El amor, ese jarabe ámbar
que se suministra a grandes o pequeñas cucharadas según el empeño
de cada uno, sigue siendo un enigma trascendental. Mientras escribo
esto, frente a la ventana de mi estudio, en el edificio vecino, una
joven pareja de novios juega en el balcón a tirar dardos a una
diana. Los conozco de vista: van todos los días a la piscina de la
urbanización y siguen la rutinaria ceremonia de sentarse en el borde
a dorar sus rotundos lomos de obesidad croquetera. Ella tiene gafas y
se recoge la cola en una desarbolada mata; él parece un atlante al
lado de ella, con la espalda de mamut llena de granos. El muchacho le
indica con algo de suficiencia cómo tirar los dardos. Ella lo imita
sin éxito. Dos rondas y se van a la cocina. Los observo, como todas
las noches, poner la sartén y derramar en su interior algún
alimento congelado que dorarán a paletadas de aceite recocido. Se
aman, no lo dudo, pero el aburrimiento o la obesidad mórbida acabará
por devorarlos. Pura fritanga.
Prefiero el amor airoso y
bien contado del socorrista Lucho, un argentino del que ya hablé el
año pasado en estos lances de realidad. Natural de Mercedes (70.000
almas y la segunda ciudad de La Argentina que más toma, según
las últimas estadísticas), Luciano Romano es un contador de
historias bárbaro, un hombre que tiene tatuado el número diez en el
brazo derecho para celebrar hasta el día que se muera al Pelusa. Se
vino a España para trabajar de guardavidas
(observen que el vocablo ibérico para este oficio, socorrista,
contiene el asomo de la tragedia); antes de marchar, se dedicó a
hacer turismo por Europa, según él mismo, futbolístico:
“Che, viejo, no me gustó Venesia
porque no había una jodida portería en toda la siudad;
cuando me senté en Nápoles en el banquiyo
donde se sentó el Rey, yoré,
viejo”. Hiperbólico en sus narraciones también lo es en su
bondad. A veces desgrana la margarita del deseo y me recrea una
porción de sus días pasados. Una vez amó a una tanguera famosa. La
siguió por todo el país: teatros, salas de concierto, jardines
nocturnos. Ella, en la oscuridad horadada por el foco, siempre decía
lo mismo ante las cientos de cabezas entre las que se encontraba la
de Lucho enamorado: “Para ti, mi amor”. Así le dedicaba tangos
que hablaban del futuro juntos y de un barco que llegaba a un puerto.
Según él, se trataba de una temática excesivamente esperanzadora
para el género. “Me cansé, Manolo. El día que volvimos a
Mersedes para que eya
actuara en el teatro de la ciudad, unos pibes me mandaron un mensaje
al teléfono diciendo que estaban tomando de lo lindo. Agarré y me
largué justo cuando eya
había dicho el para ti, mi amor.
Andate con la puta que te parió, vieja, pensé, y me fui con los
muchachos”.
Ya
ven, entre la anodina vida del matrimonio-fritanga del principio y el
repetitivo vaivén del amor entre la tanguera y el socorrista (él me
confesó que todo se quedaba siempre en “Para ti, mi amor”) no
hay más diferencia que la geográfica. El amor necesita de una
reinvención continua a base de cargas de dinamita ilusionantes. Ni
las croquetas ni las dianas son suficientes; tampoco lo es el tango
cargado de futuro. Inventen y hagan felices a sus amores.
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