente hablando. Carpentier, después de ver este testimonio único, allá por el año treinta y uno, afirmó que los ritmos africanos coparían la danza y la música del siglo. No se equivocó.

jueves, 14 de julio de 2011

Fumando espero (fritanga recuperada)



Piscinas, centros comerciales, consultorios de medicina avanzada, parques de ambiente oriental, zonas de masaje, yakuzis, campos de golf, squash y pádel, salones de baile, casinos, playas caribeñas, restaurantes internacionales, deportes acuáticos, videovigilancia, helipuerto, atardeceres mediterráneos; en fin, ambiente selecto para la masa democrática. No es el cielo; es Marina d´Or Ciudad de Vacaciones. Lo anuncia por las ondas radiofónicas una damnificada por la anorexia televisiva: Anne Igartiburu (vigilen la decadente decrepitud en la que están cayendo también María Barranco o Maribel Verdú). Una compañera de trabajo pasará sus mejores horas del verano en este engranaje maquiavélico de ocio y simulacro.

Josep Pla (José Pla, para los amantes del vernáculo) llegó a afirmar que fumaba para buscar adjetivos. En mi búsqueda de epítetos para cifrar esta heroicidad estival ya llevo tres paquetes de Chester.

martes, 12 de julio de 2011

Literatura y adulterio (fritangas recuperadas)

Un día el maestro Nabokov plantó esta cita entre las páginas de unos de sus libros escritos en el exilio berlinés: “El adulterio es el elemento básico del comadreo, de la poesía romántica, de las anécdotas divertidas y de las óperas famosas”. La novela se llamó en ruso Kamera obscura Sovremennye Zapiski; en la traducción al inglés del propio autor, Laughter in the dark; en español la pueden encontrar ustedes como Risa en la oscuridad (Compactos Anagrama, 6 eurazos de nada). En ella se cuenta la historia del clásico triángulo amoroso, aunque un ingrediente cruel entre la masa sazonada de estas vidas lo colorea: el engañado es ciego. Albinus “vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable y feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante más joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre”. Estas son las palabras que encabezan el relato y que, en suma, muestran el hilo argumental de la historia. El personaje principal, después de abandonar a su mujer por otra, es víctima de un accidente automovilístico donde pierde la vista. A continuación, será recluido por su joven amante en una casa suiza para que repose. Al mismo tiempo, el amante de ella vive en la casa de incógnito y de manera casi fantasmal: comparte la mesa con el convaleciente y la joven; pasea desnudo por la casa mientras que Albinus está en ella; molesta con briznas de hierba el rostro dormido del invidente; y cohabita nocturnalmente con la chica, a la par que el engañado husmea risas y gemidos en la oscuridad de su mundo. Pura perversidad.
Muchos de los que han leído poco (o nada) a Vladimir Nabokov lo acusan precisamente de eso, de perverso. Aún recuerdo a una compañera de historia que un día, cuando le pregunté si le había gustado Lolita, me contestó con un “Nabokov es un viejo repugnante”. Confusiones aparte (mezclar a Conan Doyle con Holmes no es aconsejable), a la vista está que el cerebro del escritor ruso podía crear situaciones insanas a ojos de lectores poco dados a malabarismos morales.
Pienso que la modernidad nabokoviana de estas novelas reside en que el adulterio (tema recurrente en el XIX y el XX) está tratado desde una perspectiva que incluye patologías psíquicas ancestrales vivas aún hoy. La perversión sexual tiene como glorioso representante a Donatien Alphonse François, Marqués de Sade, visionario inconsciente de todo lo que se nos venía encima. La combinación de adulterio y perversidad no sólo ha dado al mundo gran literatura, sino que ha posibilitado la aparición de espacios subterráneos a los que se accede con una clave y una tarjeta Visa. En París, capital de la República Mundial de las Letras (Pascale Casanova dixit), existen 900 locales de intercambio de pareja; 276 de ellos son de ambiente, por decirlo de alguna manera, festivamente sadomasoquista. G. (“Y sólo yo escapé para contártelo”. Job 1, 17) baja a los infiernos fines de semana alternos del mes. De Virgilio hace P., abogado parisino reputado, casado y con dos amantes más. G. lo ama inexplicablemente. Me pintó un paisaje de techos altos, cuerpos aletargados sobre otros cuerpos, corredores repletos de habitaciones donde unos miran lo que otros fornican. Manos extrañas recorren la piel de G., pero ella no pierde de vista a su amor, que aletea entre una oscilación de miembros nerviosos.
Nabokov siempre encabezó sus novelas con una dedicatoria breve: A Véra. Calculo que mi amado Vladimiro engañó 17 veces a su mujer. Es el número caprichoso de las novelas que brindó a la humanidad.
Quien esté libre de pecado, que tire la primera novela.

