Dos meses atrás anduve por Clichy, barrio parisino donde Henry Miller estuvo endiñando fuste cárnico a camareras, modistas, burguesitas y aristócratas de medio pelo. Para darme ambiente me llevé su novela Días tranquilos en Clichy, una sucesión de tomas pornográficas escritas bajo los efectos alucinógenos de la memoria preguntada unos muchos años después. “Era una época en la que los coños estaban en el aire” escribe Miller telegráficamente para hacernos saber que era más fácil de la cuenta abandonarse al trajín de los visones púbicos que encontrar un asiento en el Melody´s Bar. La historia narra las peripecias de dos jóvenes arremangándole la camisa a la noche para obtener, entre otros muchos placeres, enojosas purgaciones transferidas por las dueñas de vaginas efervescentes. Nada más. La novelita me sirvió para ponerle algo de glamour a un barrio que ya no tiene mucho y hacerme una foto en la puerta del Wepler, brasserie inaugurada a finales del XIX en la que el personaje de Miller pasa gran parte de sus días.
En estos tiempos que corren, con la obstinada presencia de la sexualidad en todos los confines de nuestro mundo y la desaparición imparable de la sensualidad (presente sólo en los anuncios de papel higiénico), las boutades sicalípticas del autor de los Trópicos no dejan de ser un vilano caramelizado e ingrávido llevado por el viento de la tarde. Mi amigo H., que por motivos laborales duerme 364 días al año fuera de su casa y, a veces, del país, me contó en su día que una joven afroamericana del Departamento de RR.HH. de su empresa le pintó unos cuantos cuadros impresionistas a pie glande y le susurró al oído al menos cinco batallas bélicas de difícil localización en el cronotopo de la historia. La despedida se ha ido vaciando de tristeza con eróticos cruces de mensajes de correo. Imagino que ella, cansada de tanta tecla, ha decidido innovar. H. me dice que ha recibido un video con guión, dirección e interpretación de la chica hace pocos días. El cortometraje únicamente requiere entrega, desinhibición y savoir faire: en un plano medio fijo aparece el tronco sentado de la actriz; la cámara tiene querencia por las partes pudendas de la joven, que introduce (primero lentamente y, pasados unos minutos, a toda máquina) su dedo corazón en sus genitales. La originalidad es incuestionable; el gusto ya me dirán ustedes. No sé qué opinarían el bueno de Henry ni mi mamá de estas cosas tan modernas.
Molletes vitamínicos. Fritanga, te luces.
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