miércoles, 4 de noviembre de 2015

Por favor, no sea calvo.



Hace unos años, en un viaje a La Puglia, me encontré con un anuncio en un periódico local que lucía el siguiente eslogan: “Calvo é bello”. No había ninguna marca de tonificante de cuero cabelludo detrás de esta frase. Sólo una fotografía de un tipo sonriente que miraba a cámara con la cabeza monda y lironda acompañaba este maravilloso verso. En un país como Italia, en el que hay censados 11 millones de calvos, pienso que encontrarse con un detalle así puede alegrarle la vida a más de uno y una (entre estas bellas personas también se cuentan mujeres). Lástima que nuestra patria no haga gala de tal sensibilidad. El otro día alguien me comentó que una compañera de trabajo andaba buscando amor en las plataformas que desde interné manejan los heraldos de Venus. La mujer –una hermosa chica de 38 años, con algún costurón en el corazón y una hija– se desesperaba ante la visión de los efebos potenciales: “Qué asco, tía. Nada más que hay calvos”. No sabrá esta ninfa que la vida de ahora da para zurcir corazones de desventurados en el amor (el cansancio, la infidelidad, la rutina), zurcir bolsillos en lo laboral (el estrés, la crisis, los despidos) y zurcir cuerpos en los hábitos (la alimentación, el sedentarismo...). Esta sociedad daliliana (la metáfora de Dalila es cualquier cosa que suponga una jibarización de nuestro yo) está formando un batallón de calvos que agrietan la esperanza de buscadoras del hombre más o menos perfecto entre los canales de citas.

Conozco a tipos que perdieron el pelo y el sueño (esto consecuencia de aquello) y que pidieron un préstamo personal (jeje, personal, ¿cómo si no?) para viajar a Barcelona e injertarse una buena mata que le devolviera la dignidad. Alguien me dijo, cuando pregunté por el injertado: “Si no lo hubieras conocido antes con pelo y luego calvo, no te darías ni cuenta. Parece que le han puesto pelo de otro”. Pues claro. Pero, ¿qué posibilidades tiene este tío de que nadie lo conozca? Además del injerto, ¿hay que cambiarse de país para alcanzar la felicidad plena? Nada de eso. El injertado sonríe ante el espejo. La cúpula protegida le devuelve la seguridad. Cosa extraña.

Una vez escuché en la radio la anécdota de un marinero gallego calvo que viajaba por la costa occidental de África. En un puerto de Senegal oyó que, tierra adentro, existía una tribu que guardaba un tesoro: una mujer devolvía el cabello a todo hombre que lo quisiera; bastaba con frotar el cuero cabelludo por su zona molletal y la actividad de los tubos capilares erupcionaba en cuestión de días. Allá que fue el infeliz a la búsqueda de esta Fuente de la juventud. La encontró. Se trataba de una joven albina negra, hija del jefe de la tribu. Para poder hacer uso de su terapia curativa, había que contraer matrimonio con ella. El marinero no dudó en hacerlo, con más interés en la eficacia del remedio que en el amor, evidentemente. Contaba él mismo que en la noche de bodas, con el frote, a la joven le dio por orinarse encima del esposo, dando lugar a que no sólo no llegara el ansiado milagro, sino que el iluso perdiera un ojo por la infección producida por el orín. Calvo y tuerto.

Desconozco la veracidad de la anécdota. Lo que sí sé es que calvos o no, estamos corriendo el riesgo de perdernos en un mar de fotografías y poses. A partir de los 40, como dijo una vez un sabio, todo el género está picado. Lo de ser calvo es lo de menos.



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