viernes, 8 de julio de 2011

Chari, infatigable viajera


Chari es una señora de cuarenta y tantos que comparte conmigo la peluquera. No la había visto en mi vida hasta que decidí el otro día afeitarme el cráneo para aguantar mejor el verano. Chari tiene una lengua incansable. En apenas 10 minutos del fin de fiesta que tuve que aguantarla mientras que nuestra artista del cabello terminaba con ella, dio información como para un par de fritangas. “Este verano estoy más gorda. Una lástima. En invierno estaba superdelgada de la muerte. He pedido el alta para no reincorporarme al trabajo e irme de vacaciones. Estoy muy harta ya de tanta casa. El año pasado fuimos a Holanda y a Mónaco. Este año a ver si podemos hacer un crucerito”.

La buena de la peluquera sonríe. Los pelos cortados los sacude con un cepillo sobre la inmensidad de Chari, escondida tras un paño protector. Chari de pie es un espécimen sacado de un juego ambientado en la Edad Antigua: tiene pantorrillas de gladiador de 2ª fila y unos brazos curvados que se apoyan en las desproporcionadas líneas de su busto. Remata el tipo un caballo color carne que galopa tatuado sobre su hombro derecho. Antes de salir por la puerta, admirada por la visión del ¡Hola! en cuya portada posan Alberto de Mónaco y Charlene Wittstoc en el día de su boda, la gladiadora dice: “¡Es cagaíta a la Victoria Beckham, la tía guarra!”. Me apena bastante que no esclarezca antes de salir por la puerta a quién se refiere con lo de “tía guarra”, si a Charlene o a Vicky. Qué le vamos a hacer.

Ana, mi gentil peluquera, me esquila con la preocupación de que mi familia reniegue de mí. Yo, atónito ante el espectáculo de ver mi cuero cabelludo sin interferencias, no puedo dejar de pensar en Chari. ¿Por qué la masa democrática se tatúa, recorre en viajes organizados los espacios de rancias monarquías (muy maquilladas) que promocionan subliminalmente las revistas del coure, se empeñan en pensar que las bajas son unas vacaciones pagadas hasta que lleguen las de verdad, se pavonean de hacer cosas como ir de crucero y tienen hábitos alimenticios y sociales de orangután castrado? No tengo respuestas para tantas preguntas. Lo que sí que sé es que el charismo se extiende actualmente por toda la geografía nacional, imparable como la espuma de una cerveza servida en vaso de plástico. Me acojo a la protección de las paredes de mi hogar, donde he empezado una cruzada contra los libros que he acumulado durante los últimos 15 años y que ya buscan otros ojos. Pienso que quizás sería mejor donarlos todos, tatuarse y marchar corriendo a la agencia a pedir un crucero o un mes en Marina d´Or (si es que existiera). No hay nada como meter los dedos en la tibia masa de churros.

martes, 5 de julio de 2011

Espadas para gente corriente


Temprano, con la tregua mendaz y endiablada que da el calor en la City, bajé a solazarme con la vida contemporánea de mis vecinos. Anduve por el centro, al que tímidamente se iban incorporando sumisas almas en busca de la ganga matinal. El deseo de hacerme con algunos títulos que me vayan haciendo más llevadero el verano (recuerdo a mis fritangas que el accidente me ha dejado de momento una periartritis escapulohumeral que no me permite escapar en coche del Infierno ni cargar maletas en aeroplanos low cost) me llevó hacia uno (quizás el único) de los grandes y suntuosos palacios del consumo cultural en la ciudad: la FNAC. Me llamó la atención que en la puerta se reunieran talluditos seres para hacer cola a esas horas. Como una de las otras puertas estaba libre, me adentré por ella en busca de una justificación a tanto revuelo. Lo que vi me pareció una prueba irrefutable, como diría mi añorado amigo J.M., de que el mundo va a desaparecer, por expresarnos en términos apocalípticos, cuando lo que realmente está pasando es que vivimos en una franca e imparable decadencia.

