sábado, 15 de diciembre de 2012

Mundo pobre



Día gris. De gotas embalsamadas en la baranda del balcón. Ventean los toldos de los edificios en un oleaje irregular, a veces nervioso, a veces sosegado. Cobijado bajo una manta y con el radiador de aceite a bocajarro, leo en esta mañana de invierno prometedor. La vida extrarradial regala a estas horas pasos de vecinos, movimientos incansables del ascensor que porta a seres saturnianos a las grandes superficies hasta la hora de almorzar y sirenas a lo lejos, que no paran de ahuyentar la escasa y silenciosa actividad de estos márgenes de la realidad. Entre las rendijas de esta tranquilidad sabatina se cuela un sonido ancestral, cargado de recuerdos de otros años, que me retrotraen a la infancia: el silbido de una flauta de afilador. Entre la estridencia más o menos aceptable (dependía de los pulmones del que soplara) y la cadencia más o menos armoniosa de bajar y subir por la escala musical, se movían estas interpretaciones utilitarias hace años a la búsqueda filos desencantados y mellados.

Pienso en ello porque desde hace rato acumulo pruebas fenomenológicas de que el mundo que vivimos hasta hace poco, lleno de superficialidad y de imposturas propias de etapas de consciencia muy lábiles, está hundiéndose (no quedaba otra) en el limo de la realidad. Observo que vuelven las huchas a las calles (de hecho, el centro de la ciudad es ya una gran alcancía en la que depositar la calderilla de nuestra mala conciencia), los limpiabotas, la rotura de lunas en los coches, los pedigüeños a la puerta de casa con el simple deseo de un cartón de leche o “lo que sea”, etc. Ayer vi a un hombre de casi 60 años colar en los buzones publicidad de una pizzería de la que no tenía pinta de ser el dueño. Hoy el afilador. No quiero meter en el mismo saco todas las actividades descritas arriba, claro está; sólo busco constatar que el mundo que habitamos ahora está retornando hasta justo el momento antes de que alguien dejara puesta la piedra sobre el ilusorio acelerador económico. El hombre que sopla debajo de mi casa no sabe que poca gente bajará a requerir sus servivios, por mor de la desconfianza a lo desconocido, porque los chinos e Ikea suministran enseres cortantes a módicos precios y porque los cuchillos cerámicos (que no pierden propiedades) se han puesto de moda. Por lo tanto, para mí ese sonido no es un reclamo, es un grito, un aviso de que algo pasa. Como último detalle, les diré que, mientras lo cotidiano se decolora por efecto de la crisis, las grandes entidades bancarias no paran de organizar comidas de Navidad en los mejores restaurantes de la ciudad. Sí, tienen derecho, pero lo que importa es el gesto. Buen día.

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