Hace unas semanas, mi
amigo Alfonso Grueso se sorprendía en una mesa de desayuno con
compañeros que de los diez que eran sólo él no tuviera seguro
médico privado. Los tiempos vienen marcados por la novedosa
superstición de la clase media: lo privado es mejor que lo público.
Pero no es cierto. Tal vez habría que cambiar “mejor” por
“rápido”. Incluso no sólo sustituir los términos sino
directamente afirmar que lo privado es tan decepcionante como lo
público. Claro que esta generalización recae sobre mis colegas de
granja y sobre mí también. Posiblemente en toda la debacle pública
aún permanezcan vivas ciertas islas de excelencia silenciosa que el
sortudo se encuentra o el voluntarioso sabe encontrar.
Nuestro hijo nació en un
hospital público. El trato de las matronas fue humanamente cercano y
atento. La dilatación de su madre duró horas; en ningún momento
hubo atisbo de cansancio o de dejadez. Incluso en el quirófano,
cuando con el cambio de turno una nueva matrona asistió a mi mujer,
el trato fue el mismo. La posición del niño requirió de la entrada
en escena del escuadrón de la muerte: una ginecóloga titular
colocaba a una ginecóloga joven en prácticas (cara maquillada hasta
lo grotesco, con una mirada vacía, distante y sin emoción) en la
tarea de sacar a este lado del mundo al pequeño. Unos individuos no
identificados y con bata seguían los avances de la maniobra apoyados
con desgana en la encimera de la sala. Cuando pregunté
insistentemente que quién era el pediatra –sólo hubo presentación
de las dos ginecólogas–, un tipo de aquellos me espetó de muy
malas formas que me callara y que dejara trabajar. Salió Santiago
inerte, con mucho esfuerzo por parte de su madre y con algo de
carnicería vaginal por parte de la chica en prácticas. El crió
exhaló al fin y rompió a llorar. Fue depositado en una camilla,
bajo una lámpara calórica como las que hay en los puestos de comida
de las ferias. Una señora se afanaba en buscar unas tijeras que no
encontraba. Durante 4 minutos la lámpara fue el único contacto
calórico del niño con el mundo. Finalmente, la buscadora de
tijeras, cogió al niño y se lo acercó a la ginecóloga en
prácticas que cosía a la madre: “dale tu er corte, niña, que hoy
no encuentro na”.
Pienso que la distancia
es el sustantivo con el que poder nombrar esta relación
médico-paciente. Noto que a medida que el rango sanitario asciende,
la flema crece, como si de un mal se tratara. En el período de
gestación, tuve la ocasión de ver como el médico de cabecera de
Libertad la atendía. Ya lo había observado antes alguna que otra
vez: mirada clavada en el ordenador, preguntas administrativas,
tecleo indolente, sello y ya está. No miró a la cara de la
paciente, no auscultó, no usó el estetoscopio. Nada. El mundo
contemporáneo se ha imbecilizado
hasta tal punto que ha despojado el contacto físico y visual en
tareas que desde siempre tenían como único método el mirar, el
tocar y el intuir. La intuición se la hemos donado a los análisis
clínicos. “Ver para creer” por “Tocar para intuir”.
Combinando ambas se podría hacer magia.
Esta
mañana hemos ido a una hospital privado. Unas grades puertas
giratorias de cristal dan la bienvenida a los pacientes. La gente se
acoda en un mostrador de hotel para ingresar con sus maletas
Samsonite. La asepsia es total. La ginecóloga que atiende a la mamá
de Santiago tampoco mira, sólo te despacha. Lee flemáticamente el
resultado de los análisis de una mamografía (ecografía
de mama ahora) y tarda más en
completar el informe en la pantalla del ordenador que en mirar a su
paciente. “Vuelva en un año”. La paciente le comenta que hay una
amiga que se ha sometido a una operación estos días por un cáncer
detectado en un chequeo rutinario en el trabajo. No habla, no siente,
no dice nada. Sólo emite un leve graznido entre labios.
¿Y
ahora qué? Una compañera de trabajo comentaba ayer que el trato del
personal médico hacia funcionarios beneficiarios de seguro privado
por Muface comienzan a ser algo displicente frente al que reciben los
asegurados que pagan su cuota de manera privada. No es el caso de mi
mujer. Dudo que haya una muesca invisible en la tarjeta de los
funcionarios que los delate. Un colega dice que cuando llama a
“Atención al cliente” de cualquier empresa para pedir algún
servicio, si pone acento catalán, lo tratan mejor. En fin, todo es
posible.
La
semana pasada fuimos a ver a una osteópata infantil para que le
mirara la clavícula que se fracturó Santiago al nacer. Menchu es,
además, matrona. Le dedicó a nuestro hijo unas miradas, un tacto,
unas palabras tan dulces como cualquier familiar realmente cercano.
Lo acunó, lo auscultó, le practicó un pequeño masaje en todo su
cuerpo. Santiago disfrutó de la consulta como sus padres. Menchu
trabaja en una consulta privada. Las dos horas que estuvimos con ella
costaron 50 euros, una nadería teniendo en cuenta el resultado.
Medicina alternativa sería tal vez la etiqueta. Alternativa a la
flema –producto de la distancia, la comodidad y el cansancio– de
las pediatras que han visto a nuestro hijo desde que nació, más
preocupadas en endilgar vacunas que en observar al niño en todo su
ser. Ojalá la medicina que nos cobran (de una forma o de otra) el
Estado y las aseguradoras privadas tuviera unas cuantas Menchus
desperdigadas por ahí. Todo sería menos distante. Y, sí, amigo
Alfonso, hay que resistir, pero también buscar.
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