Abandoné el hogar esta
mañana a las 7.12. En la primera rotonda que bordeé, un ciervo de
proporciones fabulosas pastaba el perlado rocío de la noche. El
ayuntamiento del lugar que habito ha comenzado a colocar la tramoya
navideña con, para mí, el extraño marbete de lo “enigmático
doméstico”. ¿Qué hará ahí ese animal y por qué convivimos con
este tipo de decoración sin plantearnos que el mundo decembrino es
extraño y falaz? Power y la
música mana de la radio. La casualidad no existe; por lo tanto, que
suene el Concierto de Navidad de Corelli, cuando aún pienso en la
fantasmal figura del ciervo, es un vestigio de que la beldad del
mundo me asaltará en cuanto baje del coche. Un rumor que campa por
las calles todavía vacías de un cerebro recientemente reactivado me
agita.
La
carretera que me lleva al tajo tiene hoy la inmensa compañía de una
luna llena. Recuerdo a ese joven muchacho que un día en clase me
preguntó con una inocencia impropia de sus 17 años que por qué la
luna le seguía en la noche cuando iba en la moto y dejaba de hacerlo
cuando paraba. Nunca supe qué responder (la óptica es una mis
grandes lagunas). Suena ahora “Una barca en el océano” de Ravel
y entonces todo muta: el acero del asfalto, la nimbada luz de los
autos, el brío matinal de la helada; todo, absolutamente todo, es
contundente y procaz. No hay nada como romper el velo que nos lleva
del sueño a la vigilia con la sensación de que el ritmo con el que
la mañana tocará el piano es el mismo que perfila tu sombra.
Ahora
casi puedo decirlo. El día fue un custodio de buen agüero. El
regalo vespertino lo puso mi difunto amigo Vladimir Nabokov. Acabé
de leer, con el sabor a la hierbabuena del té que acompañó las
veinte últimas páginas, Cosas transparentes,
una nouvelle que crece
a medida que uno se acerca al punto y final. Hay un milagro que
difícilmente es superable por otros medios. La literatura, amigos
míos, es un refugio extraño. Busquen la triada efervescente:
bello-bueno-verdadero. Así no habrá nada que pueda con ustedes.
Salud e imaginación.