Día gris. De gotas
embalsamadas en la baranda del balcón. Ventean los toldos de los
edificios en un oleaje irregular, a veces nervioso, a veces sosegado.
Cobijado bajo una manta y con el radiador de aceite a bocajarro, leo
en esta mañana de invierno prometedor. La vida extrarradial regala a
estas horas pasos de vecinos, movimientos incansables del ascensor
que porta a seres saturnianos a las grandes superficies hasta la hora
de almorzar y sirenas a lo lejos, que no paran de ahuyentar la escasa
y silenciosa actividad de estos márgenes de la realidad. Entre las
rendijas de esta tranquilidad sabatina se cuela un sonido ancestral,
cargado de recuerdos de otros años, que me retrotraen a la infancia:
el silbido de una flauta de afilador. Entre la estridencia más o
menos aceptable (dependía de los pulmones del que soplara) y la
cadencia más o menos armoniosa de bajar y subir por la escala
musical, se movían estas interpretaciones utilitarias hace años a
la búsqueda filos desencantados y mellados.
Pienso en ello porque
desde hace rato acumulo pruebas fenomenológicas de que el mundo que
vivimos hasta hace poco, lleno de superficialidad y de imposturas
propias de etapas de consciencia muy lábiles, está hundiéndose (no
quedaba otra) en el limo de la realidad. Observo que vuelven las
huchas a las calles (de hecho, el centro de la ciudad es ya una gran
alcancía en la que depositar la calderilla de nuestra mala
conciencia), los limpiabotas, la rotura de lunas en los coches, los
pedigüeños a la puerta de casa con el simple deseo de un cartón de
leche o “lo que sea”, etc. Ayer vi a un hombre de casi 60 años
colar en los buzones publicidad de una pizzería de la que no tenía
pinta de ser el dueño. Hoy el afilador. No quiero meter en el mismo
saco todas las actividades descritas arriba, claro está; sólo busco
constatar que el mundo que habitamos ahora está retornando hasta
justo el momento antes de que alguien dejara puesta la piedra sobre
el ilusorio acelerador económico. El hombre que sopla debajo de mi
casa no sabe que poca gente bajará a requerir sus servivios, por mor
de la desconfianza a lo desconocido, porque los chinos e Ikea
suministran enseres cortantes a módicos precios y porque los
cuchillos cerámicos (que no pierden propiedades) se han puesto de
moda. Por lo tanto, para mí ese sonido no es un reclamo, es un
grito, un aviso de que algo pasa. Como último detalle, les diré
que, mientras lo cotidiano se decolora por efecto de la crisis, las
grandes entidades bancarias no paran de organizar comidas de Navidad
en los mejores restaurantes de la ciudad. Sí, tienen derecho, pero
lo que importa es el gesto. Buen día.
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