Hace unos años, en un
viaje a La Puglia, me encontré con un anuncio en un periódico local
que lucía el siguiente eslogan: “Calvo é bello”. No había
ninguna marca de tonificante de cuero cabelludo detrás de esta
frase. Sólo una fotografía de un tipo sonriente que miraba a cámara
con la cabeza monda y lironda acompañaba este maravilloso verso. En
un país como Italia, en el que hay censados 11 millones de calvos,
pienso que encontrarse con un detalle así puede alegrarle la vida a más
de uno y una (entre estas bellas personas
también se cuentan mujeres). Lástima que nuestra patria no haga
gala de tal sensibilidad. El otro día alguien me comentó que una
compañera de trabajo andaba buscando amor en las plataformas que
desde interné manejan los heraldos de Venus. La mujer –una hermosa
chica de 38 años, con algún costurón en el corazón y una hija–
se desesperaba ante la visión de los efebos potenciales: “Qué
asco, tía. Nada más que hay calvos”. No sabrá esta ninfa que la
vida de ahora da para zurcir corazones de desventurados en el amor
(el cansancio, la infidelidad, la rutina), zurcir bolsillos en lo
laboral (el estrés, la crisis, los despidos) y zurcir cuerpos en los
hábitos (la alimentación, el sedentarismo...). Esta sociedad
daliliana (la metáfora
de Dalila es cualquier cosa que suponga una jibarización
de nuestro yo) está formando un batallón de calvos que agrietan la
esperanza de buscadoras del hombre más o menos perfecto entre los
canales de citas.
Conozco
a tipos que perdieron el pelo y el sueño (esto consecuencia de
aquello) y que pidieron un préstamo personal (jeje, personal,
¿cómo si no?) para viajar a Barcelona e injertarse una buena mata
que le devolviera la dignidad. Alguien me dijo, cuando pregunté por
el injertado: “Si no lo hubieras conocido antes con pelo y luego
calvo, no te darías ni cuenta. Parece que le han puesto pelo de
otro”. Pues claro. Pero, ¿qué posibilidades tiene este tío de
que nadie lo conozca? Además del injerto, ¿hay que cambiarse de
país para alcanzar la felicidad plena? Nada de eso. El injertado
sonríe ante el espejo. La cúpula protegida le devuelve la
seguridad. Cosa extraña.
Una
vez escuché en la radio la anécdota de un marinero gallego calvo
que viajaba por la costa occidental de África. En un puerto de
Senegal oyó que, tierra adentro, existía una tribu que guardaba un
tesoro: una mujer devolvía el cabello a todo hombre que lo quisiera;
bastaba con frotar el cuero cabelludo por su zona molletal
y la actividad de los tubos capilares erupcionaba en cuestión de
días. Allá que fue el infeliz a la búsqueda de esta Fuente de la
juventud. La encontró. Se trataba de una joven albina negra, hija
del jefe de la tribu. Para poder hacer uso de su terapia curativa,
había que contraer matrimonio con ella. El marinero no dudó en
hacerlo, con más interés en la eficacia del remedio que en el amor,
evidentemente. Contaba él mismo que en la noche de bodas, con el
frote, a la joven le dio por orinarse encima del esposo, dando lugar
a que no sólo no llegara el ansiado milagro, sino que el iluso
perdiera un ojo por la infección producida por el orín. Calvo y
tuerto.
Desconozco
la veracidad de la anécdota. Lo que sí sé es que calvos o no,
estamos corriendo el riesgo de perdernos en un mar de fotografías y
poses. A partir de los 40, como dijo una vez un sabio, todo el género
está picado. Lo de ser calvo es lo de menos.
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