martes, 15 de septiembre de 2015

Cruceros


Mi peluquera hizo un crucero en agosto. Lo narra mientras con una cuchilla corta las guedejas que el verano dejó crecer en mi cabeza. Barcelona, Palma, Florencia (?), el nombre de un lugar indescifrable... “Todo muy bonito. Dormíamos apenas 4 horas para aprovechar”. Le pregunto que cómo llegaban a Florencia. “Nos llevaban en autobuses lanzadera desde un puerto (?) y en dos horas nos dejaban allí”. Nada comenté sobre la Galería Uffizi; supuse que en una mañana los cruceristas se dedicaron a pasear por la Signoria, cruzar el ponte Vecchio y a comprar recuerdos. He oído la queja de los venecianos con respecto a los monstruos que el ayuntamiento de La Serenissima deja llegar a San Marcos mismo, hasta el punto de prohibir la inauguración de Monstruos marinos, una exposición fotográfica de Gianni Berengo Gardin que tendría que colgar en el Palacio Ducal el próximo viernes 18 de septiembre y que pone al descubierto el impacto arquitectónico, ecológico, urbanístico, simbólico (y todo lo que se pueda sumar a esta lista) que se está permitiendo en Venecia. Si nada queda libre al apetito voraz de los programadores turísticos, los cuales parecen haberse propuesto acercar al crucerista-termita que consume cuanto le pongan en el paquete a sitios alejados de manera natural del mar, corremos el riesgo de convertir las ciudades históricas en lo que ya son algunas: un parque de atracciones.

Dentro de lo que cabe, pienso que todo ello no es más que una imagen del mundo, de nuestro mundo. Cuando mi peluquera me dijo que pasaban las noches bailando, bebiendo y escamoteándole un cigarro a la luna de vez en cuando, reparé en algo aún más tremendo y urgente que el fin de las ciudades. Era el Mediterráneo, metáfora de la locura y la inconsciencia en que estamos instalados. Me contó que salía a dar una bocanada de noche tras querer comérsela abajo, allí donde la masa democrática se divertía, tal vez, merecida pero inconscientemente, como nos divertimos todos, claro. El Mare nostrum está dándole sepultura a muchos sueños cuando en el mismo lugar otros no duermen por causas tan alejadas como las necesidades de unos y otros. Un mismo mar para bailar y sufrir. Ni siquiera en tiempos del Imperio Otomano fue tan injusto. La evidencia sonroja, como siempre, pero tenía que contarlo. 

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