Fotografía: Amy Hilton Shuler |
La bajada apresurada
hacia el lago me dejó exhausto. En la recién inaugurada primavera,
el glaciar lechoso estaba dando ya sus frutos acuáticos con la
colaboración de un sol henchido de nostalgia. Sentí que mi corazón
latía con extrema vitalidad tras el galope ladera abajo, y que todo
mi cuerpo despedía un fulgor juvenil, un acalorado estremecimiento
que nunca antes había tenido. Quise pensar que la visión de algunas
jóvenes refrescándose al otro lado del lago era el motivo de esta
extraña enajenación. Apenas había hoy visitantes. El parque de
Banff refulgía tras el duro invierno.
Una electrizante pulsión
recorrió mi ser. Las extremidades traseras arrancaron esquirlas
plateadas del suelo en el inicio de una cabalgada que me llevó hasta
el grupo que bebía. Mi corazón, de nuevo, palpitaba impetuosamente.
Allí no había nadie. Sólo yo. Sólo yo. Sólo yo. Un chasquido
metálico, un zumbido de fuego, un hendirse la carne.
Me palpo el corazón
mentalmente. Hace rato que no está. Sólo logro pensar enfangado
entre tantas cosas raras y tanto recuerdo.
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