Desde
el Igueldo te veía, a pesar de que eras un punto minúsculo entre
tanta arena y tanto deseo. La subida me había dejado exhausta. El
mar tenía el color de la piel de un cetáceo joven. Observaba tu
bañador añil avanzar hacia la orilla con desgarbado encanto. No
sabía cómo llegar a ti, así que me inventé la escusa de pasear
hasta la cima, desde allí te encontraría. Andabas distraído entre
tanto trabajo. Te miré a los ojos –no sospechaste nunca que era
capaz de atravesar la luz, la calima y la melancolía con la mirada–
y subiste la cabeza hasta donde yo estaba. Lo calculé: de tu ojos a
los míos había exactamente 1562 metros y todo lo que no supimos
contarnos.
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