¡Atención!, ¡foco!: un trono confeccionado con armas blancas de diferentes tamaños y facturas sobre una tarima; un fondo oscuro sobre el que se había serigrafiado “Juego de tronos”; y una enorme espada que era entregada por el “rey” o la “reina” depuesta con una sonrisa cómplice al nuevo heredero, debido la impaciencia de éste último. Me fijé en los que componían el pelotón entusiasta y me asombré de que todos frisaran la treintena o la cuarentena, en el peor de los casos, lo cual me hizo pensar en la tesis de Pascal Bruckner acerca de la incuestionable archipresencia del juvenilismo en nuestras sociedades, aunque tal vez fuera más apropiado hablar directamente de infantilización. Esto es simplemente uno de los polos visibles que no deja ver el otro extremo, enterrado conscientemente por los más versátiles y mistificadores programadores del life style actual: me refiero a la absoluta desaparición de la vejez y de la muerte en nuestra querida época.

Aproveché mi anonimato (ninguno le quitaba ojo a la Excalibur) para intentar sacar conclusiones al respecto. Observé que, tanto tipos como tipas, tenían unas dimensiones abdominales que denotaban la ingesta masiva de croquetas suministradas, muy probablemente, por madres amantísimas en habitaciones mal ventiladas y decoradas con cachivaches roleros y diverso material electrónico. Supongo que tales madres se sentirían orgullosas de ver a sus adultescentes bizquear con un sable en la mano. Yo no, claro. Movido no sé si por la pena o por la vergüenza ajena, me subí a la librería y adquirí unos volúmenes de mi agrado. Cuando bajé, la cosa estaba más animada si cabe. Una chica de casi treinta años simulaba cortarle la cabeza a su amado, de rodillas en el suelo. Ambos posaban ante la cámara de un gordo aperillado que hacía las veces de fotógrafo del grupo de amigos.

En fin. He de admitir que la mirada más inteligente con la que me he topado esta mañana ha sido la de la vigilante. Puro humo. Le dijo al que me cobraba que a ella esto no le iba; que lo suyo eran los zombis. El cajero tuvo la sana ocurrencia de preguntarme si yo no había visto Juego de tronos. Ante mi negativa me dijo que estaba ¡superrrrrr!. Le sonreí preguntándome si no se había dado cuenta de que el que esto escribe llevaba en la bolsa una novela de Henry James, otra de Banville y un disco de Lee Morgan, mundos distantes por unas cuantas galaxias de por medio. Volví a casa abstraído en mis pensamientos. Pasé por la peluquería y decidí, con casi 40 años, retornar yo también a la niñez más extrema, casi como la de un bebé. Para vuestra información, me he afeitado la cabeza cual Marlon Brando en Apocalipsis Now. Esto es a lo más que puedo llegar. 

lunes, 4 de julio de 2011

Despilfarro lírico

Algunos de mis más fervientes fritangas me han afeado la conducta del último post. “¿Cómo ver el verano como una mordaza, como una camisa de fuerza o como un campo de tiro? Nada de eso, señor Fritanga”. Qué le vamos a hacer. Cada uno tiene sus manías. Para intentar resarcirme del sambenito de tío vinagre, contaré hoy un pasaje lírico de mi vida reciente en el que queda al descubierto los brotes poéticos que surgen en los rincones más insospechados de la realidad.

En la City existe un desierto. Mientras que en los Emiratos Árabes célebres arquitectos y urbanistas se embolsan una pastonada por convertir la aridez extenuante del lugar en un parque de atracciones de clima continental, aquí hemos mutado la margen izquierda del brazo vivo de nuestro Támesis en un páramo a base de albero prensado. Los más atrevidos, buscando aliviarse de los rigores de la crisis (no del verano), recorren una considerable distancia para fatigar las calles de un mercadillo que nace de esa pista amarilla los fines de semana. El aire ribereño que sube del río sólo sirve para animar a las nubes de tierra a que penetren el pelo cardado de las señoras y los sudorosos pies ataviados con chanclas (compradas allí mismo y no testadas por el Ministerio oportuno) que muchos incautos calzan. Fruta, combinaciones, fajas, bicicletas (robadas, claro), pantalones, películas (de las que no le gustan a nuestro pre-entalegado y tedioso Teddy), zapatos, animales vivos (entiéndase mascotas), bragas, sostenes y un largo etcétera que podría sorprender al jefe de compras de El Corte Inglés surgen de las calles dedálicas de este engendro.

