martes, 3 de noviembre de 2015

Días sin fin

Fotografía: Javier Mije

Hoy no subió la escalinata. No ascendió hacia la última fila del mausoleo de la estupidez en la Facultad de Matemáticas. El Aula Magna lo devoraba, no dejaba sitio para los sueños. Decidió que abandonar la carrera sería el último síntoma antes de embocar el túnel de una rebeldía trasnochada. Con 36 años vagabundeaba por los pasillos, con paso oscilante y una promesa a su familia: este curso acabo. Pero no acabaría, como tampoco acabó las últimas 12 veces que lo dijo. Seguir vistiendo casual para apagar sospechas, colgarse una mochila adolescente, conjurar a las musas de veinte años y pagarles un café en el bar a cambio de una charleta. Todo se esfuma; todo, menos los sueños que se sueñan.

Bajó a la ciudad. Mariola, Silvia, Fátima, Laura, Trini, Charo... Todas creyeron (hasta cierto punto) que su mirada lánguida podía atravesar las sombras y ver el futuro exitoso que cantaba con voz de barítono. Hasta hace poco lo podía lograr: entornaba los ojos y veía, a través de la vibración cansina de las pestañas, la guinda de su vida azarosa. Reclinado en el cristal de una sucursal bancaria consiguió driblar las leyes de la óptica y de la física. Los transeúntes que desfilaban delante de sus narices quedaban atónitos ante la visión de un gigantesco yate a sus espaldas. Él ya sólo veía la danza caprichosa de los días sin fin... y sin objeto.

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