Papá se empeñó en que
no estudiaras. Se lo propuso, decía mamá, desde que vio que serías
el último de una ristra de cinco hijos demasiado preocupados por los
avances científicos. Su contribución al mundo de las ciencias ya
había sido cubierta por María y sus trabajos en la medicina de
vanguardia; por Julián, con esos avances logrados en la técnica de
hacer cada vez más largos los puentes colgantes en China; por Lola,
tan simpática ella cuando nos contaba cómo sobrevivir a las
radiaciones solares con sus cachivaches; y conmigo... qué te voy a
contar.
Papá mismo nos guió a
todos desde su sillón de mando del CSIC, a partir del momento en se
cansó de volcar ácidos sobre metales y descubrir que es más
abrasiva la luz de los halógenos del techo durante 16 horas al día
que los propios ácidos. Tú serías su último experimento. Pero te
apagó, de tanta luz que irradiaba él mismo. Meterme en una jaula
–aunque los barrotes estuvieran disimulados–, no hablarte sino
con sonidos emitidos por un sintetizador, no tocarte, no facilitarte
comida cocinada... Todos, menos tú, habíamos sido un vehículo más
en la vida para avanzar en sus esfuerzos como renombrado científico,
pero contigo no quería instrumentos, quería a su propia sangre
hecha experimento. Mamá lo amaba tanto que aceptó esa última
prueba. Sólo una vez, sólo una, te recuerdo fuera de aquel
habitáculo: un día en que te vistieron con mi ropa y te soltaron en
el centro de la ciudad, en una plaza donde rápidamente dominaste un
patinete. Eras tan listo. Una foto a contraluz como prueba y de
vuelta a casa. Tus gritos animales de alegría y tu babear –que
dejaron mi trenca hecha un asco–, nos obligaron a volver rápido a
casa.
Tú no me entiendes. Lo
sé, Juan. Me observas tras el metacrilato con absorta mirada. Esa
lágrima que corre mejilla abajo es simplemente un reflejo animal. Y
no me creo que tras 42 años ahí dentro, no hayas sabido
perdonarnos.
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