Cuando llegó de México, a Valle-Inclán le desagradaba Madrid porque no le dejaban subir al tranvía con los dos leones que, según él, lo acompañaban habitualmente en sus paseos. Sin leones yo, tampoco me gusta la ciudad a la que retorno para desarrollarme como un no sé qué. La mañana del lunes, de vuelta a la empresa tras un brevísimo paso por los cielos del academicismo universitario, puede ser una hoja bien afilada que me seccionará el cordón umbilical que aún hoy me mantiene unido a un estado de gracia. El Congreso Valle-Inclán y las artes, organizado por la Universidad de Santiago de Compostela, ha dejado en mí patente que uno necesita de “otras voces y otros ámbitos” para poder respirar como un ser normal y no adocenarse con el viciado aire de las aulas. Decía Nietzsche que “tenemos el arte para no perecer a causa de la verdad”. La semana va a ser dura; a ver qué clase de arte me llena el alma otoñal y melancólica que sólo respirará con la ventilación asistida de algún momento de belleza. Estamos de nuevo en la brecha, güeys.
domingo, 30 de octubre de 2011
sábado, 8 de octubre de 2011
El viento de otoño contra el deseo de posteridad
Comenzó al fin el otoño. Un viento airado hace tremolar los toldos y agita las persianas a medio abrir del edificio. Es el rugido de una estación que se nos niega. No es buena la añoranza del frío. “El otoño. Nuestra barca, alzándose en las brumas inmóviles, gira hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme con su cielo maculado de fuego y lodo”, cantaba Rimbaud, miserable doliente de la vida callejera y tabernaria de la bohemia. Me hubiera escupido a la cara, claro. Hay quien piensa que la estación ocre es el tiempo de la saudade del verano y de la melancolía de la infancia. Para mí es el momento de la nostalgia esencial, validada por sí misma sin necesidad de explicarse. La aletargada intimidad del frío nos hace menos expansivos y, tal vez, más conscientes de nosotros mismos. Estas vetas de sol arrogándose el honor de ocupar nuestros salones han de competir con las nubes que vendrán.
Cuando ya la memoria se expande hasta los casi 40, el color, la luz, los tímidos y pequeños sonidos autumnales convergen hacia una sola evidencia: el tiempo muda a una velocidad que no reflejan los espejos, sólo las fotos que guardamos en el disco duro o en los álbumes. La posteridad, esa memez que edulcora el corazón de los artistas y de los prohombres, se ríe de nosotros en otoño y se carcajea en invierno. El otro día, en la presentación de una novela, la autora desplegó ante el auditorio el colorido abanico de sus logros narrativos y mostró su obsesión porque la obra se leyera dentro de 10, 50, 100... años. En el cocktail se acercó a un grupo de admiradores que estaban hablando de la nueva novela de Jonathan Franzen, Libertad. Entre ellos me encontraba yo, que por confraternizar aludí a la necesidad que tiene el establishment norteamericano por buscar un escritor que acumule adjetivos grandilocuentes y que jubile a los aún vivos y acabe de enterrar a los muertos. Ella sólo me prestó atención cuando dije que Franzen había nacido en el 59. La única luz que me regalaron sus ojos duró el tiempo de hacer la resta. Las mechas cobrizas de la escritora se hacían más brillantes en donde principiaba la caída que acompañaba su rostro anguloso. El cobre otoñal combinaba con unas uñas pintadas de verde esmeralda a los pies. Otoño y primavera. Tempus fugit y renascentia florum. La melancolía y la esperanza. En fin, así está la cosa en el mundo de la literatura. Me tiro a la calle antes de decidir cerrar la puerta por dentro y borrarme de facebook, tal vez el engendro hipermoderno que menos invita a la reflexión y al recogimiento. Feliz Sábado y mejor Otoño.
miércoles, 5 de octubre de 2011
Se acabó el disseny
La dinámica Patrulla Breitling de reactores abría La Festa al Cel en el azul de Barcelona. Un rugido metálico dispersó el animado corrillo de palomas y periquitos que picoteaban unas briznas de patatas olvidadas por alguien en un banco. Caminamos hasta la Barceloneta. Los reductos sin disseny aún existen entre tanto brillo y color sintético. La Cova fumada es la muestra suspendida en un tiempo que se ha llevado estas extrañas formas de negocio familiar. El local es una bodega con la cocina a la vista y con tres generaciones pululando a la vez entre las mesas de mármol que los parroquianos del barrio y algún que otro eventual cliente ocupan. Preside aquel teatro la fotografía de la abuela del señor que regenta el local. “Mi abuela inventó la bomba de patata. La gente no lo cree, pero fuimos nosotros la que la pusimos en el mundo”. Nos pone dos. La mujer se apoya en una silla ataviada con ropa de domingo con un rictus que parece presagiar que las cosas nunca han de cambiar en el negocio si el negocio funciona. Y funciona. Bombas, alcachofas a la plancha, calamares, etc. Cocina de batalla venida del pasado para paladares venidos del mendaz y raquítico presente. Son las dos de la tarde. Nos adentramos en la Barceloneta con nuevas atronadoras pasadas de dos F-16.
La Leo es un bar con mugre, mucha mugre. La mujer que lo regenta es fea y pequeña. Cualquier aprendiz de pintor sabe el significado de unos ojos dispuestos asimétricamente y sin tino en una cara. Es un milagro que no haya gente más mal encarada. La Leo es sobrina, según la aparatosa decoración del bujío, del gran Bambino, que nos vigila desde diversos ángulos fotográficos en poses contrastadas con los escorzos más famosos de la estatuaria clásica. La música la ponen dos lesbianas que han ocupado el juke-box del rincón. Sólo rumba. La cosa se anima y nos animamos. La Leo expende cerveza como si siempre fuera happy hour. Empipado, hago migas con las djs a la que suministramos nuestras últimas monedas para que rumbeemos todos. La dueña del negocio sale a pegarse un baile con nosotros. Un metro cincuenta y cinco, con los brazos levantados hacia el cielo cruzado por la Armée de l´Air esta vez. Unos pasitos, cuatro vueltas sobre sí misma, dos saltos hacia atrás y una cara de macaco con los ojos entornados que mira a las espeleólogas buscando su complicidad. Aquello se cae. Llega un muchacho agitanado con guitarra y una joven natural de Praga a tocar en directo. Por las ventanas que dan a la calle unos guiris introducen sus cámaras para inmortalizar todo aquello. Jamás pensé que Barcelona pudiera ser tan cañí.
Volvemos con el alma atusada por este milagro. Si los paquis supieran lo que se cuece a veinte minutos de El Raval, correrían a cortejar a la Leo y a comer bombas de patata a precios del 2º mundo. Al fin y al cabo la Utrera de Bambino lleva siglos limitando al Este con el lado más gitano de Islamabad. Bona nit.
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