Mi
peluquera hizo un crucero en agosto. Lo narra mientras con una
cuchilla corta las guedejas que el verano dejó crecer en mi cabeza.
Barcelona, Palma, Florencia (?), el nombre de un lugar
indescifrable... “Todo muy bonito. Dormíamos apenas 4 horas para
aprovechar”. Le pregunto
que cómo llegaban a Florencia. “Nos llevaban en autobuses
lanzadera desde un puerto (?) y en dos horas nos dejaban allí”.
Nada comenté sobre la Galería Uffizi; supuse que en una mañana los
cruceristas se dedicaron a pasear por la Signoria, cruzar el ponte
Vecchio y a comprar recuerdos. He oído la queja de los venecianos
con respecto a los monstruos que
el ayuntamiento de La
Serenissima deja
llegar a San Marcos mismo, hasta el punto de prohibir la inauguración
de Monstruos marinos,
una exposición fotográfica de Gianni Berengo Gardin que tendría que colgar en el Palacio Ducal el próximo
viernes 18 de septiembre y que pone al
descubierto el impacto arquitectónico, ecológico, urbanístico,
simbólico (y todo lo que se pueda sumar a esta lista) que se está
permitiendo en Venecia. Si nada queda libre al apetito voraz de los
programadores turísticos, los cuales parecen haberse propuesto
acercar al crucerista-termita que consume cuanto le pongan en el
paquete a
sitios alejados de manera natural del mar, corremos el riesgo de
convertir las ciudades históricas en lo que ya son algunas: un
parque de atracciones.
Dentro
de lo que cabe, pienso que todo ello no es más que una imagen del
mundo, de nuestro mundo. Cuando mi peluquera me dijo que pasaban las
noches bailando, bebiendo y escamoteándole un cigarro a la luna de
vez en cuando, reparé en algo aún más tremendo y urgente que el
fin de las ciudades. Era el Mediterráneo, metáfora de la locura y
la inconsciencia en que estamos instalados. Me contó que salía a
dar una bocanada de noche tras querer comérsela abajo, allí donde
la masa democrática se divertía, tal vez, merecida pero
inconscientemente, como nos divertimos todos, claro. El Mare
nostrum
está dándole sepultura a muchos sueños cuando en el mismo lugar
otros no duermen por causas tan alejadas como las necesidades de unos y otros. Un mismo mar para bailar y sufrir. Ni siquiera en
tiempos del Imperio Otomano fue tan injusto. La evidencia sonroja,
como siempre, pero tenía que contarlo.
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