Algunos de mis más fervientes fritangas me han afeado la conducta del último post. “¿Cómo ver el verano como una mordaza, como una camisa de fuerza o como un campo de tiro? Nada de eso, señor Fritanga”. Qué le vamos a hacer. Cada uno tiene sus manías. Para intentar resarcirme del sambenito de tío vinagre, contaré hoy un pasaje lírico de mi vida reciente en el que queda al descubierto los brotes poéticos que surgen en los rincones más insospechados de la realidad.
En la City existe un desierto. Mientras que en los Emiratos Árabes célebres arquitectos y urbanistas se embolsan una pastonada por convertir la aridez extenuante del lugar en un parque de atracciones de clima continental, aquí hemos mutado la margen izquierda del brazo vivo de nuestro Támesis en un páramo a base de albero prensado. Los más atrevidos, buscando aliviarse de los rigores de la crisis (no del verano), recorren una considerable distancia para fatigar las calles de un mercadillo que nace de esa pista amarilla los fines de semana. El aire ribereño que sube del río sólo sirve para animar a las nubes de tierra a que penetren el pelo cardado de las señoras y los sudorosos pies ataviados con chanclas (compradas allí mismo y no testadas por el Ministerio oportuno) que muchos incautos calzan. Fruta, combinaciones, fajas, bicicletas (robadas, claro), pantalones, películas (de las que no le gustan a nuestro pre-entalegado y tedioso Teddy), zapatos, animales vivos (entiéndase mascotas), bragas, sostenes y un largo etcétera que podría sorprender al jefe de compras de El Corte Inglés surgen de las calles dedálicas de este engendro.
Hace poco, antes de la acción alucinógena de la canícula, mi amada surcó los mares de esas enojosas y volátiles motas de albero. Un gitano que vendía parte de su mercancía con un “para los buenos shoshos, las mejores bragas”, también exponía ante la vista del público sábanas a muy buen precio. Mi amada, siempre envalentonada por la ganga, adquirió ropa de cama a excelente coste. Llegó a casa contentísima con su compra metida en la bolsa blanco-trasparente que suelen dar en estos comercios. Como comprenderán, había que lavarlas antes de dejar caer nuestros cuerpecitos en su superficie, pues dicha bolsa era el único recubrimiento eventual que había separado el tejido del mundo. Desconozco si el cíngaro, nómada por todos los desérticos mercadillos de la provincia, era consciente de lo que vendía (y no me refiero a las bragas). Cuando tendimos al sol la adquisición descubrimos admirados unos versos: “Et puis voici mon coeur qui ne bat que pour vous” (Y he aquí mi corazón que sólo late por ti). El viejo Verlaine nos salía al paso desde la nada, dispuesto a obsequiarles al destino y a su amado Arthur Rimbaud, tan devoto de las razas extremas, un homenaje.
Aunque les pueda parecer una infantil cursilada, duermo, sueño y amo felizmente (no obligatoriamente en ese orden) sobre estas sábanas. A veces, acuden en la noche venturosas ensoñaciones que me regalan voces de otra época, aunque, no sé por qué extraña razón, al fondo, casi imperceptiblemente, oigo versos insólitos: “para los buenos shoshos, las mejores bragas”. Feliz día.
Ja, ja, ja! Excelente descripción, y muy pertinente lo que dices en el segundo párrafo, ya que en cierta ocasión oí pregonar a uno de esos esforzados vendedores como ¡Niña, esto es El Corte Inglés sin escaleras!.
ResponderEliminarPor cierto que el buen Harvest me ha contado que entre los comerciantes abundan sus ex alumnos romaníes, de esos de "Por Imperativo Legal" (vous savez), que le dan tremendas palmadas en la espalda cada vez que lo ven por allí.