jueves, 8 de agosto de 2019

Vuelven las pompas de jabón


Allá por los remotos 90 leí un artículo en el que aparecía la palabra logística como el negocio del futuro. La aclaración sobre qué era exactamente tal concepto venía a continuación de manera harto sucinta: transporte de mercancías de un lugar a otro. Aquello me pareció poco claro, pues no lograba atisbar cuáles serían los excelentes réditos de una actividad como esa. Pasadas las décadas y con el doloroso esclarecimiento de tales dudas a base de vivenciarlas día tras día, todo individuo medianamente despierto podría inferir que, a pesar de que el término logística se presentaba de manera abstracta ante nuestros ojillos de conejo, hoy, con nombres y apellidos, todos el mundo sabe que el transporte incontrolado engloba a fruta, pescado, carne, ropa, calzado, artículos de hogar, tecnología y un largo etcétera en el que hay que incluir también a los seres humanos. Estos últimos, en el caso del primer mundo y aunque pueda parecer lo contrario, son llevados de un sitio a otro siguiendo el programa yincanesco que la masa democrática acoge con total satisfacción. De la misma manera que las carreteras y calles son recorridas por furgonetas blancas de reparto exprés a todas horas, así los cielos son surcados de la misma manera por compañías aéreas de logística humana. La que con más éxito y calado ha entrado en nuestras vidas se llama Ryanair, empresa que en 2024 contará con 520 aviones en funcionamiento y que colocará en el aire y luego en tierra a 160 millones de pasajeros al año. Casi nada. 

Todo esto viene al caso porque cada vez que bajo a la ciudad pienso en esta historia. Hoy bajé con mi hijo. La piscina de la urbanización parece que ha tenido un pequeño problema de pulgas, del cual nos enteramos ayer mientras salíamos de la misma y veíamos a un tipo calvo cargando un bidón con ruedas y manguera internándose en el supuesto paraíso del parásito. De hecho, me llamó la atención que los cuerpos habituales no mostrarán sus carnes doradas por el sol durante toda la tarde de ayer y que las instalaciones se vieran ocupadas por un discreto número de vecinos encaramados en sus butacas de aluminio. No me parecía, pues, el mejor lugar para pasar la jornada matinal tras la aplicación de la química expeditiva de una empresa de desparasitación. Decidimos irnos a dar de desayunar a los patos de algún parque citadino.

La aventura comienza constatando que el servicio de metro de Sevilla les cobra a los tiernos infantes como si fueran adultos a partir de la poco vetustotestamentaria edad de tres años. En Dinamarca, por poner un ejemplo del primer mundo rico, no se paga el transporte público hasta los doce años; no entiendo, por tanto, como en un lugar como este no contemos, al menos, con tarifas infantiles. Para entendernos, un billete normal ida y vuelta viene a costar 3,20 €, por lo que una familia de tres miembros ya se tendría que pensar muy mucho si ser defensora en sus propias carnes y a partir de sus propias decisiones de contribuir al uso del transporte público y menos contaminante. Pero, en fin, esto es otra guerra que no viene a cuento ahora.

 El Regionalismo andaluz deviene catedral en la Plaza de España, pastiche afortunado de todas las influencias arquitectónicas y constructivas del Sur. Hoy es un escenario más del mundo como supermercado. Pululan como hormigas enloquecidas al calor de la chapa todos los turistas que fueron engañados o desconocen como se las gasta el ferragosto por estas latitudes. Absorto ante tal espectáculo, mi hijo desbroza esta aparente normalidad, y con sus preguntas inocentes desvela la estupidez del turismo de masas casi sin darse cuenta. “¿Por qué ese hombre de la flauta tiene plumas en la cabeza?”; “¿por qué ponen abanicos en el suelo esas señoras?”; “¿qué tiene esa mujer en la boca y por qué bailan así?”... El de la flauta es un indígena sudamericano ataviado como un hermano del Norte que amplifica una flauta de pan andina y traiciona a toda la cultura del continente con su atavío y con la interpretación edulcorada de la BSO de Titanic o del Guardaespaldas; las del abanico son unas gitanas que estiran unas sábanas estratégicamente para impedir el paso fluido de los que por allí circulan y colarles sus artículos made in China; y la que tiene algo raro en la boca es una buena mujer que, junto a un elenco flamenco de relumbrón, canta y baila con un micro inalámbrico pegado a la mejilla. Aquí hay que detenerse un poco porque la imagen lo merece: un muchacho golpea un cajón flamenco con la soltura que da la práctica diaria durante horas; un guitarrista con un amplificador muestra, quizás, lo mejor del grupo; un hombre moreno y delgado, vestido con una camisa blanca de lunares y un ceñido pantalón negro zapatea sobre una tabla mínima; una joven entrada en carnes le sigue en el zapateado; y, por último, la Madonna de las sevillanas cuando no canta jalea con sus olés impostados esta pantomima del arte que los turistas aplauden como si fuera su propio cumpleaños. Nos dejamos querer por la actuación del flamenco. El joven tiene más pinta de venezolano que de gitano: un bigote de hormiguilla le otorga cierto toque de galán, pero unos brazos extrañamente cortos y unos visajes de un amaneramiento patente lo sepultan al infierno de los mariquitas agitanados. Pierna derecha colgando, tronco extendido hacia atrás en equilibrio tembloroso, manos colocadas como si fuera la noche de los muertos vivientes, para rematar la faena con una patada al aire que recompone su figura como si fuera un tentetieso. 

