Bajé a la ciudad. El
amigo Luque presentaba en una biblioteca más o menos céntrica a
Fabio Morábito, un ser mestizo de sangre italiana, nacido en
Alejandría y con un elegante acento mexicano. Dijo un par de
verdades (“la computadora provoca que la perfección y la limpieza
de lo escrito haga pensar a muchos que el texto está para la
imprenta”) y alguna que otra mentira brillantemente literaria (“El justificante perfecto” en El idioma materno,
Sexto Piso, 2014). Andaban por allí otras almas de diversas
profundidades que alternaban entre ellas: traductores, poetas,
críticos, musas, editores y animadores culturales que con afán
lírico convocaban a la concurrencia a unas veladas poéticas todos
los martes en Nervión (“para sacar al personal del agujero negro
de la Alameda”).
Merodeé
un rato por los pasillos del lugar. Alguien había dejado una joya en
el lugar donde se depositan los libros hojeados
que no enredan el corazón del buscador curioso. Ahí apareció uno
de los regalos de la tarde: una antología de Stephen Spender, poeta
del que sólo reconocía el nombre y que, hasta hace apenas una hora,
sólo tenía por uno de los muchos componentes de esa nómina cada
vez más infinita de “algún día lo leeré”. Tocaba hoy. La
subida en el metro me procuró unos minutos para la cala de esta
antología de Visor. Sólo los cuatro primeros poemas ya han bastado
para suspender en el aire el tiempo. Me paré un momento a
reflexionar sobre el poema “Facetas del Yo”;
una chica joven me sacó de la contienda entre la vida y lo que
leemos. “Tú... tú y yo... nos conocemos, ¿no?” Y nos
conocíamos, claro. Hacía tal vez doce años de aquello. Fue alumna
y yo profesor. Tal vez al revés también. Al menos así lo quiero
creer. Por lo poco que pude hablar con ella, la bella Lidia se ha
convertido en una joven risueña con la voluntad de hierro. Estos
encuentros son hermosamente devastadores: “Ese viento de seda es el
tiempo que pasa”, que dijo Cunqueiro. La felicidad de los
reencuentros tiene el agridulce regusto de una pérdida y de una
recuperación a la vez, pero siempre nos hace que el corazón se aquilate y
sienta, ufano, que siempre merece la pena pasar por aquí.
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