En este sueño otoñal de finales de julio, servidor se dedica a bicicletear por la City. Hoy, con la ciudad rugiendo en sus contornos por mor de la huida de veraneantes, recorrí avenidas y parques con el ruido atemperado por las circunstancias. Para volver a casa, he de cruzar los dos brazos del Misisipí local. En el último tramo, antes de embocar la subida a mi hogar, un puente de hierro se refleja en las aguas del río. A la salida, me encontré con un individuo gordo de cincuenta años sentado con la bicicleta al lado y blandiendo una botella de agua pequeña con un solo bloque de hielo en su interior. Aminoré la marcha para preguntarle si estaba bien, pues su cara era la de un hombre exhausto. El señor pedía agua. Yo no llevaba. Continué unos metros, pero me volví para ofrecerle un culín de té que quedaba en el termo que siempre llevo conmigo en estas salidas. Me bajé de la bici y le pedí la botella para hacer el trasvase; le aclaré que, aunque caliente, su bloque de hielo haría que el té se enfriase y así poder refrescarse un poco antes de seguir. Mientras colocaba a la altura de mi cara el gollete de la botella bajo el termo, lo observé: la única presencia dental la tenía demediada y de color verde en la parte inferior de su boca; mostraba esa forma de gordura fruto de la ausencia, el desgaste y la desesperanza. Le pregunté que de dónde venía. "De la Macarena, del comedor social. Voy hasta allí en esta bici que me han prestao porque las monjas me dan de comer. Asuntos sociales del pueblo me da 50 euros cada mes. También hay un sitio donde se puede almorzar, pero la comida no está buena". Le inquirí si sabía hacer algo y ahí vino la vida entera de un solo trago: "Trabajé en Fundiciones Caetano 17 años hasta que nos echaron a todos; luego he hecho churros, he vigilado obras... y me casé con una peruana. Tenemos un niño de siete años. Estamos esperando a ver qué dice el juez porque ella me acusa de trato vejatorio y de abandono, pero la que sale los jueves con las amigas y un novio es ella. Estoy esperando a que se vaya por fin a Perú con el novio ese. Yo me quedaré aquí con el niño".
Siguió narrando la vida con la aceleración del que sabe que su interlocutor se irá en breve. Me dice mi mujer que cómo logro que la gente me cuente todo esto. Le digo que la gente que sufre te dispara los relatos a bocajarro, porque la épica minúscula de sus vidas (y las de todos nosotros) necesita de un sentido, que a veces otorga, aunque sea momentáneamente, un oído que escuche. Tristes vidas, tristes. Paren en los caminos a auxiliar a los menesterosos lleven o no té en sus alforjas.