Salgo a tirar la basura
de noche. El paseo hasta el contenedor es corto, pero hay que sortear
varios peligros: cacas de can, dos pasos de cebra en curva y oscuros,
más caca de can, restos de vidrio, los filos sobresalientes y
afilados de las chapas donde se acomodan las bocas de los
contenedores y el ambiente mundano que a veces surge de unas casas
unifamiliares cuyo diseño algún prohombre trazó en una servilleta
llena de aceite. No es mucho. Con unos buenos zapatos y el corazón
desconectado se llega sin problemas. Pobre del que no desenchufe y se
calce unas buenas botas.
La semana pasada asistí
de refilón a la animada refriega de unos vecinos. En la parte
derecha del ring, unos padres amantísimos (50 y tantos) hacían de
clac a un pollo de tupé futbolístico, gym e impetuosa lengua; en la
izquierda, una señora (cuarenta y tantos) con voz apagada pero llena
de razón se envalentonaba con el móvil en la mano. “¡Llama tú,
hija de puta. Si no llamas tú, llamo yo, capulla!”, gritaba el
joven en clara referencia a la policía. Su madre apoyaba al brioso
muchacho: “¡No te vayas a pasá ni una mijita. Que eres mu
perrrrrra!”. Por lo que pude inferir, la trifulca se había
iniciado porque el adonis de urbanización se había pasado el vado
permanente de la señora por los bajos. Dos hermosos cuatro por
cuatro pugnaban enfrentados silenciosamente en la puerta de cada
casa. Huí pensando en que a simple vista eran seres que pertenecían
a mi misma especie social (más o menos: sus hogares calculo que
valen 100.000 pavos más que el mío), hacíamos la compra en los
mismos sitios y dormíamos, lo más probable, en el mismo lado de la
cama. Pero lo visión de aquella escena me helaba la sangre por su
fluidez y naturalidad.
A veces nos da por pensar
de manera ingenua (casi por comodidad) que tenemos los mismos hábitos
e intereses que nuestros vecinos. No es así. Una madre de mi
urbanización, culta y preocupada por el futuro del mundo, me decía
ayer que le indignaba que hubiera gente que no supiera qué tipo de
gobierno tiene su país o cuándo comenzó la 2ª G.M. “El fin de
las Humanidades”, admitía. Estábamos su padre, su marido y yo
mismo en las inmediaciones del parque del barrio. Yo, puestos a
pedir, le contesté que en el fondo me daba igual lo de la cultura
general; que apreciaba más la buena educación (aunque no se supiera
quién había sido Valle-Inclán) que la cultura. Como veía que no
la convencía recurrí a la exageración. Le propuse que todo aquel
individuo que se propusiera hacer un crucero, por ejemplo, habría de
pasar un cuestionario: “Qué le mueve a realizar este viaje?, ¿qué
conoce de las islas que pisará?, ¿quién fue Safo de Lesbos?,
¿cuántos habitantes reales tiene Venecia?, ¿tres películas
clásicas ambientadas en el Mediterráneo?, ¿Etimología latina de
la palabra Capri?”. Aquel que no pasara un 75% de las cien
preguntas no podría embarcar de ningún modo. Un turismo de élite
cultural que evitaría la aglomeración y la chancla, el hundimiento
real y metafórico de La Serenissima, las meadas de urgencia en la
parte de atrás de restos arqueológicos, las visitas de supermercado
al Louvre o el reguero de latas de coca-cola en espacios públicos.
Le hizo tanta gracia la medida a mi vecina que comenzó a plantearse
hasta el nombre de la agencia.
Anoche cuando salí a
tirar la basura, entre los cañizos de una de esas casas de hipotecas
a 40 años, escamoteé una conversación entre uno que le pegaba la
turra a otro, un pobre incauto que no hablaba. El “conferenciante”
tenía un acento de sureño oriental: “Hay tres preguntas
fundamentales para el Ser humano: ¿De dónde venimos?, ¿dónde
estás? (sic) y ¿adónde vamos?”. Seguí caminando con ganas de
volver y seguir oyendo esta trascendental intervención. Lo hice, con
la pena de no poder sentarme a poner la oreja de verdad. “El
primitivismo religioso es inaceptable”. Ahí acabó todo para mí.
Desanduve el camino (mojones caninos, publicidad del Carrefour regada
por acera) escrutando la noche y pensando en cuántos de esta
ciudad-nicho pasarían el examen para el crucero. Eso sí que
supondría el rescate de las Humanidades en el más amplio sentido de
la palabra.
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