Fotografía: Pilar Azorada |
Te tomaste el trabajo de
buscar acomodo para los bártulos que acompañarían las tardes de
los niños en las accidentales vacaciones que vinieron por parte de
mi despido. Ya te habías acostumbrado a la vida doméstica sin mí.
Tú, un hombre dedicado a las tareas del hogar (Mateo, con sus 5
años, acertó un día a contarme que había una mujer que venía a
casa y que limpiaba mientras “papi” salía a pasear); tú, un
hombre preocupado por que la salida del cole no se convirtiera en una
caminata in albis para nuestros hijos hasta la urbanización
(Clara, con 3, ya sabía pronunciar “coche” y “vecina”); tú,
un hombre capaz de cocinar platos internacionales entre semana (nunca
te dije que las bolsas del restaurante tailandés daban mucho el
cante cuando las colocabas en el cubo de la basura). Ahora todo se
convertiría en una pantomima. Lo noté cuando cociste la pasta y
volcaste en la olla un bote de salsa boloñesa de la que parte cayó
al suelo. Lo noté también cuando los niños preguntaron cuál era
su silla en el asiento de atrás. Lo noté cuando te vi agarrar la
fregona mientras yo, pierna en alto, mandaba unos currículos a alguna empresa. Lo noté cuando, ya de noche, observé que no
existías, que eras el eco redoblado de un grito soltado en un
agujero en la pared: mortecino, apagado, anuncio de una derrota que
supuso mucho esfuerzo, el pálido vislumbre de que, tras la promesa de
todo, sólo hubo nada.
La nada a veces está tras el todo. Solo a veces. Pero antes del todo siempre estuvo la nada. Aprovéchate mientras puedas. Y luego no te lamentes. C'est à dire, carpe diem. (Es solo por discutir, no te enfades.)
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