Es difícil que la ciudad trastorne su rictus por circunstancias extrañas, pero esa mañana pasó algo fuera de lo común, un encarte en la rutina diaria, algo que por vulgar no dejaba de ser inesperado: en la zona de negocios del centro a la que no acceden los vehículos, se instaló de repente una furgoneta de alquiler blanca. Un tipo fornido vociferaba una oferta que resultaba difícil de desechar: una caja de cerezas por dos euros. La gente se asomaba a las ventanas de las oficinas. La undécima planta del edificio Pollock se había llenado de cabezas que, al escuchar lejanamente la oferta, desaparecían en busca del ascensor. Helen se encontraba fumando un cigarrillo en la esquina cuando el vehículo tronó en medio de la calle. Los anillos de humo le enviaban mensajes: indescifrables, tristes y aletargados signos de que la tarde y la noche y los próximos 3650 días tendrían el sabor de la ceniza.
Decidió comprar una caja con el poco dinero suelto que tenía en los bolsillos. Ya no subiría de nuevo al departamento de Recursos Humanos para apagar el ordenador. Se iría a casa con tres kilos de cerezas para poner una nota de color en la cocina, en el salón y, posiblemente, en el edredón. Helen sabía que el rojo no casa bien con la soledad y que, tarde o temprano, el color palidecería con el paso del tiempo. Tres kilos de cerezas a las once de la noche, como el amor de los bares, no quitan el hambre, sólo te matan un poco más. Descolgó el teléfono; a cada llamada introducía un fruto en la boca. Llamó a cada uno de los hombres que habían ocupado su vida y su cama en los últimos años: “Buenas noches, soy Helen. Tú eres ya sólo sombra”. Una a una, todas, desaparecieron entre sus labios. Aún quedaban nombres en su agenda cuando se introdujo la última cereza en la boca. Luego, se acostó con un terrible dolor de corazón.
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