Hace poco, antes de la acción alucinógena de la canícula, mi amada surcó los mares de esas enojosas y volátiles motas de albero. Un gitano que vendía parte de su mercancía con un “para los buenos shoshos, las mejores bragas”, también exponía ante la vista del público sábanas a muy buen precio. Mi amada, siempre envalentonada por la ganga, adquirió ropa de cama a excelente coste. Llegó a casa contentísima con su compra metida en la bolsa blanco-trasparente que suelen dar en estos comercios. Como comprenderán, había que lavarlas antes de dejar caer nuestros cuerpecitos en su superficie, pues dicha bolsa era el único recubrimiento eventual que había separado el tejido del mundo. Desconozco si el cíngaro, nómada por todos los desérticos mercadillos de la provincia, era consciente de lo que vendía (y no me refiero a las bragas). Cuando tendimos al sol la adquisición descubrimos admirados unos versos: “Et puis voici mon coeur qui ne bat que pour vous” (Y he aquí mi corazón que sólo late por ti). El viejo Verlaine nos salía al paso desde la nada, dispuesto a obsequiarles al destino y a su amado Arthur Rimbaud, tan devoto de las razas extremas, un homenaje.

Aunque les pueda parecer una infantil cursilada, duermo, sueño y amo felizmente (no obligatoriamente en ese orden) sobre estas sábanas. A veces, acuden en la noche venturosas ensoñaciones que me regalan voces de otra época, aunque, no sé por qué extraña razón, al fondo, casi imperceptiblemente, oigo versos insólitos: “para los buenos shoshos, las mejores bragas”. Feliz día.

sábado, 2 de julio de 2011

El bello verano


El verano, esa dudosa hebra de tiempo que sólo en la mente de algunos afortunados resulta un bálsamo delicioso para las heridas del año, para mí es desalentador. Lo digo porque las visiones de mis estíos ideales nunca se hacen realidad, entre otras cosas, porque los golpes de un aluvión de propuestas sugeridas por los que te rodean desmantelan las bellas estampas que uno ha creado en su mente a lo largo de la vida.

Mis veranos ideales (entiendo que en un verano bien escandido caben, al menos, 100 veranos) tendrían diferentes latitudes y ambientaciones, muchas de ellas suministradas por la ficción consumida desde que uno es uno. Son estampas donde siempre sopla la brisa agreste desde un rincón alejado de la turbamulta en chanclas, donde la gente exhibe poca piel por la noche y por el día combina atuendos ligeros del período de entreguerra con poses aristocráticas. Suena jazz de gramola por la mañana y al anochecer una pequeña orquesta alivia de la enojosa acción de dormir a un grupo de personas que ingiere cócteles a ritmo de swing. Atravieso en bicicleta parajes idílicos y silenciosos con el rumor de un río acompañando el sonido metálico de la cadena o permanezco ensimismado ante el batir de las olas en cortados pétreos que miran al abismo del mar azul-cantábrico. Metido en la ambientación italiana de El talento de mister Ripley o en la nostálgica de Retorno a Brideshead –veranos cadenciosos, dulces e improbables que contrastan con la terrible constatación de que asistes a tu propia muerte entre el agua que se acumula en las aceras provenientes de aires acondicionados exhaustos–, sueño en que mañana estaré en Florencia o en Oxford de manera definitiva.

Ante la negativa evidente del mundo a regalarte tales vivencias, uno puede recurrir al encierro y a la impagable aventura de satisfacer estos livianos deseos con la lectura. A esto hay que ponerle otra coda interrogativa: ¿a cuánta gente hay que matar para lograrlo? Leo hoy en el suplemento cultural de El Jarabe (el periódico global en español) un interesante artículo de Javier Aparicio Maydeu en el que hace un repaso a la escritura ensayística y diarística de diferentes autoras en torno al ejercicio intelectual. “Os pido que ganéis dinero y que tengáis una habitación propia”, esgrimía Virginia Woolf en su fabuloso ensayo Una habitación propia (Alianza Bolsillo, apenas 8 dólares. Corran a por él). Esta petición era lanzada con un deseo palpable: la mujer y su independencia, entendida ésta en su más alto y lato sentido. Añoro yo esa habitación propia igual que añoro mi verano. Me arrepiento de no haber tomado la palabra de mi querida prima Elena y su marido Marcos cuando me hicieron saber las vacaciones pasadas que existía la posibilidad de alquilar una habitación propia, con sus apósitos necesarios (salón, dormitorio, balcón, baño, etc.) a los pies de la Ría de Vigo. Me consuelo escuchando el Summertime (nana prodigiosa) de mi Porgy and Bess. Al arrullo de una mamá negra sueño que pronto llegará el otoño para seguir deseando mi propio verano. Felices vacaciones.