jueves, 8 de octubre de 2015

Juan

Fotografía: Guillermo García

Papá se empeñó en que no estudiaras. Se lo propuso, decía mamá, desde que vio que serías el último de una ristra de cinco hijos demasiado preocupados por los avances científicos. Su contribución al mundo de las ciencias ya había sido cubierta por María y sus trabajos en la medicina de vanguardia; por Julián, con esos avances logrados en la técnica de hacer cada vez más largos los puentes colgantes en China; por Lola, tan simpática ella cuando nos contaba cómo sobrevivir a las radiaciones solares con sus cachivaches; y conmigo... qué te voy a contar.

Papá mismo nos guió a todos desde su sillón de mando del CSIC, a partir del momento en se cansó de volcar ácidos sobre metales y descubrir que es más abrasiva la luz de los halógenos del techo durante 16 horas al día que los propios ácidos. Tú serías su último experimento. Pero te apagó, de tanta luz que irradiaba él mismo. Meterme en una jaula –aunque los barrotes estuvieran disimulados–, no hablarte sino con sonidos emitidos por un sintetizador, no tocarte, no facilitarte comida cocinada... Todos, menos tú, habíamos sido un vehículo más en la vida para avanzar en sus esfuerzos como renombrado científico, pero contigo no quería instrumentos, quería a su propia sangre hecha experimento. Mamá lo amaba tanto que aceptó esa última prueba. Sólo una vez, sólo una, te recuerdo fuera de aquel habitáculo: un día en que te vistieron con mi ropa y te soltaron en el centro de la ciudad, en una plaza donde rápidamente dominaste un patinete. Eras tan listo. Una foto a contraluz como prueba y de vuelta a casa. Tus gritos animales de alegría y tu babear –que dejaron mi trenca hecha un asco–, nos obligaron a volver rápido a casa.
Tú no me entiendes. Lo sé, Juan. Me observas tras el metacrilato con absorta mirada. Esa lágrima que corre mejilla abajo es simplemente un reflejo animal. Y no me creo que tras 42 años ahí dentro, no hayas sabido perdonarnos.

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