lunes, 12 de octubre de 2015

Nueva Arquitectura Orgánico-Hidropónica

Fotografía: Fernando María López de Haro
La implantación de la Nueva Arquitectura Orgánico-Hidropónica constituyó un hito en aquel siglo de destrucción del paisaje. Carwright llegó con sus proyectos debajo del brazo. Convenció a lo más granado de los servidores municipales y les coló unas cuantas Ciudades Cardus. Precios asequibles para una urbes hidropónicas de las que sus habitantes no tendrían que salir para nada. El todo incluido cubriría necesidades básicas: vías de comunicación, comercio, ocio. No habría lugares de encuentro. Nada de foros ni plazas públicas. El encuentro humano sólo estaría reservado para la célula familiar. La música ocuparía un lugar destacado en todo el entramado de la ciudad, colocándose un auditorio en forma de caracol adonde acudirían aquellos habitantes que demostraran su sensibilidad con las arcas municipales. Por supuesto, los conciertos serían gratuitos a partir de un repertorio basado en el I Ching, El Libro de las mutaciones que contenía 64 hexagramas adivinatorios con los que los asistentes lograrían dirigirse en la vida. Está claro que todo estaría más que trucado para velar por la felicidad de estos nuevos parias.
Carwright vendió, sólo en la provincia de Cuenca, 658 Cardus. Elevando el tallo sustentador a unos dos kilómetros del suelo conquense (con variaciones de un kilómetro arriba y abajo, según la contigüidad de uno y otro bulbo) lograría ocupar un campo de 59 hectáreas sin necesidad de planes urbanísticos ni recalificaciones costosísimas. A los propietarios de las tierras edificables se les pagaría por el terreno sin darles noticia alguna del proyecto. Carwright conocía bien a esos gusanos.
Después de ganar el Pritzker –ni siquiera una foto de el artista en tan magna ocasión– inundando pueblos fantasmas en valles del norte del país y convirtiéndolos en parque de atracciones acuáticos, todo estaba permitido.

Carwright no duerme. Nunca tiene sueño. Su Nueva Arquitectura Orgánico-Hidropónica no le permite descanso alguno. Sólo se detiene un tanto para alimentarse de lo que cuelga de cada bulbo cuando hay excedentes humanos. Es lo que tiene vivir en una ciudad sin programa de control de natalidad. Todo lo custodia y vigila un monstruo de la arquitectura.

sábado, 10 de octubre de 2015

Tatuajes


Mi madre se ha comprado una máquina láser”. Esto me espetó una cría ayer mismo cuando salíamos de clase. Hemos perdido el poder evocador de este acrónimo (Light Amplification by Stimulated Emission of Radiation); su mera presencia en cualquier frase de antaño evocaba viajes intergalácticos y épicos combates por pasillos de naves espaciales. Eso fue hace mucho tiempo. El láser se fue incorporando a la vida de las calles, a la vez que la cirugía y la estética dejaban desfasados a tíos pegándose espadazos que seccionaban miembros con aquel mágico haz luminoso de las películas.

La “máquina láser” de la mamá de la joven complace otros fines. Se trata de una labor socio-estética con la que lleva un jornal a su casa. Básicamente lo que hace esta señora es borrar tatuajes. Cuando le pregunté a la chica por los motivos para esa donosa marcha atrás, me citó los tres principales: el desamor, el intento de entrar en los cuarteles y la sublimación del arte mismo del tatuaje. Pienso que esto merece una buena Fritanga.

En una sociedad impulsiva como la nuestra, donde las devociones son manifestaciones superficiales, lábiles e infantiles, el “tatoo” con el nombre del amado o amada sobre antebrazos, brazos, pechos, espaldas, muslos o empeines (hay ridículas sutilezas), supone un riesgo que luego puede llevar a muchos (me consta que bastantes) hasta la consulta de este láser sanador. Una prueba más de que sólo el “amor de madre” es (con contadas excepciones) la única prueba de entrega eterna. “Nothing is everlasting”. Estos cariacontecidos ex-amantes han de sufrir el empuje doloroso del rayo, el cual introducirá la tinta enamorada en el sistema linfático de sus cuerpos hasta que lo expulsen. Tal vez no haya mejor metáfora para el amor que se extingue. Todo lo que tendría que ocupar un lugar en el corazón, corre la suerte de la expulsión del paraíso.

Sobre los tatuados que desean volver al redil de los seres de piel tersa e inmaculada para vestirse de uniforme también habría algo que decir. El ejército, la legión, como antes el mundo corsario, y mucho antes las tribus de allende los mares, se tatuaban como símbolo de pertenencia a una comunidad, como una demostración de carácter, como un relato de una fiera existencia, como instrumento amedrentador de oponentes, etc. Hoy el tatuaje es un acto autocelebratorio y exhibicionista (al menos en mi opinión). El maestro Sánchez Ferlosio le dedicó uno de sus pecios extendidos al respecto. Los nuevos custodios de nuestra sociedad civil son seleccionados a partir de individuos fatuos y arrepentidos, cuando, al menos éstos, habrían de lucir con orgullo monstruos, calaveras y estampas japonesas o apocalípticas.

