Era verano del 86. Hacía
un año que nos habíamos mudado a una casa unifamiliar del
extrarradio desde un piso unas calles más abajo. La mejora en la
vivienda y, aunque insospechadamente para mí todavía, en el ambiente
vecinal, se iba haciendo notar poco a poco. Aquellos años tenían el
incómodo baldón de la realidad: veranear, lo que se dice veranear,
lo hacíamos por obra y gracia de la obligada presencia de la
estación estival, aunque lo más parecido al mar que viéramos
fuera, según mi propia madre, La Gomera (la goma del patio
con la que nos aliviábamos del infierno de la City). En esos lances
de spleen veraniego, una tarde, la televisión nacional puso
en su UHF un concierto de un grupo que cantaba en inglés. Sobre
fondo azul, un tipo con un traje blanco ladeaba la cabeza y cantaba
con media sonrisa lo que yo suponía que eran cuitas de amor. Tenía
13 años. El mostacho incipiente que nadie se apiadaba en hacer
desaparecer, junto a unos flotadores cultivados a base de bocadillos
tostados de sobreasada, me privaba de que las tiernas ninfas de mi
clase, cerezas en agraz, repararan en mi existencia. Y ahí estaba
ese tipo, fuera del tiempo y de mi tiempo, contoneándose con una
pajarita desanudada, y unas bellas doncellas ataviadas con
lentejuelas que hacían los coros.
Bryan Ferry había
entrado en mi vida como modelo a seguir, aunque esto era algo difícil
por el atavío ridículo al que me sometían los rigores económicos
familiares y por mor de un concepto que a mí, por aquel entonces (y aún
hoy), me costaba entender: la hipoteca.
Chándales de algodón y cuellos redondos de mercadillo, zapatos
marrones pincha-globos, camisetas Karhu de rebajas y camisas
confeccionadas con patrones del Burda (revista proto-sastreril que
era lo más parecido al pret-á-porter con el que tiraban nuestras
madres). La primera chaqueta que me puse en mi vida fue un préstamo
de mi padre, que a la sazón pesaba el doble que yo. La imagen era la
de un niño metido en una campana a cuadros. Por todo ello, fui
dándome cuenta de que llegar a vestir como Ferry requería de años
y experiencia vital.
Este
verano, a mis 42, pude ver al bueno de Bryan –con la misma edad que
mi padre– en La Riviera de Madrid. Un señor mayor con una chaqueta
estampada con flores y mariposas, un pantalón de raso negro, una
pajarita y unos zapatos de charol, que brillaban como los ojos de una
pantera en la noche, cantaba los temas que yo llevaba escuchado desde
hacía un cuarto de siglo. Con más años y “experiencia vital”
(ejem, ejem), constaté que con esto no bastaba para llegar a ser como él. El
amigo cantaba poco, pero su porte, la mística de un pasado que
rejuvenece en youtube (si nos ponemos a ver videos de Roxy Music) y
una banda potentísima me volvían a decir que es absurdo el empeño:
el que nace para la caverna sólo puede admirar a sus dioses dentro
de ella, con el taparrabo y soñando en que algún día se convertirá
en algo parecido. Disfruté como aquel niño de 13 tacos que una vez
vio cómo el mundo era otra cosa. Me conmovieron su escasa voz y el
mucho glamour que destilaba aún. Bryan ya no canta como entonces; la
voz se le quiebra en los tramos largos, cuando las coristas, las
guitarras y el saxo tapan las grietas del paso del tiempo. Si
volviera a nacer no me gustaría ser Bryan Ferry, pero me encantaría
que aún siguiera vivo.
Larga vida a mister Ferry.
Larga vida a mister Ferry.
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