Vivo en la periferia de
la periferia, en un pueblo que, siguiendo los designios del trazado
postmoderno de las urbes de ahora, ha logrado unos espacios estancos
donde la compartimentación social se manifiesta elocuentemente con
tan solo un paseo de buena mañana cualquier sábado. Mi amigo Luis
Manuel, con el que comparto barrio (manzanas de bloques que respiran
hacia dentro, con zonas comunes ajardinadas sin acceso, oscuros
rincones del deseo de ser algo más que clase media –algunos
vecinos saludan con desdén aristocrático o, simplemente, no saludan
a los seres con los que comparten el lastimoso sueño de acabar con
la hipoteca–, piscina privada, garajes comunicados mediante
ascensor a la puerta de su piso, con lo que el intercambio humano y
la conversación son meras entelequias), alguna vez me ha comentado
que la vida bulle más abajo de nuestros fuertes, en el casco
“antiguo”, un espacio que muestra que en los 70 también hubo
unos tipos que se forraron con la especulación inmobiliaria y que
marcaron el modelo arquitectónico a seguir en las décadas
siguientes, antes de que el negocio de la verticalidad (torretas de
hacinamiento) fueran sustituidas por el sueño americano de la casa
“unifamiliar”. Y no puede tener más razón. Para uno que se crió
en este casco antiguo, que ha visto la mutación y la llegada
paulatina de gentes de otras latitudes, resulta admirable observar de
cerca estos cambios en la geografía humana del pueblo.
Coloco aquí una lista
acelerada para dejar constancia de que más allá de nuestras grises
vidas de lugares asépticos (aunque me consta que existen lugares
semejantes al que yo vivo con nervudas asociaciones de vecinos que
movilizan la acción social en estas manzanas privadas). Hoy he
visto: una peluquería turca; una consulta estética china; un
edredón mojado tendido en un cordel con una imagen de la Virgen del
Carmen; unos señores que se apretaban en torno a una mesita, al lado
de un quiosco, envueltos en una animada partida de parchís; negros
ataviados como en una película de Spike Lee de los 80; un chino
joven gritándole a un local “¡canijooo!!”; el inicio de una
barbacoa familiar sobre el acerado; un quiosco de limonada en un
lugar inhóspito; una joven gorda, con un palo terminado en un garfio
de construcción casera, apañando limones municipales, bajo la
atenta mirada de su madre, embutida a su vez en unas mallas de
leopardo.
Algunos me dirán que hay
algunos elementos presentes en la lista que es fruta común en muchos
ciudades del país, pero no me negarán que el color local, la
mezcla, es fruta tropical para estos lares. Bulle la vida aquí abajo
y no en la asepsia de las nuevas urbanizaciones. Ruido, suciedad,
humanidad desbordada, etc., pero ese es el precio. ¿Por qué no tiro
pa´bajo? Por el mismo motivo de que, al igual que amo la vida
también amo el silencio, y no por ello me voy a una abadía
cisterciense a habitar. De todas formas, prefiero la mala de
educación por desconocimiento que por impostura de clase media
acomplejada. A esos sólo los salvará un tsunami.