Con las praderas verdes de los acantilados irlandeses en el pecho me he pasado un par de días en la cama. Ese tiempo lo he dado por bien empleado, sobre todo porque me he internado en la fantástica vida del periodista Manuel Chaves Nogales, biógrafo de Belmonte y –por decirlo de alguna manera– de la Europa de entreguerras, escrita por la profesora Cintas Guillén.
La existencia del encamado tiene la perspectiva del techo y de los flancos de la cama. No hay más. La Red sirve para aliviar al espíritu de las mezquindades del encierro y para saludar a hermosas internautas que chatean con desgarbado empeño antes de amodorrarse en la soledad de las plumas de edredones nórdicos. Qué hermosa esta vida. Como no sólo de la pluma vive el hombre, esta mañana me he encaminado a pedir el alta médica hasta la consulta de la doctora M. Decidí ir hasta allí porque observé que estaba en uno de los edificios racionalistas emblemáticos de la City y me apetecía ver uno por dentro. Me abrió la puerta una señora de unos 50 años con una bata médica que tenía la particularidad de ser rosa y de flores. Por debajo llevaba un chándal rojo y remataba el conjunto unas chanclas de andar por casa que calzaba con unas medias que dejaban ver unas poderosas uñas, también pintadas de rojo. Su cara era una señal de prohibido que mostraba una sonrisa de gato de Alicia perfilada con una barra de labios fucsia. El piso de la consulta era su propia casa: un salón que combinaba cuadros de seises ninfómanos, vistas caribeñas, abanicos filipinos enmarcados y vidrieras que resguardaban con la frialdad de un museo arqueológico piezas doradas y plateadas.
Un hilo musical new age acompañaba la soledad de una señora que no paraba de estornudar y de hablar por teléfono (“Dioni, te he dejado el dinero encima de la mesa para el tío de la lavadora. Dile que me ponga un tirador en condiciones, que llevo gastado más en puertas de lavadora que en lavadoras. Total para nada, porque ya me podría haber comprado dos nuevas. Dile que se ponga. Sí, mire, cuánto me sale eso... Vaya, pues que me dure, ¿eh? A las nueve y media voy al gimnasio. Ya, ya. Pues le paga Dioni. Que se ponga. Dioni, el tío no puede ser más carero. Bueno, a ver si ya acabamos con esto. Adiós, hija”). Las truculencias domésticas de los pagos a tipos que dan menos facturas que un tío vendiendo espárragos camperos en la calle a grito pelado en una sala de espera. Entra la de los tiradores y luego entro yo.
La doctora es natural de un país centroamericano. Cruza los dedos y los descruza mientras habla exhibiendo unas uñas pintadas al estilo Pollock: gotelé blanco sobre fondo negro. El conjunto sería de barraca de feria si no lo atenuara una calidez personal digna de un diplomático primerizo. Me pregunta qué siento. En estos lances siempre he tenido claro que en una consulta médica uno tiene que manejar un vocabulario lo más científico posible; es decir, colocar en la descripción palabras como pene, heces, esputo, flema, etc. Teniendo esto tan claro, me ha sorprendido que la señora, auscultándome la garganta, afirmara: “usted tiene mucho gargajo” (sic). Supuse que era un lapsus, pero siguió utilizando el término con una naturalidad absoluta: “¿se le viene el gargajo?; ¿qué densidad tiene el gargajo desde el viernes?; ¿sigue teniendo ganas de echar gargajos?”. En fin, lo siento porque sé que la cosa no es muy agradable, pero así está el negocio ahora. Me gustó observar que el racionalismo arquitectónico abogaba por unas terrazas generosas; la doctora M. decora la suya con dos mixto-lobos de cerámica. Salgo de la consulta. Me vuelvo a la cama hasta mañana que me reincorporaré a la granja de pollos. De camino a casa escucho en mi ipod el “Hey Joe” de Hendrix. Me doy cuenta de que el coro de chicas que se escucha de fondo hace de la canción una tragedia griega. Como la vida misma.