Mi nuevo centro de
trabajo celebra con su propio nombre la capacidad intelectiva de los
humanos. Bajo la advocación de Atenea pusieron a este edificio donde
despacho lo que puedo de lunes a viernes. Para homenajear a tal
divinidad, se festeja una bienal en torno a su
figura y a la cultura griega. Me dicen que la muchachada comparece a
estos fastos ataviada a la moda de Sócrates y que sus preceptores no
le van a la saga con el atuendo. En un primer momento me planteé
asistir a tal celebración con una corona de laurel manufacturada,
ojos pintados con rabillo greco-cani y la consabida sábana de cama
de la casa de mis padres dispuesta con más o menos gracia. La
presión y la entrega del personal han comenzado a ser tan grandes,
que he tenido que recurrir al disfraz pagado. Esta misma mañana un
alumno me confesaba que por diez pavos del ala te daban en “La
Mariflori” (sic) un disfraz de senador romano. La heladificación del
mismo, continuaba diciendo esta inteligente criatura, no era
necesaria, pues entre griegos y latinos poca diferencia había.
El local de la Mariflori es
una mercería que combina carretes de hilo, arreglos de trajes de
flamenca y disfraces made in China,
además de adminículos para cachondeos varios. Me consta que Mariflori
hace encuentros picantones con sus allegadas en la trastienda,
dándole cuerda a pequeños penes con patas, que corren
incansablemente por la mesa de camilla que allí tiene, o lanzando
fláccidas pollas de látex pegajoso al techo o a las paredes, desde
donde se precipitan de arriba a abajo en atropellada caída libre,
alternando toques de prepucio con toques testiculares hasta caer al
suelo. Mariflori, ante mi petición de convertirme el jueves en súbdito
de Pericles, me entrega un catálogo con el grosor de las páginas
amarillas de Cáceres: un voluminoso libro donde elegir el atuendo
necesario para cada ocasión. Me deja en el rincón más alejado de
un mostrador en forma de ele. Ella sigue despachando botones y
cremalleras; yo, por mi parte, observo con curiosidad el tesoro que
tengo entre mis manos. Me admira la disposición histórica de cada
página. El autor de esta maravilla decidió colocar sus productos en
digna progresión cronológica. Musculados muchachos y hermosas e
indolentes muchachas se van convirtiendo a cada página en
trogloditas, fenicios, egipcios, griegos, romanos, moros, cristianos
hasta llegar al mundo del superhéroe en un apéndice ad
hoc. Mariflori me apunta que por
18 euros me llevo un digno disfraz de senador romano. Le hago caso.
La señora me parece ahora la Donatella Versace de esto. Me hace
dejar cinco euros en prenda con la promesa de que me lo tendrá para
mañana. “Los chinos son competencia, pero esos no te devuelven el
dinero como nosotros”. Mariflori es una grande, sin duda. Más grande
me parece aún la sensibilidad del diseñador del catálogo que bien
pudiera convertirse en libro de texto de historia dentro de unos años
como la cosa siga por estos derroteros. De momento, el jueves andaré
hecho un griego o algo aproximado.
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