“Mi
madre se ha comprado una máquina láser”. Esto me espetó una cría
ayer mismo cuando salíamos de clase. Hemos perdido el poder evocador
de este acrónimo (Light
Amplification by Stimulated Emission of Radiation);
su mera presencia en cualquier frase de antaño evocaba viajes
intergalácticos y épicos combates por pasillos de naves espaciales.
Eso fue hace mucho tiempo. El láser
se fue incorporando a la vida de las calles, a la vez que la cirugía
y la estética dejaban desfasados a tíos pegándose espadazos que
seccionaban miembros con aquel mágico haz luminoso de las películas.
La
“máquina láser” de la mamá de la joven complace otros fines.
Se trata de una labor socio-estética con la que lleva un jornal a su
casa. Básicamente lo que hace esta señora es borrar tatuajes.
Cuando le pregunté a la chica por los motivos para esa donosa marcha
atrás, me citó los tres principales: el desamor, el intento de
entrar en los cuarteles y la sublimación del arte mismo del tatuaje.
Pienso que esto merece una buena Fritanga.
En
una sociedad impulsiva como la nuestra, donde las devociones son
manifestaciones superficiales, lábiles e infantiles, el “tatoo”
con el nombre del amado o amada sobre antebrazos, brazos, pechos,
espaldas, muslos o empeines (hay ridículas sutilezas), supone un
riesgo que luego puede llevar a muchos (me consta que bastantes)
hasta la consulta de este láser sanador. Una prueba más de que sólo
el “amor de madre” es (con contadas excepciones) la única prueba
de entrega eterna. “Nothing is everlasting”. Estos
cariacontecidos ex-amantes han de sufrir el empuje doloroso del rayo,
el cual introducirá la tinta enamorada en el sistema linfático de
sus cuerpos hasta que lo expulsen. Tal vez no haya mejor metáfora
para el amor que se extingue. Todo lo que tendría que ocupar un
lugar en el corazón,
corre la suerte de la expulsión del paraíso.
Sobre
los tatuados que desean volver al redil de los seres de piel tersa e
inmaculada para vestirse de uniforme también habría algo que decir.
El ejército, la legión, como antes el mundo corsario, y mucho antes
las tribus de allende los mares, se tatuaban como símbolo de
pertenencia a una comunidad, como una demostración de carácter,
como un relato de una fiera existencia, como instrumento amedrentador
de oponentes, etc. Hoy el tatuaje es un acto autocelebratorio y
exhibicionista (al menos en mi opinión). El maestro Sánchez
Ferlosio le dedicó uno de sus pecios
extendidos al respecto. Los nuevos custodios de nuestra sociedad
civil son seleccionados a partir de individuos fatuos y arrepentidos,
cuando, al menos éstos, habrían de lucir con orgullo monstruos,
calaveras y estampas japonesas o apocalípticas.
Y
qué decir de los que “borro para hacerme otro”. Claro que, de
los tres casos, éste me parece el menos entendible de todos por
caprichoso e infantil, por su extrema volubilidad. La extensión del
término “loca juventud” a una franja de edad más propia de
respetables padres de familia hace que los establecimientos de
tatuajes cuenten entre su clientela a la chavalada
que se tinta la piel con el dinerillo endilgado por una abuela
entregada, y a la propia abuela, rejuvenecida a base de tímidos y
coquetos dragones chinos exhibidos luego con orgullo en las plazas de
abastos del pueblo. Mi querido amigo J.C. compartió sus días
durante un tiempo con una amazona licenciada en historia del arte que
montaba una Harley, practicaba el kick
boxing y
regentaba una “tatoo-shop”. Los fines de semana abría por la
mañana para algo que no destruía epidermis con colores de fuego,
sino que facilitaba los quehaceres de estética doméstica a unos
entrañables seres. Un autobús procedente de Huelva le traía en la
matinée
de los sábados a 15 abuelas que, por el boca oreja, habían
descubierto que la felicidad casi total era posible: la amazona
reconstruía a base de tinta las cejas que el tiempo o la depilación
salvaje habían borrado.
Queridos
y queridas, nos queda por ver a muchos tatuados (lo vi claramente
este verano en el sur de Inglaterra). Posiblemente gente insospechada
dará con su piel en algunos lugares de estos. Yo, para arte, me
basto con Florencia y los Uffizi. Existe un tatuaje inevitable.
Algunos ya lo tenemos en el frunce exacto de nuestras frentes. Ése
que delata que pasamos por aquí y que se llama la vida misma. No se
aloquen, amigos y amigas.
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