Los praguenses, en cuanto se esfumó la polvareda producida por la caída del muro de Berlín, vieron su ciudad plagada de autobuses de unos extraños seres que ocuparon las mesas y los bancos corridos de sus tabernas de toda la vida. La hosquedad con la que decidieron tratar a estos viles humanos estaba más que justificada por la sencilla razón de que la ciudad ya nunca sería la misma. El turismo aniquilador deja a la puerta de los negocios hosteleros a sonrientes empresarios que con una mano despiden a sus clientes y con otra se tocan el bolsillo repleto de billetes. Normal. Pero ¿qué ocurre con los habitantes de esas ciudades que por diversos motivos se convierten en receptores de una turbamulta de individuos achancletados y con un desaforado deseo de toparse con el topicazo a la vuelta de la esquina?
Con tristeza he observado la manera en que Compostela, desde el primer Año Santo de la Era Fraga, se ha tornado en un infernal parque de atracciones. Donde antes había apacibles cafés, ahora hay terrazas atestadas de furibundos turistas con los corazones henchidos de epifánicas visiones de ellos mismos. La masa democrática acude a estos lugares para auto-celebrarse. Mis postales del verano, salvando momentos de una belleza buscada con ahínco junto a los amigos, no pueden ser más desoladora:
Postal nº 1: Un tipo calvo de unos 40 años, con un polo rosa de Porsche desabotonado, un pantalón pirata blanco y unas chanclas del mismo color, presenta en el cuello, justamente en el tan mitificado músculo esternocleidomastoideo, un tatuaje de un código de barras. Iba acompañado de mujer e hijo.
Postal nº 2: Un grupo de amigos de la Honda GoldWing de Córdoba aparca sus máquinas en las estribaciones de la zona histórica de la ciudad. Todos se comportan afectadamente, como jovencitos a la puerta de una discoteca. Mascan chicle con ostentación (?), visten ropas ceñidas a pesar de ser hombres-palomo (excesivo buche junto a unas piernas descompensadas con un tronco ahíto de morcilla) y lucen bronceados chabacanos. No falta en la montura unas mujeres mechadas casi todas de tinte y tocino. La guía turística que han contratado les explica la fachada de la Iglesia de San Francisco, pero ninguno mira hacia esta joya arquitectónica compostelana; todos (todos) observan cómo lucen sus motos al otro lado de la calle y cómo otros incautos no motorizados exclaman frases del tipo “son guapísimas” mientras se fotografían junto a ellas.
Continuará...
Todo lo bueno que ha traido la "democratización" de los viajes,que sea asequible para todos el conocer otros lugares,el abrir el corazón y la mente,quitarse las telarañas,y comprender un poco mejor cómo es la vida en cualquier otra parte que no sea la tuya(¿y esa hispánica frase de...."peero,como en mi pueblo(ciudad,pais..)en ningún sitio!"??),se ve empañado con esa bulla,síi,bulla que encuentras por todos lados...el sitio más escondido,que en tu mente lo recordabas apacible y sereno,vas ahora...¡y tienes que pedir paso a codazos!
ResponderEliminar¡Qué desilusión más grande,el dia que conocí el Mont San Michel!!Toda mi vida deseando ver aquel lugar maravilloso,como de cuento de hadas,que yo me imaginaba casi inaccesible,con esas mareas tan vivas que casi lo dejaban aislado,y nada más lejos de mis ensoñaciones!un calurosísimo dia de Agosto,y una marea humana paseando por aquella única calle que sube y sube,sudor en estado puro,olor a comida barata en los mil y un restaurantes que acompañaban nuestro peregrinar....horror!!y así....mil y un sitios!Eso sí,mis recuerdos de Santiago se quedaron estancados en mi infancia,que es cuando lo visité...calles mojadas,ruidos de pasos por los adoquines,calma,tranquilidad,un lugar mágico,que en mi mente así seguirá...a pesar de los moteros con barriga cervecera que ahora se adueñan de sus calles!:))