viernes, 2 de septiembre de 2016

La distancia médica y lo que nos espera



Hace unas semanas, mi amigo Alfonso Grueso se sorprendía en una mesa de desayuno con compañeros que de los diez que eran sólo él no tuviera seguro médico privado. Los tiempos vienen marcados por la novedosa superstición de la clase media: lo privado es mejor que lo público. Pero no es cierto. Tal vez habría que cambiar “mejor” por “rápido”. Incluso no sólo sustituir los términos sino directamente afirmar que lo privado es tan decepcionante como lo público. Claro que esta generalización recae sobre mis colegas de granja y sobre mí también. Posiblemente en toda la debacle pública aún permanezcan vivas ciertas islas de excelencia silenciosa que el sortudo se encuentra o el voluntarioso sabe encontrar.

Nuestro hijo nació en un hospital público. El trato de las matronas fue humanamente cercano y atento. La dilatación de su madre duró horas; en ningún momento hubo atisbo de cansancio o de dejadez. Incluso en el quirófano, cuando con el cambio de turno una nueva matrona asistió a mi mujer, el trato fue el mismo. La posición del niño requirió de la entrada en escena del escuadrón de la muerte: una ginecóloga titular colocaba a una ginecóloga joven en prácticas (cara maquillada hasta lo grotesco, con una mirada vacía, distante y sin emoción) en la tarea de sacar a este lado del mundo al pequeño. Unos individuos no identificados y con bata seguían los avances de la maniobra apoyados con desgana en la encimera de la sala. Cuando pregunté insistentemente que quién era el pediatra –sólo hubo presentación de las dos ginecólogas–, un tipo de aquellos me espetó de muy malas formas que me callara y que dejara trabajar. Salió Santiago inerte, con mucho esfuerzo por parte de su madre y con algo de carnicería vaginal por parte de la chica en prácticas. El crió exhaló al fin y rompió a llorar. Fue depositado en una camilla, bajo una lámpara calórica como las que hay en los puestos de comida de las ferias. Una señora se afanaba en buscar unas tijeras que no encontraba. Durante 4 minutos la lámpara fue el único contacto calórico del niño con el mundo. Finalmente, la buscadora de tijeras, cogió al niño y se lo acercó a la ginecóloga en prácticas que cosía a la madre: “dale tu er corte, niña, que hoy no encuentro na”.

Pienso que la distancia es el sustantivo con el que poder nombrar esta relación médico-paciente. Noto que a medida que el rango sanitario asciende, la flema crece, como si de un mal se tratara. En el período de gestación, tuve la ocasión de ver como el médico de cabecera de Libertad la atendía. Ya lo había observado antes alguna que otra vez: mirada clavada en el ordenador, preguntas administrativas, tecleo indolente, sello y ya está. No miró a la cara de la paciente, no auscultó, no usó el estetoscopio. Nada. El mundo contemporáneo se ha imbecilizado hasta tal punto que ha despojado el contacto físico y visual en tareas que desde siempre tenían como único método el mirar, el tocar y el intuir. La intuición se la hemos donado a los análisis clínicos. “Ver para creer” por “Tocar para intuir”. Combinando ambas se podría hacer magia.

Esta mañana hemos ido a una hospital privado. Unas grades puertas giratorias de cristal dan la bienvenida a los pacientes. La gente se acoda en un mostrador de hotel para ingresar con sus maletas Samsonite. La asepsia es total. La ginecóloga que atiende a la mamá de Santiago tampoco mira, sólo te despacha. Lee flemáticamente el resultado de los análisis de una mamografía (ecografía de mama ahora) y tarda más en completar el informe en la pantalla del ordenador que en mirar a su paciente. “Vuelva en un año”. La paciente le comenta que hay una amiga que se ha sometido a una operación estos días por un cáncer detectado en un chequeo rutinario en el trabajo. No habla, no siente, no dice nada. Sólo emite un leve graznido entre labios.

¿Y ahora qué? Una compañera de trabajo comentaba ayer que el trato del personal médico hacia funcionarios beneficiarios de seguro privado por Muface comienzan a ser algo displicente frente al que reciben los asegurados que pagan su cuota de manera privada. No es el caso de mi mujer. Dudo que haya una muesca invisible en la tarjeta de los funcionarios que los delate. Un colega dice que cuando llama a “Atención al cliente” de cualquier empresa para pedir algún servicio, si pone acento catalán, lo tratan mejor. En fin, todo es posible.


La semana pasada fuimos a ver a una osteópata infantil para que le mirara la clavícula que se fracturó Santiago al nacer. Menchu es, además, matrona. Le dedicó a nuestro hijo unas miradas, un tacto, unas palabras tan dulces como cualquier familiar realmente cercano. Lo acunó, lo auscultó, le practicó un pequeño masaje en todo su cuerpo. Santiago disfrutó de la consulta como sus padres. Menchu trabaja en una consulta privada. Las dos horas que estuvimos con ella costaron 50 euros, una nadería teniendo en cuenta el resultado. Medicina alternativa sería tal vez la etiqueta. Alternativa a la flema –producto de la distancia, la comodidad y el cansancio– de las pediatras que han visto a nuestro hijo desde que nació, más preocupadas en endilgar vacunas que en observar al niño en todo su ser. Ojalá la medicina que nos cobran (de una forma o de otra) el Estado y las aseguradoras privadas tuviera unas cuantas Menchus desperdigadas por ahí. Todo sería menos distante. Y, sí, amigo Alfonso, hay que resistir, pero también buscar.

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