Y qué decir de los que “borro para hacerme otro”. Claro que, de los tres casos, éste me parece el menos entendible de todos por caprichoso e infantil, por su extrema volubilidad. La extensión del término “loca juventud” a una franja de edad más propia de respetables padres de familia hace que los establecimientos de tatuajes cuenten entre su clientela a la chavalada que se tinta la piel con el dinerillo endilgado por una abuela entregada, y a la propia abuela, rejuvenecida a base de tímidos y coquetos dragones chinos exhibidos luego con orgullo en las plazas de abastos del pueblo. Mi querido amigo J.C. compartió sus días durante un tiempo con una amazona licenciada en historia del arte que montaba una Harley, practicaba el kick boxing y regentaba una “tatoo-shop”. Los fines de semana abría por la mañana para algo que no destruía epidermis con colores de fuego, sino que facilitaba los quehaceres de estética doméstica a unos entrañables seres. Un autobús procedente de Huelva le traía en la matinée de los sábados a 15 abuelas que, por el boca oreja, habían descubierto que la felicidad casi total era posible: la amazona reconstruía a base de tinta las cejas que el tiempo o la depilación salvaje habían borrado.


Queridos y queridas, nos queda por ver a muchos tatuados (lo vi claramente este verano en el sur de Inglaterra). Posiblemente gente insospechada dará con su piel en algunos lugares de estos. Yo, para arte, me basto con Florencia y los Uffizi. Existe un tatuaje inevitable. Algunos ya lo tenemos en el frunce exacto de nuestras frentes. Ése que delata que pasamos por aquí y que se llama la vida misma. No se aloquen, amigos y amigas.

jueves, 8 de octubre de 2015

Juan

Fotografía: Guillermo García

Papá se empeñó en que no estudiaras. Se lo propuso, decía mamá, desde que vio que serías el último de una ristra de cinco hijos demasiado preocupados por los avances científicos. Su contribución al mundo de las ciencias ya había sido cubierta por María y sus trabajos en la medicina de vanguardia; por Julián, con esos avances logrados en la técnica de hacer cada vez más largos los puentes colgantes en China; por Lola, tan simpática ella cuando nos contaba cómo sobrevivir a las radiaciones solares con sus cachivaches; y conmigo... qué te voy a contar.

Papá mismo nos guió a todos desde su sillón de mando del CSIC, a partir del momento en se cansó de volcar ácidos sobre metales y descubrir que es más abrasiva la luz de los halógenos del techo durante 16 horas al día que los propios ácidos. Tú serías su último experimento. Pero te apagó, de tanta luz que irradiaba él mismo. Meterme en una jaula –aunque los barrotes estuvieran disimulados–, no hablarte sino con sonidos emitidos por un sintetizador, no tocarte, no facilitarte comida cocinada... Todos, menos tú, habíamos sido un vehículo más en la vida para avanzar en sus esfuerzos como renombrado científico, pero contigo no quería instrumentos, quería a su propia sangre hecha experimento. Mamá lo amaba tanto que aceptó esa última prueba. Sólo una vez, sólo una, te recuerdo fuera de aquel habitáculo: un día en que te vistieron con mi ropa y te soltaron en el centro de la ciudad, en una plaza donde rápidamente dominaste un patinete. Eras tan listo. Una foto a contraluz como prueba y de vuelta a casa. Tus gritos animales de alegría y tu babear –que dejaron mi trenca hecha un asco–, nos obligaron a volver rápido a casa.
Tú no me entiendes. Lo sé, Juan. Me observas tras el metacrilato con absorta mirada. Esa lágrima que corre mejilla abajo es simplemente un reflejo animal. Y no me creo que tras 42 años ahí dentro, no hayas sabido perdonarnos.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Memoria

Fotografía: Amy Hilton Shuler

La bajada apresurada hacia el lago me dejó exhausto. En la recién inaugurada primavera, el glaciar lechoso estaba dando ya sus frutos acuáticos con la colaboración de un sol henchido de nostalgia. Sentí que mi corazón latía con extrema vitalidad tras el galope ladera abajo, y que todo mi cuerpo despedía un fulgor juvenil, un acalorado estremecimiento que nunca antes había tenido. Quise pensar que la visión de algunas jóvenes refrescándose al otro lado del lago era el motivo de esta extraña enajenación. Apenas había hoy visitantes. El parque de Banff refulgía tras el duro invierno.
Una electrizante pulsión recorrió mi ser. Las extremidades traseras arrancaron esquirlas plateadas del suelo en el inicio de una cabalgada que me llevó hasta el grupo que bebía. Mi corazón, de nuevo, palpitaba impetuosamente. Allí no había nadie. Sólo yo. Sólo yo. Sólo yo. Un chasquido metálico, un zumbido de fuego, un hendirse la carne.