Nos alejamos un poco. En el centro de la plaza, junto a la fuente, una mujer contrahecha moja una cuerda sostenida con dos palos en una palangana con agua y Fairy (el bote permanece a la vista de los padres como una insignia de calidad). Hace pompas. Una vez recogí a una autoestopista italiana que se ganaba la vida con eso. A mi hijo, como al resto de niños franceses que corren tras las pompas, es el espectáculo que más le gusta de los que se ofrece en el lugar. La chica le pone empeño y con su artefacto es capaz de crear un universo de jabón para que todas las criaturas –como así fue– le escuezan los ojos durante un buen rato de destrucción. Le dejamos una moneda con más alegría que a los flamencos. La pompa, aunque pueda parecer lo contrario, era lo más real con que nos topamos.

Luego pasamos por la Biblioteca Pública para devolver unos libros y comprar agua. No había una sola botella. En la sala infantil se hacinaban padres, hijos y algún que otro opositor que sentado en un taburete para niños subrayaba el código penal. Otra metáfora. Nos fuimos.

 Cruzamos la Fábrica de tabacos al igual que un batallón de portugueses en chanclas que seguía a un guía turístico con un paraguas lila. Nos demoramos antes en ver los gatos que viven en el foso, ajenos al inmenso espectáculo que la ciudad cobija. Mi hijo es de buen comer y ya no le cuesta reconocer que un bar es un sitio donde se puede uno tomar algo. Me pide perentoriamente  que nos adentremos en algún local para degustar lo que sea. Me resisto a entrar en una franquicia o en cualquier garito de plato cuadrado para turistas que haya abierto hace poco. Lo intento en el Casablanca, lugar de dilatada experiencia y que, si bien se ha podido ver engatusado por el calor del turismo y subir los precios (esto lo desconozco realmente), tiene una cocina excelente. Cerrado, como era de esperar, hasta septiembre. El niño ya no entiende de cierres ni de lugares no turísticos. Acabamos cerca del Postigo del aceite en un local llamado Milonguitas. El nombre ya presagiaba algo. Nos adentramos en un salón monótonamente gris, con sillas de disseny trasnochado y con unos versos cursis pintados en las paredes que intentan maridar los porteño con lo sevillano. Una amable chica (una) sirve la barra y, me temo, la terraza de afuera. El agua mineral que tiene está caliente. La aceptamos. Carta de tapas: precio medio 3 euros. Lo normal, vamos. Se trataba de tomar algo para satisfacer los deseos de nuestro primogénito y aguantar hasta el plato de lentejas de vuelta a casa. Nos decidimos por unos huevos camperos (uno) y una empanadilla criolla. Nos colocan una cazuelita (sic) con un microlecho de patatas en el que descansa un huevo salpimentado con extraños tropezones rojos.  Plato triangular por comensal para rizar el rizo y medio bollo del día anterior. La empanadilla se apoya en una servilleta para desaceitar; viene fría por dentro y con una mini ensalada plástica y sin aliñar al lado. El chaval está entusiasmado y deglute el festín con aspavientos celebratorios. Yo observo al matrimonio de incautos italianos con niña pre-adolescente que piden una hamburguesa para comer. La cocinera –la cocina está a la vista más o menos y uno puede ver lo que se cuece dentro– se tira una cerveza para sí misma mostrando unos dientes grisáceos y recomidos. Luego le grita a la camarera que las hamburguesas no van con Cheddar como figura en la carta sino con Provolone; que se lo diga. La otra contesta que no se darán cuenta. Pienso en que tampoco hay que ser italianos para percatarse que lo que se mete uno en la boca no es precisamente un Cheddar y sí un Provolone. Miro con lástima a los italianos. Me levanto y pago el festín con un billete. Le pido un bolígrafo a la camarera y detrás de mi cuenta escribo unos cuantos garitos para ingerir medio decentemente comida de aquí y se lo entrego a la mamá italiana. Lo agradece con cara de asombro. 


Volvemos en metro-sable a casa. Las pulgas, si no han muerto por la química interpuesta, lo habrán hecho por deshidratación. Nosotros, almas incautas, seguimos contando aviones en el cielo por la diversión infantil de observar todo lo que vuela. El muchacho no sabe que todo lo que hemos disfrutado hoy viene de allá arriba, como un maná ramplón y aniquilador del mundo de ayer. Bienvenidos de nuevo a Pura Fritanga, juventud.

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