El verano, esa dudosa hebra de tiempo que sólo en la mente de algunos afortunados resulta un bálsamo delicioso para las heridas del año, para mí es desalentador. Lo digo porque las visiones de mis estíos ideales nunca se hacen realidad, entre otras cosas, porque los golpes de un aluvión de propuestas sugeridas por los que te rodean desmantelan las bellas estampas que uno ha creado en su mente a lo largo de la vida.
Mis veranos ideales (entiendo que en un verano bien escandido caben, al menos, 100 veranos) tendrían diferentes latitudes y ambientaciones, muchas de ellas suministradas por la ficción consumida desde que uno es uno. Son estampas donde siempre sopla la brisa agreste desde un rincón alejado de la turbamulta en chanclas, donde la gente exhibe poca piel por la noche y por el día combina atuendos ligeros del período de entreguerra con poses aristocráticas. Suena jazz de gramola por la mañana y al anochecer una pequeña orquesta alivia de la enojosa acción de dormir a un grupo de personas que ingiere cócteles a ritmo de swing. Atravieso en bicicleta parajes idílicos y silenciosos con el rumor de un río acompañando el sonido metálico de la cadena o permanezco ensimismado ante el batir de las olas en cortados pétreos que miran al abismo del mar azul-cantábrico. Metido en la ambientación italiana de El talento de mister Ripley o en la nostálgica de Retorno a Brideshead –veranos cadenciosos, dulces e improbables que contrastan con la terrible constatación de que asistes a tu propia muerte entre el agua que se acumula en las aceras provenientes de aires acondicionados exhaustos–, sueño en que mañana estaré en Florencia o en Oxford de manera definitiva.
Ante la negativa evidente del mundo a regalarte tales vivencias, uno puede recurrir al encierro y a la impagable aventura de satisfacer estos livianos deseos con la lectura. A esto hay que ponerle otra coda interrogativa: ¿a cuánta gente hay que matar para lograrlo? Leo hoy en el suplemento cultural de El Jarabe (el periódico global en español) un interesante artículo de Javier Aparicio Maydeu en el que hace un repaso a la escritura ensayística y diarística de diferentes autoras en torno al ejercicio intelectual. “Os pido que ganéis dinero y que tengáis una habitación propia”, esgrimía Virginia Woolf en su fabuloso ensayo Una habitación propia (Alianza Bolsillo, apenas 8 dólares. Corran a por él). Esta petición era lanzada con un deseo palpable: la mujer y su independencia, entendida ésta en su más alto y lato sentido. Añoro yo esa habitación propia igual que añoro mi verano. Me arrepiento de no haber tomado la palabra de mi querida prima Elena y su marido Marcos cuando me hicieron saber las vacaciones pasadas que existía la posibilidad de alquilar una habitación propia, con sus apósitos necesarios (salón, dormitorio, balcón, baño, etc.) a los pies de la Ría de Vigo. Me consuelo escuchando el Summertime (nana prodigiosa) de mi Porgy and Bess. Al arrullo de una mamá negra sueño que pronto llegará el otoño para seguir deseando mi propio verano. Felices vacaciones.
Vaya, Sr. Fritanga! Lamento disentir con usted frontalmente sobre este particular. Para mí el verano representa todo lo que tú apuntabas y más. Admito que este año habemos empezado con demasiado calor, pero por lo general, en el verano se actualiza el mayor de los sueños: las vacaciones! 'Nuff said.
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