Me palpo el corazón mentalmente. Hace rato que no está. Sólo logro pensar enfangado entre tantas cosas raras y tanto recuerdo.

martes, 6 de octubre de 2015

Nada

Fotografía: Pilar Azorada

Te tomaste el trabajo de buscar acomodo para los bártulos que acompañarían las tardes de los niños en las accidentales vacaciones que vinieron por parte de mi despido. Ya te habías acostumbrado a la vida doméstica sin mí. Tú, un hombre dedicado a las tareas del hogar (Mateo, con sus 5 años, acertó un día a contarme que había una mujer que venía a casa y que limpiaba mientras “papi” salía a pasear); tú, un hombre preocupado por que la salida del cole no se convirtiera en una caminata in albis para nuestros hijos hasta la urbanización (Clara, con 3, ya sabía pronunciar “coche” y “vecina”); tú, un hombre capaz de cocinar platos internacionales entre semana (nunca te dije que las bolsas del restaurante tailandés daban mucho el cante cuando las colocabas en el cubo de la basura). Ahora todo se convertiría en una pantomima. Lo noté cuando cociste la pasta y volcaste en la olla un bote de salsa boloñesa de la que parte cayó al suelo. Lo noté también cuando los niños preguntaron cuál era su silla en el asiento de atrás. Lo noté cuando te vi agarrar la fregona mientras yo, pierna en alto, mandaba unos currículos a alguna empresa. Lo noté cuando, ya de noche, observé que no existías, que eras el eco redoblado de un grito soltado en un agujero en la pared: mortecino, apagado, anuncio de una derrota que supuso mucho esfuerzo, el pálido vislumbre de que, tras la promesa de todo, sólo hubo nada.

domingo, 4 de octubre de 2015

Cerezas


Es difícil que la ciudad trastorne su rictus por circunstancias extrañas, pero esa mañana pasó algo fuera de lo común, un encarte en la rutina diaria, algo que por vulgar no dejaba de ser inesperado: en la zona de negocios del centro a la que no acceden los vehículos, se instaló de repente una furgoneta de alquiler blanca. Un tipo fornido vociferaba una oferta que resultaba difícil de desechar: una caja de cerezas por dos euros. La gente se asomaba a las ventanas de las oficinas. La undécima planta del edificio Pollock se había llenado de cabezas que, al escuchar lejanamente la oferta, desaparecían en busca del ascensor. Helen se encontraba fumando un cigarrillo en la esquina cuando el vehículo tronó en medio de la calle. Los anillos de humo le enviaban mensajes: indescifrables, tristes y aletargados signos de que la tarde y la noche y los próximos 3650 días tendrían el sabor de la ceniza.

Decidió comprar una caja con el poco dinero suelto que tenía en los bolsillos. Ya no subiría de nuevo al departamento de Recursos Humanos para apagar el ordenador. Se iría a casa con tres kilos de cerezas para poner una nota de color en la cocina, en el salón y, posiblemente, en el edredón. Helen sabía que el rojo no casa bien con la soledad y que, tarde o temprano, el color palidecería con el paso del tiempo. Tres kilos de cerezas a las once de la noche, como el amor de los bares, no quitan el hambre, sólo te matan un poco más. Descolgó el teléfono; a cada llamada introducía un fruto en la boca. Llamó a cada uno de los hombres que habían ocupado su vida y su cama en los últimos años: “Buenas noches, soy Helen. Tú eres ya sólo sombra”. Una a una, todas, desaparecieron entre sus labios. Aún quedaban nombres en su agenda cuando se introdujo la última cereza en la boca. Luego, se acostó con un terrible dolor de corazón.

sábado, 3 de octubre de 2015

Todo lo que no supimos contarnos




Desde el Igueldo te veía, a pesar de que eras un punto minúsculo entre tanta arena y tanto deseo. La subida me había dejado exhausta. El mar tenía el color de la piel de un cetáceo joven. Observaba tu bañador añil avanzar hacia la orilla con desgarbado encanto. No sabía cómo llegar a ti, así que me inventé la escusa de pasear hasta la cima, desde allí te encontraría. Andabas distraído entre tanto trabajo. Te miré a los ojos –no sospechaste nunca que era capaz de atravesar la luz, la calima y la melancolía con la mirada– y subiste la cabeza hasta donde yo estaba. Lo calculé: de tu ojos a los míos había exactamente 1562 metros y todo lo que no supimos contarnos.