Fotografía: Javier Mije |
Hoy no subió la
escalinata. No ascendió hacia la última fila del mausoleo de la
estupidez en la Facultad de Matemáticas. El Aula Magna lo devoraba,
no dejaba sitio para los sueños. Decidió que abandonar la carrera
sería el último síntoma antes de embocar el túnel de una rebeldía
trasnochada. Con 36 años vagabundeaba por los pasillos, con paso
oscilante y una promesa a su familia: este curso acabo. Pero no
acabaría, como tampoco acabó las últimas 12 veces que lo dijo.
Seguir vistiendo casual para
apagar sospechas, colgarse una mochila adolescente, conjurar a las
musas de veinte años y pagarles un café en el bar a cambio de una
charleta. Todo se esfuma; todo, menos los sueños que se sueñan.
Bajó
a la ciudad. Mariola, Silvia, Fátima, Laura, Trini, Charo... Todas
creyeron (hasta cierto punto) que su mirada lánguida podía
atravesar las sombras y ver el futuro exitoso que cantaba con voz de
barítono. Hasta hace poco lo podía lograr: entornaba los ojos y
veía, a través de la vibración cansina de las pestañas, la guinda
de su vida azarosa. Reclinado en el cristal de una sucursal bancaria
consiguió driblar las leyes de la óptica y de la física. Los
transeúntes que desfilaban delante de sus narices quedaban atónitos
ante la visión de un gigantesco yate a sus espaldas. Él
ya sólo veía la danza caprichosa de los días sin fin... y sin objeto.
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